lunes, 30 de octubre de 2017

Qué bello es cagarla

El otro día descubrí Stuff no one told me, una colección de pensamientos y frases de un tal Alex Noriega que, si bien quedan un poquito paulocoelheros, en muchos casos dan que pensar. Por otra parte, vienen acompañados de dibujitos de lo más chulo, que ya es más que lo que hace el sacacuartos brasileño. De todos los ejemplos que revisé, me llamó mucho la atención uno que decía "Nadie lleva la cuenta de las veces que has metido la pata", y la verdad, es una idea que viene bien tener en mente cuando se tiende a errar (como en mi caso, por ejemplo). No obstante, he de matizar que conozco a alguien que, aunque no sepa cuántos patinazos de toda clase llevo exactamente, sí que tiene presentes todos y cada uno de ellos. Por cierto, y hablando del tema, mi profesora de matemáticas de primero de ESO me dijo una vez "José, usted me está metiendo la pata hasta las narices", y no tuve muy claro si quería decir que mi error estaba siendo tan garrafal que hacía falta ser contorsionista para representarlo o si la pobre no se aclaraba muy bien con las frases hechas.

Pero mi sufrida maestra no es la persona de quien os estaba hablando. Soy yo.

¿Qué le voy a hacer? En la báscula que uso para juzgarme pesan mucho más los fallos que los aciertos. Y aunque esto que acabo de decir puede servir para que todos los terapeutas en la sala se giren hacia mí con ojos como platos y saliva en los colmillos, lo que quiero hoy no es ponerle solución a mi infravaloración, sino aprovechar el tema para contaros dos historias desternillantes que tuvieron lugar durante mi infancia. Empiezo.

Hace unas semanas mencioné muy por encima el Henar de Cuéllar, y hoy tengo que volver a evocar aquel sitio para poder hablaros de la primera anécdota.

El Henar, a caballo entre las provincias de Valladolid y Segovia, es un enclave que, además de caracterizarse por lo bucólico de su entorno (con sus árboles y sus prados y su riachuelo atravesándolo y tal), posee un santuario, un restaurante y probablemente más emplazamientos que ya no recuerdo porque hace la hostia que no piso por aquel lugar.

(Ojo a las escaleras del fondo) Sí, el que sale en primer plano soy yo. Bueno, fui yo

Es más, para el año que viene, me propongo ir allí otra vez y sacar una entrada de ello, venga.

Volviendo a la historia que aún no he empezado a contar, solía ser costumbre familiar el visitar el Henar al menos una vez al año, bien fuese para comer de fiambrera en sus zonas verdes y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón, bien fuese para festejar algún acontecimiento comiendo en su restaurante y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón. No obstante, recuerdo que el día de autos mi padre vestía traje con chaqueta y todo (algo celebraríamos, digo yo), por lo que de patadas al balón, nada de nada. En su lugar, una vez abandonamos el local de comidas, nos adentramos en la iglesia con la misma intención con la que he entrado acompañado de mis padres en el noventa por ciento de los edificios religiosos del noroeste peninsular: ver cómo era por dentro.

Una vez repasamos visualmente la arquitectura interna del edificio y sus diferentes ornamentos, procedimos a abandonar el lugar, al mismo tiempo que terminaba una misa que se estaba oficiando allí. Esta circunstancia provocó que varias personas (no voy a decir "multitud" porque tampoco es que vaya tanta gente a misa) cruzasen los portones del santuario en dirección a la puta calle al mismo tiempo que lo hacíamos nosotros. Debido a que yo era un mocoso que no levantaba un metro del suelo por aquel entonces, y temeroso de perder a mis progenitores para siempre en aquel microtumulto (insisto, que tampoco es que hubiese tanta peña, pero yo siempre he sido muy de sacar las cosas de quicio), me apresuré a agarrarme al brazo engalanado de mi padre.

Pasados unos segundos de haber llevado a cabo esta acción, y mientras comenzaba a bajar los escalones del exterior del edificio (a la anterior foto me remito), eché un rapido vistazo hacia mi derecha y pude ver a unos dos metros de mí un par de figuras que me resultaban familiares: mi padre y mi madre. Confundido ante este repentino fallo en Matrips (y eso que aún faltaba una década para el estreno de Matrips), miré hacia el lado opuesto y descubrí con horror que el brazo al que mi infantil manita acababa de aferrarse pertenecía a un señor al que no conocía de nada, pero que también iba de traje aquel día (algo celebraría, digo yo). Solté aquella extremidad con la rapidez con la que salta un airbag (y eso que aún faltaba una década para que en mi casa hubiese un coche con airbag) y me arrojé hacia el punto en el que se hallaban mis progenitores, quienes habían sido testigos de mi error en todo momento. Por ello, y mientras yo deseaba que las escaleras que aún no había terminado de descender se abriesen y un agujero enorme se me tragase, ellos y el hombre desconocido intercambiaban miradas de complicidad. De hecho, aquel señor llegó a bromear con la idea de llevárseme a su casa, al haberme descubierto agarrando su brazo con tanta decisión.

"Qué señor más simpático", estaréis pensando. "Qué señor más hijo de puta", pensé yo en aquel ridículo momento.

Mi segunda anécdota transcurrió a cuarenta y cinco kilómetros de aquel santuario. Para ser más exactos, en Valladolid. Y para ser más exactos aún, en un céntrico bloque de viviendas de la capital vallisoletana. Una de aquellas viviendas, situada en el cuarto piso, albergaba a varios familiares de mi abuela de cuyo parentesco concreto nunca he estado seguro del todo, por lo que voy a asumir que se trataba de su hermana, el marido de ésta y alguien más (y si estoy diciendo una burrada, ya me corregirán mis padres cuando hable con ellos por Skype esta tarde, tranquilos). Cada año, allá por enero, mi abuela, mis padres y yo acudíamos al piso que os acabo de describir para celebrar un cumpleaños. Y no me preguntéis el de quién. Sólo recuerdo que en aquel diminuto salón nos reuníamos cuarenta y la madre, y que yo me aburría como una ostra durante toda la velada mientras le hacía ascos a la comida (ensaladilla rusa me hacían comer allí todos los años, no me jodas) y esperaba a que llegase el momento de la tarta. Otras formas que tenía de liberarme del tedio que suponía pasar la tarde en compañía de adultos que sólo sabían hablar de cosas de adultos (años más tarde, gracias a haberme tragado horas y horas de No te rías que es peor desarrollaría una carrera como cuentachistes familiar que me convertiría en el rey de todas las putas reuniones, pero aún no había llegado ese momento), consistían en mirar fijamente a la pared a la espera de que saltase el cuco del reloj o escaparme al baño para vaciar el frasco de perfume con pera incorporada que había sobre el lavabo, pues aparte de en aquel hogar, cucos y frascos de pera sólo existían en los tebeos de Mortadelo y Filemón que devoraba visualmente durante las tardes de mi infancia.

Pues bien, a principios de los noventa yo era puro nervio. Muestra de ello era que una de mis actividades favoritas se basaba en echarle carreras a los ascensores: siempre que acudía con mis padres a algún lugar con varios pisos dotado de elevador, rogaba que me permitiesen lanzarme escaleras arriba mientras ellos eran transportados al mismo sitio dentro del artilugio de metal. La visita anual a los familiares del reloj de cuco en la pared del salón no fue una excepción, y en cuanto nos adentramos en el portal me despedí momentáneamente de mis padres y mi abuela mientras se cerraban las puertas del trasto marca Otis. Procedí entonces a remontar a toda velocidad la hilera de escalones que se retorcía en torno al elevador, y una vez llegado al descansillo, en un gesto de desprecio total hacia mis rivales, pulsé el timbre de la vivienda sin esperar a que el ascensor llegase ni nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré cara a cara con quien abrió la puerta desde el otro lado.

Era un mayordomo. Pero no un mayordomo cualquiera, no. Era un mayordomo ENANO.

Os juro que no me lo estoy inventando. Debido a que aquel hombre era pocos centímetros más alto que yo, su presencia en el umbral cubría casi todo mi campo de visión, por lo que tuve que moverme un poquito hacia un lado para poder asomarme ligeramente al interior del piso y confirmar que, gilipollas de mí, había finalizado mi ascensión una planta antes de lo debido. Aquel desliz, sumado a la presencia del acondroplásico sirviente que aguardaba pacientemente a que le explicase por qué cojones había llamado a ese timbre, me dejaron clavado en el suelo sin posibilidad de articular palabra. Cuando logré vencer a mi parálisis, susurré un tímido "perdón" y me arrastré escaleras arriba hasta alcanzar el piso adecuado, donde mis padres y mi abuela llevaban un buen rato esperándome con un más que evidente "¿dónde coño te habías metido?" escrito en sus ojos.

Y como habían tenido tiempo más que de sobra para ser recibidos, la puerta de la casa de mis parientes en cuarto grado de consanguinidad estaba abierta, por lo que aproveché para colarme dentro, presa de una enorme humillación, sin decir ni "hola" a los anfitriones. Con lo feo que está eso, fíjate.

Evidentemente, el único que consideró que todo aquello era grave fui yo, y cuando la vecina de abajo voceó por el hueco de la escalera a los de arriba que "quería ver a ese niño tan guapo que había llamado a su timbre", "ese niño tan guapo" se encontraba encerrado en el baño y no salió hasta haberse desestresado estrujando una y otra vez la pera del frasco de perfume.

Ay, mi infancia...

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2 comentarios:

  1. En primer lugar, enhorabuena! porque nunca había visto tantas formas de llamar a un ascensor :) y en segundo lugar, gracias! Porque siempre me arrancas una sonrisa, incluso en los días más tristes.

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    1. Estimada Victoria:

      Voy a hacerte dos confesiones. La primera es que el mérito no es mío. Es de Google y de lo apañado que es para devolver sinónimos.

      La segunda es que abrí este blog con la idea de hacer que mis desgracias se convirtiesen en la alegría de los demás. Eso, e hincharme a follar.

      Así que gracias a ti por ayudarme a cumplir la mitad de mis objetivos :)

      Saludos.

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