lunes, 16 de octubre de 2017

Qué sueño

A ver, que me pilla el toro. Ha sido una semana de las de no parar, con mucho trajín en el trabajo y un viaje exprés a Londres del que no tengo nada que destacar (incluso los trayectos en tren que nos llevaron a la ciudad del Támesis desde el aeropuerto y al aeropuerto desde la ciudad del Támesis fueron correctísimos en todos los aspectos, por lo que no tengo ningún motivo aparte de los habituales para cagarme en Margaret Thatcher).

Un inciso: el bufé del hotel incluía gofres. Y mi novia y yo compartimos uno porque nos pusimos como cerdos en el desayuno y no nos atrevíamos a meternos dos. Digo esto únicamente para fardar y daros envidia.
Odiadme

Otro inciso: si tenéis que viajar en avión, es desaconsejable que el día antes vayáis al gimnasio y os deis mucha paliza a nivel de piernas, pues las agujetas suelen provocar una cojera muy sospechosa de cara al paso del control de seguridad aeroportuario. Os lo dice alguien que ha tenido que aguantar miradas del personal de seguridad en plan "tú estás pasando demasiada droga, colega" mientras me arrastraba bajo el arco detector. En serio, tuve que frotarme los muslos con cara de dolor para dejar claro que no estaba haciendo de mula.

Vale, reconozco que no todo fueron buenos ratos durante esta excursión de fin de semana a Reino Unido. En el vuelo de vuelta me tocó soportar a un mastuerzo pelirrojo que vestía un chándal gris de felpa (algún día tendremos que debatir acerca de la finísima línea que separa a los chándals de felpa de los pijamas) y que se pasó todo el viaje abierto de piernas y con los brazos prácticamente en jarras en una postura con la que daba la impresión de haberse caído del techo o algo por el estilo, invadiendo no únicamente el reposabrazos que compartíamos, sino parte de mi asiento. Teniendo en cuenta que la semana pasada también me quejé por haberme visto en las mismas (en aquella ocasión sufrí al imbécil correspondiente a bordo de un Alsa), algunos estaréis pensando si no sería mejor para mí intentar ser un poquito comprensivo con este colectivo y tratar de ponerme en su lugar en vez de directamente odiarles. Y lo he intentado, pero es que yo estoy muy contento con el tamaño de mis genitales, qué le voy a hacer.

En fin, que lo dicho hasta ahora no llena una entrada, pero estamos a domingo por la noche y ando como el conejo de Alicia en el país de las maravillas (aunque yo no me he drogado), por lo que esta semana va a caer una entrada escrita con prisas y a última hora, así que no os esperéis ninguna joya y no os quejéis si no os gusta.

Lo que voy a hacer es relataros un sueño que tuve a medidos de semana. Y lo voy a hacer porque para mí resulta bastante excepcional el recordar algo que he soñado la noche antes, pues mi cabeza es como un telesketch que se pone boca abajo y se agita en cuanto me despierto.

Otro inciso más: mi hermano me ha regalado un telesketch diminuto que mola un huevo. A ver si un día os hablo de él.

El comienzo del sueño transcurría en una de las muchísimas (y cada vez más caras) hamburgueserías que hay en Dublín. Dentro del local, y sentados en torno a una mesa rectangular, nos hallábamos mi novia, varios familiares suyos y yo, dispuestos a dar buena cuenta de (¿a que no lo adivináis?) sendas hamburguesas y varias raciones de patatas fritas, en un ambiente alegre y distendido.

La trama se complicaba cuando hacía aparición en el lugar un grupo de adolescentes españoles, de los que suelen venir a la capital irlandesa a estudiar inglés, conocer el país y dar por culo que no veas, cargando con sus mochilas en el bus, sentándose en medio de la calle, hablando a gritos y crispándome los nervios en general cada vez que ellos y yo compartimos espacio (y sé muy bien lo que digo cuando hablo de esta fauna, pues yo fui uno de ellos durante el verano de dos mil once). Y mi sueño no fue una excepción. Al malestar que por defecto me causa su presencia, había que añadirle un cabreo que me iba invadiendo conforme los miembros del grupito recién aparecido se acercaban a nuestra mesa y se convertían en una auténtica molestia para nosotros, atreviéndose incluso a rapiñar comida de nuestros platos.

En ese momento, el más tonto de todos (sé que era el más tonto porque en todos los grupos de adolescentes hay uno, y siempre acaba siendo el que más me toca los cojones) se acercaba a mi sitio y comenzaba a comerse entre risas mis patatas fritas (MIS patatas fritas). Harto de tener que soportar la situación, yo me levantaba y le miraba fijamente a los ojos mientras él masticaba, insisto, MIS patatas fritas con aire de diversión.

Y le metía de hostias. Ojo, no estoy hablando de un par de pescozones como los que me arreó don Procopio durante una clase de Conocimiento del Medio en 4º de Primaria cuando mencionó a Moctezuma y yo añadí en voz alta "con su capa y con su pluma" (si el chiste os parece malo, reclamadle a Ibáñez, que se lo copié tras descubrirlo en un mortadelo), no. Me refiero a una somanta de las de dejar a alguien al filo de la muerte. No sé por qué, pero cuando sueño que participo en peleas, éstas suelen ser de lo más sádico y violento por mi parte (con lo pacífico que soy yo en la vida real, tú). La cuestión es que al terminar de endiñarle la ristra de leches, el más tonto del grupo yacía inconsciente bajo la mesa sobre la que se encontraban nuestras viandas.

Y la historia no acababa aquí. Complicando aún más la situación, sobresalía del grupo en ese momento uno de los chavales, que pese a ser adolescente me sacaba una cabeza (a mí, que mido casi metro noventa) y contaba con una anchura de hombros propia de los mondoshawan que salían en la peli El quinto elemento. Decidido a vengar a su caído compañero, el mameluco me decía que pensaba partirme la cara, y yo reconocía con gran pesar que estaba en lo cierto, pues las artes fostiadoras de las que hago gala durante mi fase onírica no tendrían nada que hacer frente a semejante leviatán.

No obstante, y pese a que yo ya contaba con salir apaleado de la hamburguesería, en un inesperado giro de los acontecimientos, los adolescentes (mameluco incluído) decidían introducirse en tropel al baño justo en el momento en el que nosotros pagábamos la cuenta y salíamos del local, aplazando hasta el día siguiente la paliza que me iba a caer.

Pasada la noche y llegado un nuevo día, quienes habíamos cenado juntos el día anterior volvíamos a compartir actividad de ocio, esta vez yendo al cine. Una vez situados en nuestras butacas y dispuestos a disfrutar de no recuerdo qué película, los mismos putos críos volvían a manifestarse. Sin embargo, y teniendo en cuenta los acontecimientos ocurridos en la hamburgesería, su actitud se mostraba más calmada y respetuosa en esta ocasión, por lo que no me tocaba convertir la sala de cine en un fostiorama (me acabo de inventar esa palabra, por cierto). Por otra parte, el que me la tenía jurada no estaba allí, pues se encontraba en casa con un gripazo que no le dejaba salir de la cama.

Al salir del cine, y debido a que en los sueños suelen pasar estas cosas, me encontraba completamente solo caminando por la calle de camino a casa. Entonces, surgido como de la nada, aparecía tras de mí el mameluco, envuelto un una manta y moqueando que daba pena verlo. Y quizá fuese por esta circunstancia, pero su actitud era de lo más pacífica. No sólo eso, sino que poco a poco se iba formando entre nosotros un bonito sentimiento de respeto e incluso afecto que se traducía en amistad cuando me regalaba el objeto que portaba en su mano: un cedé de los Rolling Stones. A mí, que siempre he sido de los Beatles.

Yo siempre he sido muy agradecido, las cosas como son, pero antes de que pudiese darle las gracias, el despertador me sacó de mi sueño a patadas. No intentéis encontrarle una moraleja o una interpretación, porque está bastante claro (y quien diga lo contrario quiere sacarlos los cuartos) que los sueños no tienen nada de eso.

Y ya está. La semana que viene intentaré currármelo un poquito más. Palabra.

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