lunes, 25 de septiembre de 2017

Cincuenta sombras de RAE

Podría haberse llamado Sofía, o Eva; pero su nombre no importa. El nombre de él tampoco tiene ninguna trascendencia en esta historia que comienza en el área de llegadas del aeropuerto de Dublín.

Ella es muy amiga de la novia de él, y aunque este tercer personaje (quien, por cierto, será testigo de todo lo que ocurra a partir de ahora e incluso aprovechará para meter cizaña) es lo único que les une en un principio, pronto ambos descubren que tienen mucho más en común.

Los dos consideran que pocas cosas son más hilarantes que Rozalén hablando con acento murciano; y los dos coinciden en encontrar repugnante el sketch de la app gay de Intereconomía (tranquilos, que no pienso caer tan bajo como para enlazar semejante bazofia). Ella profesa una admiración desmedida por Eduardo Garzón que raya lo érotico, y él siente exactamente lo mismo por el humorista Facu Díaz.

fuente:youtube/gomaespuma
Un títere que se parece a Facu Díaz. Hay gente en la Audiencia Nacional tocándose con esto

Su forma de entender la política y la sociedad les une. Él analiza la situación desde el resentimiento de quien lleva años fuera de su país viendo cómo la ansiada fecha de vuelta a la tierra que le vio nacer se aleja cada vez más en un futuro que se adivina incierto. Ella, por su parte, aún posee la llama de la indignación ardiendo en su interior, pues sufre la crispación de quien vive a diario en un país económicamente patas arriba y siente que pronto tendrá que hacer las maletas y unirse al grupo de quienes, desperdigados por el mundo, vuelven a casa por Navidad. O lo intentan.

A pesar de que comparten esta ideología de playa bajo los adoquines, pronto advierten que hay detalles en sus argumentarios que ora rozan por no estar a la par, ora chocan de frente como dos trenes en un sector liberalizado que no han sido programados como es debido. Sus desavenencias, lejos de dar al traste con esta relación aún en fase de pruebas, derivan en interesantes debates de los de querer aprender del otro (no como la mierda ésa que véis los sábados por la noche en la Sexta).

Los dos quieren hablar de política y oír hablar de política. Su hambre de diálogo, unida a la climatología lluviosa que castiga al coche de alquiler invitando a encerrarse en el interior del mismo en lugar de aventurarse a sacar fotos de los castillos en ruinas que salpican el verde irlandés, provoca que su conversación fluya con increíble facilidad para dos seres que acaban de conocerse. Pronto, el arte de gobernar deja de ser el tema principal de su interminable diálogo y, al igual que la sinuosa carretera por la que viajan, su charla se encuentra con giros inesperados, curvas cerradas, encrucijadas y cambios de rasante que la hacen recorrer los más diversos temas. Música. Literatura. Historia. Matemáticas. Conocimiento del medio.

Y es este apacible y cercano clima el que les permite descubrir que los dos comparten una pasión desmedida, por no decir fetichista, por una actividad en concreto.

El buen uso del castellano.

La chispa que dará lugar a una vorágine de dominación correctora y submisivas súplicas de fe de erratas por ambas partes salta cuando él, describiendo la ridícula e inútil forma que tienen las cucharas en la Isla Esmeralda, utiliza la palabra "palomar" en lugar de "paladar". El ataque de carcajadas que ella no puede evitar le sienta como un latigazo al que sólo puede responder con un:

—Pues tú antes has dicho "redecillas" en vez de "rencillas".

Tan infantil contraataque en forma de tu quoque, por extraño que parezca, surte efecto, causando que las risas desaparezcan y un silencio doloroso y placentero a partes iguales se apodere de ambos contendientes, el cual aprovechan para retornar a sus respectivos rincones para hacerse cargo de sus heridas y preparar un más que eminente nuevo asalto.

El siguiente ataque no tarda en hacerse llegar.

—Dios, mirar qué lago tan precioso hay allí —dice ella.

Él, que ha escuchado la frase mientras se encuentra sentado al volante, le dedica una mirada cargada de malicia a través del retrovisor. El encuentro de sus ojos en el reflejo provoca que ella sea consciente de su error y no pueda reprimir un grito de frustración al que él responde con una sádica sonrisa.

El viaje de ida concluye en un bed and breakfast situado en medio de la nada al que llegan ya entrada la noche. Una vez en la habitación, y pocos minutos antes de abandonarse al sueño, él (que se lo tiene un poco creído, las cosas como son) le presenta su blog: una especie de diario que ya posee varias docenas de entradas semanales cargadas de nimiedades. Ella selecciona una de dichas entradas al azar, y no ha terminado de leer el segundo párrafo de la misma cuando descubre en él una errata gravísima (no vayáis a buscarla, cabrones, que ya la he corregido). Como es de esperarse en este vil juego que ninguno de ellos quiere abandonar, corre a restregarle su error y él (que, aunque no lo creáis, repasa cada entrada MUCHAS veces incluso cuando ya la ha publicado para asegurarse de que no hay nada que enmendar), recibe su correción con indefensión como quien tiene que soportar a una estricta profesora de lengua tachar un examen con rotulador rojo de los que saben a arañazo en medio del pecho.

A la mañana siguiente, y temerosos de que el otro pueda aprovechar el mínimo lapsus para iniciar una nueva sesión degradante, los dos ponen un empeño desorbitado en hablar con la mayor pureza posible, manteniendo su diálogo a un nivel del que Antonio de Nebrija estaría orgullosísimo. No obstante, como surgido de la nada, ella deja escapar un convezco que suena como un tenedor rayando uno de los platos sobre los que se encontraban los desayunos irlandeses de los que han dado buena cuenta minutos antes. Los dos son conscientes de este gazapo oral, aunque les cuesta creer que se haya producido. Sus miradas de incredulidad sirven para firmar una tregua no hablada, pues el juego se les está yendo de las manos, y la vuelta transcurre en un clima distendido y libre de azotes rectificadores.

De vuelta en el mismo lugar en el que comenzó esta historia y mientras se despiden, él se niega a aceptar un empate en este enfrentamiento, por lo que le pregunta que quién merece la victoria.

—Tú no, desde luego —responde ella con regocijo.

—¿Por qué?

—Porque has dicho viztoria.

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lunes, 18 de septiembre de 2017

Érase una vez en Flandes

Si es que soy gilipollas, macho. Sólo a mí se me ocurre, a pocos días de que mis padres tengan que montarse en un avión para empezar sus merecidas vacaciones, escribir una entrada rememorando momentos de tensión y disgustos a bordo de un Ryanair. Con lo mal que lo pasa mi pobre madre cuando le toca subirse a esos trastos.

Ahora tengo que compensar eso de alguna manera, y se me ha ocurrido una forma de hacerlo con la que voy a matar unos cuantos pájaros de un tiro. Resulta que mis padres van a viajar a los Países Bajos, y yo ya estuve por allí acompañado por mi novia hace unos años. Una de las actividades que realizamos (y que, curiosamente, también forma parte del viaje de mis progenitores) consistió en una visita guiada a Gante y Brujas. De dicha visita y de la frustración que me produjeron los eventos acontecidos durante la misma nació un artículo que compartí en Facebook y que tuvo muy buena aceptación entre mis contactos, y prometí a mi madre que le haría llegar dicho artículo cuando le llegase a ella el turno de patearse el Benelux (no, no tengo a mi madre en Facebook, ¿y?).

Contaba con mandarle el susodicho artículo por email, pero voy a encajarlo aquí, y así me ahorro el tener que currarme una entrada.

Para que veáis que no sólo copio a los demás. A veces, también me copio a mi mismo.

Tour


La mejor forma de disfrutar de una visita guiada de las que organizan las agencias de viajes es no haciéndola.

Un fin de semana es poco tiempo si se quiere ver un país entero. Y esto incluye también países ridículamente pequeños (como Bélgica) o aquellos que apenas tienen cosas de interés que visitar (como Bélgica. Un saludo a mis cero amigos belgas, por cierto). Por ello, decidimos contratar los servicios de una agencia de viajes que, por un módico precio, ofrecía una visita en autocar por tierras flamencas de recorrido Bruselas - Gante - Brujas - Bruselas, con guía en inglés y todo. Y encima, si tu hotel está en la lista, te recogemos en la puerta. Espera, que tu hotel no está en la lista. Pues te jodes, madrugas un huevo y te acercas a la agencia el día de la visita.

Así que, llegado el susodicho día, nos dirigimos a la puta carrera a la susodicha agencia, porque el recepcionista del hotel nos indicó que se tardaba quince minutos en llegar. "¿En metro?". "¡Qué coño en metro! Andando. Y llegas de sobra". La madre que lo parió. Me gustaría ver qué entendía ese tío por "andar", el muy desgraciado.

En fin, que una vez allí, sofocados por el carrerón aunque puntuales, el guía nos dice amablemente que, aunque ya es hora de salir, vamos a esperar unos minutos porque faltan un par de personas por llegar. Y una mierda. Faltan más de la mitad, pero el motivo se aclara enseguida: son españoles. Excepto una señora británica, otra que parece filipina y una japonesa que se parece a Rinko Kikuchi, TODOS los integrantes del tour tienen escrito ESPAÑA en su carnet de identidad. Así que el viaje empieza con media hora de retraso con sabor rojigualda. Para más inri, cuando el autocar arranca de una vez, la secretaria de la agencia, portando unos tacones de aguja modelo "andamio que haría llorar al encargado de prevención de riesgos laborales de la obra" aparece de la nada y se sitúa delante del vehículo para que éste se detenga y puedan subir unos cuantos rezagados (también españoles, cómo no) que acaban de llegar. Ahora sí que nos ponemos en marcha, y yo echo un ojo a las integrantes de este último grupo y pienso: "si yo tuviese que maquillarme TANTO, también llegaría tarde a los sitios".

Mientras nos dirigimos a nuestra primera parada, el guía, que es consciente del percal, decide que lo de las explicaciones en la lengua de Shakespeare mejor lo deja para otro día y nos cuenta, en el mejor español que el pobre puede articular, que Bélgica tiene un montón de carreteras y que sus carreteras están muy bien iluminadas y que sus carreteras están asfaltadas y todo y un montón de detalles más sobre las carreteras porque los belgas están tan orgullosos de sus carreteras que si no las mencionan cada veinte minutos se les jode la tarde. Tras escuchar tan fascinante explicación, intento echar una cabezada, pues mi novia y yo hemos madrugado que no veas para poder llegar a tiempo (aprended, monas), pero los miembros de la parejita que tenemos sentada delante deciden que el autocar es el mejor lugar para demostrar cuánto se quieren, por lo que no paran de sacarse fotitos CON FLASH y besuquearse de forma tan ruidosa que no sé si en realidad se están masticando entre sí.

Llegamos a Gante, y el guía nos indica que en primer lugar vamos a dar un paseo con él por la ciudad mientras nos da explicaciones, y que luego tendremos algo así como hora y media de tiempo libre para ir por nuestra cuenta. Y nos pide que por favor no haya ningún rezagado, que seamos un grupo compacto y que pasito ligero. En definitiva, cosas que no le puedes pedir a un grupo de españoles. A los tres minutos de habernos puesto en marcha por las calles de Gante, el grupo se ha convertido en una hilera y aquello más que una visita guiada parece una maratón de zombis. Cada poco tiempo hay que esperar a los que se han quedado sacándose fotos en cada esquina y el ritmo del paseo hace que, al final, la famosa hora y media de tiempo libre se tenga que ver reducida a cuarenta tristes minutos.

Volvemos a ponernos en marcha, esta vez hacia Brujas, y la parejita que tanto ha dado por saco antes está ahora más calmada, aunque tanto ella como él tienen cara de mala hostia. "Vaya, aquí ha habido bronca", pienso. ME ALEGRO UN MONTÓN POR ELLO y cierro los ojos, cascándome una siestaca que dura lo que tarda un autocar lleno de españoles en ir de Gante a Brujas a través de una fastuosa carretera belga.

Me despierto con el autocar recién aparcado y entramos a pie en la ciudad de Brujas, cual grupo de tercios en 1631, aunque dando vergüenza ajena en lugar de miedo, y al guía se le ocurre soltar, mientras cruzamos el primer puente, que nos encontramos sobre el Lago del Amor. Craso error, colega. Al instante, todas las felices parejitas del viaje echan mano de sus smartphones y/o cámaras de fotos y se apresuran a retratarse ante el puto lago, porque es el Lago del Amor, ¿no te has enterado? Y si no te haces una foto moñas con tu pareja ante el Lago del Amor, vuestra relación va a ser una mierda de aquí en adelante, como si aquello fuese una maldición gitana o algo así.

En fin, que entramos en una pequeña plazuela porticada en la que se encuentran las "Casas de Dios", unas residencias en las que habitan mujeres con costumbres monacales. Por ello, en el centro de dicha plazuela, a la vista de todos, hay un cartel en el que pone, en varios idiomas: "Silencio", "Silence", "Silenzio", "Semecallen", junto con la imagen de unos labios con un dedo delante, en plan "tsss, por si no te has enterado aún. Un respeto, coño". Y una señorona del grupo, embutida en un abrigo de visón, suelta a voz en grito, en un perfecto español: "¿QUÉ PONE AHÍ DE SILENCIO?". El facepalm que no puedo evitar llevar a cabo a continuación debe de ser antológico, pues cuando levanto la vista, el marido de la estúpida señorona me está mirando con mala cara, así que cambio mi expresión de desolación por una que viene a decir algo así como "Habrá que guardar silencio, pero como abras la boca y me digas algo, la hostia que te comes se va a escuchar en toda la plaza", y el hombre debe interpretar perfectamente mi cara, pues aparta la mirada y se esconde detrás de su señora, que aún no ha pillado lo del cartel de los huevos. Y mira que yo soy pacífico, pero joder, qué dia llevo...

Abandonamos el lugar y el guía nos indica que podemos comer en un restaurante que se llama "Vivaldi", y por la forma en que lo pronuncia (alargando la ele y acentuando la i final), intuyo que en ese sitio te clavan. Y oye, te clavan. Aunque regocija ver cómo todos los españoles, en procesión, van desfilando ante la lista de precios que hay en la entrada con prepotencia para, acto seguido, darse media vuelta con la mirada desencajada. En ese momento, se dan dos situaciones que me ayudan a decidirme a entrar: la primera es que Rinko Kikuchi y las otras dos no-españolas acaban de entrar, la segunda es que una familia Quechua (ropa de Decathlon de los pies a la cabeza y bocadillos de jamón york en las mochilas) del grupito de españoles, compuesta por padre, madre y niño tocapelotas dando por saco con una Nintendo DS se alejan calle abajo. Así que tira para dentro, a ver si podemos relacionarnos con gente de otros países, que de eso se trata.

Una vez en el interior, descubrimos con pesar que las tres no-españolas están en una mesa de tres personas y no hay forma de hacer camaradería, así que el camarero nos invita a sentarnos en una mesa para dos junto a la chimenea. Muy bucólico todo. Nos quitamos los abrigos, nos acomodamos, y en ese momento hace acto de presencia la puta familia Quechua que ha cambiado de idea en el último momento, con sus forros polares, sus pantalones Kalenji y sus botas de escalar el Karakórum, decidiendo jodernos la comida al sentarse justo en la mesa de al lado. Es entonces cuando el padre le quita la Nintendo DS al niño y éste, que está en edad de merecer (de merecer una buena hostia, se entiende) rompe a llorar como un imbécil. Yo echo un vistazo rápido al cuchillo que hay a mi derecha sobre la mesa, descarto rápidamente un pensamiento que se me está pasando por la cabeza y que relaciona el cuchillo, la yugular del crío y una más que segura visita a las dependencias policiales de Brujas, y le sugiero a mi novia que nos sentemos en la otra punta del restaurante.

Mientras estamos dando cuenta de una serie de platos supuestamente "típicos" de Bélgica (dime tú qué tiene de típico una pechuga de pollo a la plancha) entra una nueva familia española y se nos sienta al lado. Y esta vez no hay escapatoria, mierda hasta el Infierno y volver, tú. Así que me toca escuchar a una señora con acento de Jaén que, tras intentar regatear los precios con el camarero, se pone a disertar sobre asuntos tan interesantes como la cantidad de agua que bebe en un día. Y yo miro a la pareja de británicos que tengo al otro lado y que devoran patatas fritas y me planteo pedirles la romántica vela que arde en su mesa para echarme cera derretida en los oídos, como los marineros de Ulises ante las sirenas. Bueno, en este caso ante algo parecido a un besugo de setenta kilos procedente de Jaén (que sí, que ya sé que Jaén no tiene costa. Dejadme en paz).

Así que paso el resto de la comida echando miradas furtivas entre suspiros al grupo de las no-españolas, con todo el inglés que estarán hablando, y deseando que me traigan el postre, que en la pizarra ponía "assortiment de chocolats" y se me hace la boca agua al pensarlo. Pero el postre resulta ser una ración de mousse de chocolate tamaño "hez de pato" que debe llevar metida en la nevera por lo menos dos meses. Junto con la minimousse llega la cuenta. Miro el precio y en ese momento comprendo por qué mi abuela, que en paz descanse, usaba el término "flamenco" a modo de insulto. Sin mediar palabra, dejo que mi mirada vaguee por el restaurante, por lo que mi novia me pregunta que si estoy bien y la tranquilizo diciéndole que estoy buscando algo que robarles antes de irme para compensar el atraco. Cinco euros la botella de medio litro de agua, para que os hagáis una idea.

Salimos de allí con telarañas asomándonos de los bolsillos, como los personajes de los tebeos de Bruguera, y nos reunimos todos con el guía, que también ha comido en el Vivallllldí (intuyo que de gorra, o casi, por el negocio que les hace en cada tour), y recorremos Brujas todos juntos a velocidad de placa tectónica. Es en este intervalo de tiempo en el que descubro que el diccionario de la Real Academia Española contiene la palabra "respeto" únicamente para que adorne: cuatro españolas, dentro de una iglesia, riéndose a carcajadas que hacen eco porque otra española acaba de contar que su hijo de cuatro años, cada vez que ve una imagen de Cristo en la cruz, lo llama "el señor de los palos". Llegados a este punto, decido apagar mi cerebro antes de que la desesperación lo consuma por completo.

Total, que al final obtenemos otra pizca de tiempo libre y mi novia y yo aprovechamos para deshacer lo andado y sacar fotos de lo que acabamos de visitar, pero sin españoles metiéndose en plano.

Echar una foto en Brujas sin que te la joda un grupo de turistas españoles es fácil si sabes cómo

Tras esto, y ya anocheciendo, volvemos al autocar y ponemos rumbo a Bruselas, donde nos espera una fantástica lluvia de las de meterse en la habitación del hotel a reflexionar sobre el error que has comido al hacer clic en el botón "reservar" de la web de la puñetera agencia de viajes.

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lunes, 11 de septiembre de 2017

Homenaje a Rosalía de Castro

Ryanair me la ha vuelto a meter doblada. Si no fuese suficiente lo de jugar a los dados con la asignación de nuestros asientos cuando mi novia y yo viajamos juntos y dedicamos el rato que dura el vuelo a no hacernos ni puto caso el uno al otro, ahora la aerolínea irlandesa ha modificado su política relativa a maletas de cabina.

A partir de noviembre, quienes decidamos que eso del embarque prioritario no va con nosotros (pues no me interesa pagar más por mi billete a cambio de tener que esperar de pie en la pista a que me dejen subir porque el embarque empieza antes de que el avión esté listo, mientras que aquellos que no han pasado por el aro aguardan cobijados tras la puerta de embarque. No, en el aeropuerto de Dublín no se accede a través de finger), nos veremos obligados a dejar nuestro equipaje de mano a un ladito del avión para que el personal maletero del aeropuerto tenga a bien echarse una partidita de baloncesto con él mientras lo mete en la bodega de la aeronave. Por otra parte, mis viajes a España no terminan en Madrid, pues no soy un muchachito privilegiado de la capital del reino, y siempre me toca ir a la puta carrera entre las terminales del Adolfosuarezmadridbarajas para no perder el cercanías de la T4 y así poder llegar a tiempo al Alvia de Chamartín que pueda depositarme en Valladolid, donde mis padres suelen esperarme con ilusión para que les cuente cómo me ha ido desde la última vez al calor de un plato de calamares en su tinta cocinado por mi madre con todo su cariño. Tal trajín previo a la ingesta de calamares en su tinta puede verse seriamente afectado si al mismo añadimos varios minutos de espera tras el control de DNI al pie de la cinta de recogida de maletas.

No voy a dedicar esta entrada a cagarme en Ryanair, pues no quiero repetirme. Lo que sí que voy a hacer es, mientras me planteo cada vez con más determinación el comenzar a volar con Aer Lingus (que, tal y como tuve que aclarar a un amigo mío, no es ninguna técnica sexual, sino la versión irlandesa de Iberia), aprovechar para contaros una anécdota estupenda que tuvo lugar en las escaleras de acceso a uno de los aviones de la aerolínea del arpa.

Era de noche. Las nueve y pico de la noche, para ser algo más exactos. Los pasajeros nos encontrábamos en los asientos asignados, con el cinturón abrochado tal y como el grupo de azafatas acababa de demostrar durante las instrucciones de seguridad que todos ignoran mecánicamente, creyéndose demasiado listos, y el avión había comenzado a desplazarse en dirección a la pista de despegue de Barajas, en un recorrido que a mí siempre se me hace eterno (aunque no quiero decir nada gracioso aquí, que ya se ha encargado Pedro Vera de ello).

El interior del vehículo se hallaba a oscuras (lo de apagar durante el despegue y el aterrizaje cuando éstos tienen lugar entre el ocaso y el amanecer lo hacen para que la vista de los pasajeros esté acostumbrada a las condiciones lumínicas del exterior en caso de que se tenga que llevar a cabo una evacuación de emergencia. No lo sabíais y ahora lo sabéis. De nada), y sólo unas pocas bombillas encendidas por el techo salpicaban haces sobre los asientos de aquellos pasajeros que se encontraban leyendo algo lo suficientemente interesante como para no poder esperar cinco minutos a que volviesen a dar todas las luces una vez en el aire.

El "cabin crew, sit for departure" de boca del piloto que sonó a continuación por los altavoces dio a entender que en breves instantes enfilaríamos la pista y el aparato se pondría a toda hostia, primero hacia adelante, luego hacia arriba y hacia delante a partes iguales y después sólo hacia adelante. Vamos, lo que viene siendo un despegue. Pero no fue así.

—¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para! —Comenzaron a gritar como energúmenos algunos de los pasajeros. En concreto, quienes podían ver, gracias a encontrarse detrás del ala izquierda y a la penumbra que os he descrito hace dos párrafos, que salían llamaradas de uno de los motores. No puedo garantizar que ocurriese de verdad, pues yo me encontraba del otro lado del pasillo, pero el escándalo que montaron bastó para que una de las azafatas se desabrochase en cinturón, saltase de su asiento en dirección al grupo histérico y, acto seguido, corriese a la puerta de la cabina y la aporrease varias veces, causando que el piloto levantase el pie del acelerador o hiciese lo que haya que hacer en un avión para que éste desacelere, yo qué sé (mi deseo de pilotar aviones murió cuando saqué un 1 en Matemáticas tras meterme en el Bachillerato de Ciencias. Ya os hablaré de esto en otra ocasión). El vehículo se colocó a un ladito del aeropuerto y un par de operarios de pista armados con linternas echaron un vistazo a los motores en busca del origen del fuego, pero no vieron nada. Contando con este visto bueno, el piloto fue a por su segundo intento.

Pero no pudo ser. Un nuevo acelerón a través de la pista dio lugar a nuevas supestas llamas y a nuevos "¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para!" provenientes de los pasajeros situados a babor. Temiendo que el avión acabase convertido en un ninot con alas, el piloto, o quien sea que estuviese encargado de dar esta clase de órdenes, decidió que lo más sensato sería no tentar a la suerte y cambiar de aeronave.

Y aquí es donde yo quería llegar con mi historia. El susodicho cambio debía realizarse de la siguiente forma: los ocupantes del aparato-potencial antorcha debíamos bajar del mismo, entrar en uno de esos autobuses oruga de los aeropuertos que casi no tienen asientos y recorrer unos metros en el mismo hasta llegar a un nuevo avión, éste (si todo iba bien) sin motores en llamas. El problema es que el proceso comenzó a llevarse a cabo de forma un poco caótica, con instrucciones contradictorias por parte de la tripulación, el personal de tierra y un pequeño grupo de guardias civiles que hicieron aparición en último momento. Esto provocó que, mientras uno de los buses, ya relleno con pasajeros, iba camino del segundo avión, varios ocupantes siguiésemos aún dentro del primero.

Quiso la casualidad que yo me encontrase a punto de salir por la puerta delantera y rodeado por las auxiliares de vuelo que estaban coordinando el desalojo, por lo que puede ser testigo de cómo subía por la escalerilla un agente de la Guardia Civil dispuesto a poner orden (lo de "quieto todo el mundo" y sus diferentes aplicaciones se enseña en primero de Benemérita). Con tricornio y todo, como los que salen en la foto que hizo Eugene Smith en el año cincuenta.

fuente: Museo Reina Sofía
Reconocedlo. Os habéis acojonao al ver esta imagen
Como ya he dicho por lo menos dos veces, la oscuridad reinaba en aquel lugar. Si a esto añadimos el paso de los años, el resultado es que hay detalles del momento que no tengo muy claros, como la altura del agente (que se me antojaba escasa para el Cuerpo) o si realmente calzaba tricornio sobre las cejas (tras rebuscar en el reglamento, puedo confirmar que sí, pues el gorrito de vinilo sigue siendo obligatorio en los aeropuertos). Lo que sí puedo confirmaros es que aquel guardiacivil tenía un acentazo gallego que ríase usted de Rober Bodegas. Y fue con ese mismo acento de más allá del macizo Galaico-Leonés, con el que le espetó a una de las azafatas:

—Oye, pero la tripulación tendrá que subir primero al otro avión, ¿no?

La señorita, tan irlandesa como la propia Ryanair, no entendió nada de lo que le acababa de decir el axente, por lo que respondió un escueto:

—In English, please.

Y el picoleto, bajo aquel tricornio negro como la noche que le rodeaba en lo alto de la escalerilla, bajó la mirada un instante para, tras un breve titubeo, alzarla de nuevo y sin perder su magnífico acentiño, decirle a la azafata:

—Eh... La tripuleishion.

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lunes, 4 de septiembre de 2017

Carta abierta a un puto miserable

Estimado hijo de la gran puta:

Yo contaba con dedicarle esta entrada a mis últimas vacaciones en la costa de Granada. Las cosas como son: una semana en la que mis actividades diarias se salen de la rutina de mi vida de asalariado en Dublín acaban dando para unos cuantos párrafos con los que echar unas risas un lunes por la mañana.

Pensé en hablar del vecino de enfrente, un cuñado que nos ha jodido los dos últimos veranos haciendo obras de siete a nueve de la mañana y durante el rato de la siesta y que, una vez terminada su casa (deberías verla: un horrendo adosado que parece un cubo de Rubik sin pegatinas) ha decidido no saltarse la tradición y jodernos un año más al montar una fiesta detrás de otra, las cuales solían terminar con éxitos musicales a la altura de Despacito sonando a toda hostia a las tres de la madrugada; dejando claro que para algunos, civismo debe ser una marca de papel higiénico.

Pero es que ese elemento es una bellísima persona en comparación contigo.

También consideré resaltar lo oportunamente divertido que ha sido el preotoño que ha invadido la península durante la última semana de agosto y que a nosotros nos ha forzado a pasar la mitad de nuestro asueto viendo la playa desde lejos, a cubierto y maldiciendo una lluvia que los locales no habían visto en décadas.

Sin embargo, la lluvia es algo que viene bien, aunque me pille en bañador. Una basura como tú, por otra parte, está de más en cualquier época del año.

Se me ocurrió que podría haber enumerado todos los helados, las palmeras y las napolitanas de chocolate que me he metido entre pecho y espalda con la excusa de que algo así no se encuentra en Irlanda. O calcular cuántas vueltas al mundo podrían dar, puestos en fila india, todos los churros que han caído a lo largo de la semana (incluyendo el medio kilo que me calcé el último día y que me dio bastante guerra al tratar de digerirlo mientras saltaba olas de las de bandera amarilla).

El problema es que has conseguido que se me quiten las ganas de comer. Así que en lugar de mencionar la comida, voy a mencionarte a ti y probablemente a toda tu familia. Y a tus muertos. Aún a sabiendas de que la gente se mete aquí para pasar un buen rato y que a mi padre (que me lee cada semana) no le hace ninguna gracia que me pase con las palabrotas. Te parecerá bonito que tenga que andar disgustando a un padre por tu culpa, ¿no?

A estas alturas, aún no entenderás por qué te dedico este lunes, en vez de, por ejemplo, hablar de la avispa que me picó en el pie el primer día de playa y me tuvo cojeando media semana, si no sé nada de ti y no te conozco en persona. Pero es que has hecho algo digno del mayor de mis desprecios.

Abandonar a tu perro.

Permíteme que remarque el "tu", pues en el momento en el que dejas que un bicho se siente junto a ti y camine a tu lado, se convierte en una responsabilidad de la que debes hacerte cargo. Es un concepto que viene incluido en ese paquete llamado "educación" que se le suele entregar a la gente decente, pero supongo que tú no sabes de lo que estoy hablando, ¿verdad? Para ti, un perro no es más que una herramienta de la que deshacerse cuando ya no sirve. Tal y como hiciste hace unos días.

Ahora caes, ¿no? Fue en la A-44, a más o menos media hora de Granada. Aunque podría haber sido en la AG-31 a la altura de Villanueva de los Infantes, en la A-43 camino de Tomelloso o en cualquier carretera al azar de un país al que da vergüenza pertenecer por culpa de gentuza como tú. Ocurre miles de veces cada año: un pobre animal, corriendo desesperado y con terror en la mirada entre mediana y arcén, esquivando coches que, a base de volantazos, evitan acabar con su vida.

Afortunadamente para el que tú abandonaste, una llamada al 112 permitió que se hicieran cargo de la situación, aunque el final de esta historia ti te la traerá floja, por lo que no voy a darte detalles al respecto ni voy a intentar hacerte entender que hay quienes SÍ se preocupan por esos perros que para garrulos como tú no significan nada. Tú también tuviste suerte, pues ya no estabas allí cuando ocurrió esto. De lo contrario, me habría encargado personalmente de que no quedase guardia civil, policía nacional y agente de la ORA en toda Andalucía que no se aprendiese tu matrícula de memoria.

Así que ahora nos toca pedir disculpas a los dos. A mí por haber escrito esto cuando debería estar alegrándole el lunes a la gente y a ti por ser un mierdas de semejante calibre.

Por mi parte, intentaré que mi entrada de la semana que viene sea graciosa. Y como no quiero que cunda el bajón, voy a poner aquí una foto que hice en la Alhambra ese mismo día, que en la vida también hay cosas bonitas:

Y voy a aprovechar este pie para llamarte cabrón. Cabrón

Aunque, ¿sabes qué sería bonito de verdad? Que tú, y todos los de tu calaña, insensibles que echáis del coche a un pobre animal en mitad de ninguna parte, o lo lanzáis a un pozo con una piedra al cuello, o lo colgáis de un arbol, para después pisar el acelerador sin tener los huevos de mirar por el retrovisor cómo dejáis atrás una vida, no fuéseis capaces de controlar el vehículo en la siguiente curva, y termináseis todos en el fondo de un barranco andaluz, gallego, manchego, o de donde tocase.

Con ese deseo me despido de ti. Sin enviarte un cordial saludo, porque no te lo mereces.

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