lunes, 28 de agosto de 2017

Anatomía de un instante en línea de cajas

Creo que aquella tarde hacía bueno. Lo digo por pura estadística, pues es más habitual que entre la comida y la cena el tiempo sea apacible en Valladolid (entendiéndose "apacible" como libre de lluvias, ya que la temperatura puede variar entre invierno e infierno con sorprendente facilidad) a que sea una mierda. No obstante, este detalle nos era indiferente a mi madre, a mi hermano y a mí, quienes nos encontrábamos a cubierto dentro del Eroski en aquel momento. Pero yo tenía que empezar esta entrada de alguna forma y ha tocado hablar de la meteorología de la meseta Norte, mira tú.

Era una de aquellas tardes en las que mi madre se daba cuenta a última hora de la falta en casa de algún ingrediente indispensable de cara a la elaboración de la planificada cena del día, y sabedora de que tanto mi hermano como yo solíamos dedicarnos a tocarnos los huevos sin nada mejor que hacer durante esa franja horaria, nos hacía acompañarla a comprar lo que tocase. Ni mi hermano ni yo solíamos mostrar objección alguna, pues en primer lugar ESTÁ FEO y en segundo lugar, no sería de extrañar que acabásemos sacando tajada del viaje y nos volviésemos a casa con algún capricho entre manos. Generalmente en forma de bollería industrial.

Y ahora voy a continuar narrando lo que pasó en tiempo presente, que le da más énfasis a la historia.

Tras haber recorrido los pasillos del hipermercado vasco en busca de lo que tocase, mi madre, mi hermano y yo nos dirigimos a una de las cajas. Como es costumbre, de las decenas de cajas con las que cuenta el establecimiento, las que se encuentran abiertas no constituyen más que un puñado del total, por lo que es inevitable el tener que aguardar en la correspondiente cola a que los productos de quienes nos preceden sean escaneados por la cajera de turno.

Mientras mi madre, mi hermano y yo esperamos con paciencia soviética a que los ingredientes de la cena y dos cajas de napolitanas de chocolate recorran la cinta, el silencio habitual de las familias vallisoletanas se apodera de nosotros y mi mirada viaja por entre los chicles y condones de multitud de sabores (sí, tanto chicles como condones) que desean el que compradores aburridos como nosotros sean incapaces de reprimir el impulso consumista y los añadan a su lote en el último minuto.

En ese momento, una mujer, un hombre y un niño llegan a nuestra caja y comienzan a colocar sus artículos en la cinta. Ella ronda los cuarenta años y viste un vaquero y un jersey, ambas prendas ajustándose al contorno de una figura esbelta. El niño, más bien prepúber, y llevando un gastado chándal de felpa, juega con una consola portátil (por la época, podría ser una Game Boy Advance o una Nintendo DS. No lo recuerdo muy bien) que emite diferentes musiquitas y ruidos a intervalos irregulares. Puesto que el chaval se encuentra plenamente inmerso en lo que ocurre tras la pantalla del artilugio, los esfuerzos por parte del hombre (embutido en una cazadora negra de polipiel que le va ridículamente grande) en llamar su atención caen en saco roto. Apostando más de lo que debería, y tras contemplar la escena durante unos segundos, intuyo que la tríada anteriormente descrita está formada por madre, hijo y hombre que se ha unido recientemente a este núcleo familiar. Vamos, que para mí que él no es el padre, pues de todos es sabido que un padre deja de comportarse con sus hijos como si fuesen bobos y les trata de igual a igual en cuanto les comienza a grisear el mentón. Y no es el caso.

El hombre continúa su festival de carantoñas, muecas y juegos de manos con el objetivo de entretener al chaval, quien por su parte sigue sin hacerle ni puto caso. Mientras tanto, la madre mira hacia un lado y hacia otro, preguntándose si han hecho bien en elegir una cola que avanza más lento de lo habitual. Es entonces cuando el hombre, quizá debido a los nervios que le provoca el no cumplir su objetivo de cara a construir lazos afectivos, comete tres errores garrafales durante la realización de su siguiente gesto cariñoso que darán lugar a una brusca alteración de tan monótono statu quo.

En primer lugar, su mano, en vez de colocarse en una postura relajada y ligeramente cóncava, se abre en toda su extensión y adquiere una rigidez máxima, tornándose así en lo que podríamos definir como "pala de ping-pong humana".

En segundo lugar, el movimiento de su brazo, que en teoría debe realizarse de forma suave y delicada, se produce a toda velocidad cuando su tronco se gira desplazando el hombro hacia atrás para acto seguido arrojar la extremidad hacia delante, en un efecto látigo que recorre sus articulaciones y otorga a la muñeca una fuerza cinética (creo que es cinética. Corregidme si me equivoco, que pasaré de vosotros) endiablada que crece aún más si cabe cuanto más cerca se encuentra del niño.

Por último, el hombre lleva a cabo su ejecución creyendo errónamente que entre él y el chiquillo hay una distancia unos diez centímetros inferior a la que hay en realidad.

La combinación de estos tres incorrectos factores provoca que, en lugar de rodear cariñosamente al chaval con el brazo a la altura del cuello y acercarlo hacia sí, lo que haga sea endiñarle una hostia en toda la oreja que casi lo cambia de caja. El tremendo soplamocos, que suena como cuando reventaba el globo de la prueba la patata caliente del Gran Prix del Verano, provoca diferentes reacciones en el trío:

El chaval arranca a llorar escandalosamente, y aunque apenas puede sujetar la consola con una mano, se lleva la otra a la oreja (imagino que debido al dolor que le ha producido el impacto, aunque no me extrañaría que este gesto tenga como objetivo evitar que se le caiga el pabellón auditivo) mientras la mitad de su cara (la que se ha llevado el guantazo, evidentemente) adquiere un tono rojizo similar al de Richard Dreyfuss en Encuentros en la Tercera Fase después de que el platillo volante le pase por encima del coche.

La madre, abrumada ante el estupor que le ha causado contemplar un ataque relámpago tan fuera de lugar, no es capaz de reaccionar de forma racional y tan sólo acierta a contemplar a los dos varones con ojos como platos y mandíbula temblequeante, al tiempo que masculla entre dientes expresiones incomprensibles.

Aunque quien más sufre de los tres (dolor físico del muchacho aparte) es el hombre, pues consciente de la animalada que acaba de cometer, posee el mismo gesto aterrado que quien descubre sangre en su propia orina (cuando se mea de pie, aclaro. Y doy gracias a mi novia por puntualizarme que, siendo mujer, lo de mear de color rojo no es nada del otro mundo y ocurre todos los meses). No obstante, en un intento desesperado por intentar deshacer su última acción y evitar el odio permanente del chico, le rodea cuidadosamente (cuidadosamente QUE TE CAGAS) con sus brazos embutidos en la enorme cazadora de polipiel en plan we are Groot mientras pide perdón una y otra vez.

Mi hermano y yo, que hemos contemplado esta escena en primerísimo plano y desde hace ya años competimos en todo momento por ver quién de los dos es más miserable (es decir, que encontramos el incidente de lo más hilarante), llevamos a cabo un inmediato giro de ciento ochenta grados y damos la espalda a aquellos tres mientras tratamos de evitar soltar la más mínima risita, como si fuésemos los guardias de Poncio Pilato al oír el nombre de Pijus Magníficus en La Vida de Brian, aunque por dentro nos estamos partiendo el culo. De hecho, y aprovechando que la cajera ya se está dedicando a nuestra compra, huimos hasta el otro extremo de la caja y, con la excusa de ayudar a nuestra madre a empaquetar los productos, enterramos nuestras caras en las bolsas de plástico destinadas a tal fin.

Mientras el trío sigue sufriendo el drama fruto del hostión junto a la cinta, mi hermano y yo le dedicamos miradas suplicantes a la cajera y a nuestra madre para que terminen cuanto antes su interacción comercial, pues nos está costando lo nuestro mantener el tipo. Finalmente, con toda la compra ya embolsada, mi madre echa mano de su cartera, alcanza a la cajera la tarjeta Travel Club (puesto que ir a comprar al Eroski o a echar gasolina y no pasar la travel siempre ha sido motivo de deshonra en mi familia), le entrega el dinero y recibe las vueltas, y mi hermano y yo nos llevamos a nuestra progenitora prácticamente a rastras de la línea de cajas. Una vez nos hemos alejado lo suficiente como para que el llanto del mocoso y los "perdón, perdón, lo siento" del hombre no sean más que un murmullo lejano, los dos rompemos en una fraternal carcajada que se prolonga en el tiempo y la distancia con notable hijoputismo y no cesa hasta que localizamos nuestro vehículo familiar en el inmenso laberinto de columnas que es el aparcamiento del hipermercado.

Jajaja, pero qué cabrones que somos.

fuente: el norte de castilla
Máximo diez artículos (y una hostia) por compra

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lunes, 21 de agosto de 2017

On the road again

Quiero empezar esta entrada dando las gracias de todo corazón a los miembros del Club de Armas de Burt por haber tenido a bien el no matarnos.

Hace un par de semanas, aprovechando que nuestra amiga de Murciaquéhermosaeres volvió a Irlanda para hacer cuarenta mil millones de cosas en demasiados pocos días improvisando mucho y poniéndome un pelín de los nervios a mí, que planifico mi vida al segundo con meses de antelación, organizamos un viaje por carreteras irlandesas. No fue la primera vez y confío en que tampoco sea la última.

Esta clase de viajes comienza en el aeropuerto de Dublín, pues es donde sale más barato alquilar un coche y donde te permiten pagar con tarjeta de débito al recogerlo (si alguien acaba de llegar y se pregunta por qué no tengo coche, puede pasarse por aquí, que yo le respondo). Una vez nos encontramos dentro del vehículo, el cual posee el olor característico de los coches de alquiler que no sé cómo describir (me acabo de despertar de una siesta de dos horas. Tened paciencia conmigo) y que no he logrado sentir en ningún otro lugar o circunstancia, toca pasar un rápido examen de conducir al tratar de abandonar la zona, el cual incluye las siguientes pruebas:

  • Entrar al coche por el lado correcto, que el volante está cambiado de sitio (esto lo suspendía siempre al principio).
  • Aprender a localizar todos los controles y mandos en un vehículo que nunca antes has conducido (fabricantes de coches, desde aquí os pido un poco de estandarización, joder).
  • Arrancar y abandonar el laberinto en que consiste el aparcamiento de coches de alquiler.
  • Cruzar varias minirrotondas para salir a la carretera tratando de evitar atropellar a las decenas de conejos que pueblan el lugar (no hace falta que me denunciéis al PACMA, que mi contador está a cero en ese aspecto).
  • Incorporarse (siempre por la izquierda) a la megarrotonda Airport Roundabout - Timpeallán an Aerfoirt (aquí lo tienen todo bilinguado. Ésa es otra), permanentemente convertida en escena de Mad Max gracias a los taxistas de la ciudad, que huelen tu desesperación y saben usarla en tu contra.
  • Deducir, en poco más de diez segundos, si debes ir en dirección Belfast, Dublín-centro o Dublín-ronda evitando dar media vuelta como un imbécil para acabar otra vez en el aeropuerto (vamos a pasar por alto que esto me ha ocurrido más de una vez, ¿vale?).

Y ya está. He de añadir con cierto orgullo que suelo pasar por todo lo anterior con éxito TENIENDO EL ESTÓMAGO VACÍO, lo cual es un gran logro para mí. ¿Que por qué soy tan tonto de hacer esto en ayunas? Pues porque soy un caprichoso que gusta de aprovechar estos viajes para descubrir nuevos lugares en las afueras de la capital a los que normalmente no tengo acceso en los que poder disfrutar de un desayuno irlandés de los que dan miedo a quienes sólo se meten un café y dos galletas por la mañana. Volviendo al tema de que soy un planificador enfermizo, también tiendo a buscar dicho sitio una o dos semanas antes en la Internet, y me guardo en la manga alternativas por si a nuestra llegada la cafetería aún no ha abierto o directamente no existe.

Tras el cebatil, nos ponemos de nuevo en marcha, añadiendo kilómetros y parando en emplazamientos de los que nunca hemos oído hablar, pero que aparecen con una estrellita en el mapa de carreteras cortesía de la empresa de coches de alquiler (la murciana llama pinturescos a estos sitios y me parece la hostia de entrañable). A veces toca desviarse por una carretera sin asfaltar, y en otras ocasiones directamente tenemos que dejar el coche aparcado y caminar por lugares mal señalizados con la esperanza de que el mapa no nos esté troleando. También es habitual que, entre el desayuno y la cena, mi novia aproveche para echar alguna que otra cabezada en el asiento del copiloto, pidiendo perdón por ello al despertar de sus siestas (lo cual me parece aún más entrañable que lo de pinturesco). Y es que rutas de mínimo quinientos o seiscientos kilómetros dan para mucho.

Tengo que dejar claro que aún no hemos conseguido hacer un viaje de carretera sin liarla. Bien sea porque se nos hace de noche mientras nos dirigimos al bed and breakfast y perdemos todo sentido de la orientación, bien sea porque descubrimos que estamos circulando en dirección contraria a nuestro destino y yo aprovecho que estamos solos en la carretera para hacer un cambio de sentido en el momento en el que decenas de coches aparecen de la nada y me acribillan a claxonazos, cada vez que volvemos a reunirnos y rememoramos viajes anteriores, es habitual que nos refiramos a cada uno de ellos por detalles del estilo. Y nuestro último viaje será recordado como "el del campo de tiro".

Para empezar, no teníamos ni siquiera mapa de los de lugares con estrellitas. Yo, que soy así de listo, pasé por alto pedir uno al recoger el coche, y no era plan de descolgar de la pared del salón el que tenemos puesto de adorno y que usamos para marcar las rutas que ya hemos hecho. Pero no preocuparse, tú, que la dueña del cottage en el que pasamos la noche (calificado por la murciana como lleno de telarañas y poseedor de un olor desagradable. Tendríais que haberle visto la cara cuando la doña nos pidió que le hiciésemos una review en Tripadvisor), nos regaló un pequeño plano de la zona en el que aparecían señalizados lugares pinturescos y restaurantes. No obstante, el hecho de que el diseño de las carreteras del mismo no tuviese nada que ver con la realidad hizo que, tras sufrir el asalto de una serie de desvíos y cruces ninja, terminásemos perdidos en mitad de la nada, donde sólo había caminos de tierra, pero convencidos de que, de seguir avanzando, llegaríamos a un bonito puente de piedra que conectaba Irlanda con una pequeña isla.

Así que dejamos el coche aparcado a un lado del camino y, aprovechando que la lluvia torrencial que llevaba castigando al condado toda la mañana acababa de parar, echamos a andar entre los verdes campos, cámara en ristre y capucha lista por si volvía a llover.

Como a aquellas alturas fiarse del mapita de la del cottage era la decisión menos inteligente a tomar (sin contar con la de avanzar como burros por terreno desconocido), tiramos del Google Maps accesible desde el móvil de mi novia, que nos guio por la zona hasta llegar a una bifurcación. El camino de la derecha aparecía en la aplicación, pero estaba lleno de barro y charcos. El de la izquierda, que no estaba reflejado en Maps, se adentraba en un oscuro bosque y contaba con el siguiente y amenazador cartel:

Decorado con perdigonazos de diferente calibre, que da más ánimos

Y es que nos encontrábamos a punto de entrar en el Campo de Tiro de Burt. Como os estaréis imaginando, nos metimos por la izquierda, con dos cojones. Y no habíamos avanzado ni veinte metros cuando escuchamos dos disparos a nuestra espalda. Yo en ese momento pensé "Si muero, al menos no será con los playeros llenos de barro", os lo juro.

En lugar de dar media vuelta y dejar que al prometedor puentecillo le fuesen dando por saco, decidimos que, ya que habíamos llegado hasta allí, lo suyo era continuar avanzando, y así fue como acabamos metidos en el lugar perfecto para sufrir una emboscada:

Si aquí veis una escena bucólica, TENÉIS UN PUTO PROBLEMA

Al final, tras cinco minutos Freezer de angustia, salimos a una zona despejada, descubrimos con alivio varios coches aparcados (y otros tantos de paso) que ayudaron a relajar la tensión y arribamos al puñetero puente, que no era para tanto. De hecho, y habida cuenta de que la lluvía volvía a hacer su aparición estelar, nos dimos media vuelta, recorriendo una vez más aquel tramo de Puerto Hurraco irlandés, y alcanzamos de nuevo el coche. Fue entonces cuando eché un vistazo a la carrocería para cerciorarme de que el autor (o autores) de los anteriores tiros no había hecho diana en el vehículo (esto es cien por cien real y la murciana me sacó una foto con su móvil mientras lo hacía, pero no me la ha pasado y no puedo compartirla con vosotros), porque vale que lo había cogido a todo riesgo, pero a ver cómo le explicas tú el devolver un colador al de la empresa de alquiler. Una vez nos hubimos asegurado de que tanto personas como coche seguían de una pieza (aunque la murciana, no me preguntéis cómo, acabó de barro hasta las rodillas), nos largamos de allí para no volver. Total, seguro que la próxima vez nos metemos en alguna peor.

Si he de ser sincero, lo que más me preocupaba mientras atravesábamos el lugar no era la posibilidad de aparecer en la sección de sucesos del Irish Independent, no. Lo que me recomía por dentro era el haber dejado el coche tan desprotegido, pues en el maletero descansaba la mesita plegable que había adquirido un par de horas antes en Letterkenny, y temía que me la mangasen. Pero no os preocupéis, que la mesa llegó sana y salva a mi patio y desde entonces ayuda a mis dos sillas a soportar un chaparrón detrás de otro.

No me molesto ni en salir al patio para hacer la foto, que llueve mucho y me calo

No, aún no he tenido ocasión de estrenarla.

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lunes, 14 de agosto de 2017

Torito noble, ten compasión

Me gustan los toros. Me gustan mucho (ahora podeís dejar de seguir leyendo, sacar esto de contexto y cagarla. Allá vosotros). Al igual que me pasa con el personaje de Lagertha en Vikings, veo en ellos fuerza, nobleza, valentía y coraje.

Por eso (y por otras razones) me jode tanto que los toreen. O que su tortura se convierta en motivo de diversión para los cuatro mastuerzos de turno hasta arriba de kalimotxo durante las fiestas populares de Villapaleta del Libro Cerrao. Me jode muchísimo que aún existan esta clase de actividades mal llamadas "tradiciones" y que nuestro país se siga viendo obligado a cargar con este sambenito allende nuestras fronteras, haciendo que quienes vivimos fuera de España tengamos que pedir perdón en nombre del sentido común cada vez que sale el tema y gente de otros países nos contemple con cara de asco y horror al descubrir que, para ciertas cosas, lo de "España profunda" nos viene de perlas.

Y ahora que me he desahogado, voy a contaros una anécdota taurina.

La recuerdo como si hubiese ocurrido ayer, a pesar de que aconteció hace ya veinte años. Fue portada de periódicos y abrió informativos en televisión. Hasta en Esta noche cruzamos el Mississippi dieron la brasa de lo lindo con el asunto, pues ya no podían sacarle más chicha a lo de Alcasser. Los no pocos amantes del morbo de nuestro país (entre ellos un compañero de mi clase, quien no dejó de marearnos al resto de compañeros durante dos semanas) pudieron deleitarse de lo lindo al contemplar las imágenes retransmitidas desde la sevillana Plaza de Toros de la Maestranza: comenzaban con un plano del torero Jesús Franco Cardeño, sujetando el capote con ambas manos frente a toriles, esperando la salida del astado. El detalle que llamaba la atención estaba en su postura, pues se encontraba arrodillado. Juraría que esto de recibir al toro de rodillas se llama porta gayola, pero he de reconocer con orgullo mi ignorancia al respecto, pues la televisión de mi casa sólo sintonizó corridas de toros las dos o tres veces que un cuñado de mi abuela vino de visita (las cuales aprovechaba para salir a la calle a llevar a cabo actividades más enriquecedoras desde un punto de vista cultural, como escalar señales de tráfico o tirar piedras a los charcos), y a pesar de que alguna que otra vez jugamos a toros y toreros en nuestro colegio cuando éramos niños, llegó un punto en el que adquirimos la madurez suficiente como para darnos cuenta de que aquello era una salvajada propia de cavernícolas. Creo que fue cuando cumplimos siete años, más o menos.

En fin, que estaba Franco Cardeño hincado de rodillas sobre la arena de la Maestranza aquella tarde de primeros de abril del noventa y siete, cuando el morlaco hizo su aparición estelar, galopando salvajemente hacia el torero. Éste, por un motivo que sólo conocerá él (pues tendría huevos que no se esperase la salida del toro, a aquellas alturas), intentó incorporarse levemente, para volver a arrodillarse después, en un movimiento que sólo puedo calificar como "cutre imitación de Chiquito de la Calzada". Tal actuación provocó que su capacidad de reacción se viese disminuida considerablemente; condición aprovechada por el toro (que, las cosas como son, iba a lo que iba) para embestirle con fuerza y arrearle una cornada que ríase usted de la de Freezer a Krilin en Bola de Dragón Z:

fuente: toei animation
Hago chas y aparezco a tu lado

Pensaba acompañar la imagen anterior con un pie en plan "Freezer en segunda forma normal" o algo por el estilo, pero bastante me cuesta encontrar a frikis de los dibujos animados de mi infancia, como para encima esperar que sean también frikis de las bases de datos relacionales. En fin, sigo con la historia.

No habiéndose superado la conmoción inicial (imaginad a esas señoras mayores en la grada con gafotas de sol, dándose golpes de abanico en las tetas y resoplando y diciendo "oyoyoyoy" con voz de pito), y mientras Franco Cardeño hacía planking sobre la arena de la Maestranza lustros antes de que quienes por aquel entonces eran sólo unos bebés pusieran de moda en las redes sociales esta curiosa práctica, varios de sus compañeros intentaban evitar a toda costa que el toro volviese por allí a rematar la jugada, pues se le notaba con ganas de guerra al animalillo. Tras unos segundos muy locos, el torero era levantado del suelo por varios de sus compañeros (no me acuerdo de cuántos y no he querido revisionar la escena para documentarme. El que tenga estómago que la busque por internet) y sacado de allí medio en volandas, medio a rastras. Lo que las cámaras captaron en ese momento puede calificarse como dantesco: debido a que el cuerno del toro había viajado de su barbilla a su frente en plan abrefácil, la cara del novillero parecía, por decir algo bonito, una planta piraña del Super Mario bros.

fuente: nintendo
Ouch

Al final, los médicos lograron arreglar semejante desaguisado (lo cual tuvo su mérito, porque vaya cromo, oiga), y el hombre, tras no aprender nada de aquel incidente, pudo seguir dedicándose al noble arte de torturar animales hasta la muerte por diversión troglodita. Afición que conserva a día de hoy, pues creo que hace crónicas de corridas o algo por el estilo, no sé.

Podría dedicar el resto del artículo a reflexionar acerca de qué lleva a gente sin problemas mentales aparentes a plantarse frente a un animal de quinientos kilos con la intención de acabar incrustándole un espadazo en la nuca, pero considero que la respuesta a esta pregunta habría que solicitársela a un educador social. O a un psiquiatra, directamente. Y yo no soy ni lo uno, ni lo otro. Lo que sí que voy a revelaros es qué fue lo que llevó a Jesús Franco Cardeño a terminar con un mapa en relieve de la dorsal mesoatlántica en plena cara: una huelga de hambre. Como lo leéis, un año antes de que el toro le dijese "¿A quién llamas tú caranchoa?" y ante la puerta grande de la misma plaza de toros donde ocurrió aquello, Jesús se tiró ocho días sin jalar como forma de protesta, pues por el motivo que fuese no tenía permitido torear allí dentro. Su acción tuvo el efecto deseado y lo que vino después os lo acabo de relatar respetando en mayor o menor medida la historia original.

Y hablando de historia, seguro que muchas veces habréis oído decir que quien la olvida está condenado a repetirla, ¿verdad? Pues yo me acordé de esa frase (y de la anécdota repelusera que os he contado) precisamente el otro día, cuando me enteré de la siguiente noticia:


fuente: el digital de Albacete
Año 2017: las pancartas no incluyen aún autocorrector

Vaya por delante que yo no le deseo el mal a nadie, pero no estaría de más que los sanitarios del coso albaceteño fuesen haciendo acopio de grapas e hilo de sutura, que hoy en día estamos en pleno revival noventero y miedo me da que al chaval le tengan que acabar dedicando alguna copla.

Posdata: Soy consciente de que esta entrada ha sido más corta de lo habitual, pero así podréis disponer de más tiempo para visualizar el capítulo de Juego de Tronos que estrenaron ayer y que a estas alturas ya os habréis descargado ilegalmente. Delincuentes, que sois unos delincuentes.

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lunes, 7 de agosto de 2017

Prêt-à-porter

Juraría que ya he comentado alguna vez en este blog que mi trabajo me exige disfrazarme de persona decente con camisa y tal de lunes a jueves. Esto provoca que mis camisetas plagadas de referencias culturales únicamente comprensibles por quienes comparten mi inadaptación social con orgullo se hacinen en el armario la mayor parte de la semana, a la espera de que cada viernes, al alba y con tiempo duro de levante, puedan ser liberadas de este confinamiento y disfrutar del casual Friday tanto como yo.

El pasado viernes no hubo una excepción a esta norma. Tras mi paso matinal por la ducha, procedí a seleccionar de entre el montón de camisetas la que mejor se ajustase al evento en el que iba a participar por la tarde. Me explico: el plan consistía en acudir a una fiesta de cumpleaños organizada en un bar de Dublín que cuenta con máquinas arcade y mesas de pinball, y yo debía elegir un atuendo que ni me hiciese quedar como un sosainas (así que descartaba las camisetas lisas) ni me hiciese parecer un flipado postureando (por lo que mi camiseta con dibujitos del Space Invaders se iba a quedar en el armario). Al final, tras varios segundos haciendo descartes ante aquel Tinder camisetero (esto lo digo un poco a boleo porque no tengo ni idea de cómo funciona Tinder), me decanté por una adquirida en Qwertee cuyo diseño consiste en un gracioso crossover entre Friends y los Power Rangers.

Y me fui a currar.

A los pocos minutos de comenzar a calentar mi asiento, un mensaje interno remitido por la recepcionista de mi oficina llegó a mi bandeja de entrada. Resulta que acababa de recibir un paquete por correo (puesto que me resulta más sencillo que Aliexpress mande las mierdas que compro a mi oficina a tener que desplazarme hasta el culo de Dublín para recoger en la sede de correos más cercana el paquete correspondiente porque los carteros siempre hacen el reparto cuando no estoy en casa), y el email me avisaba de ello y me invitaba indirectamente a que me dignase a aparecer por recepción para quitarlo de en medio. Como estaréis imaginando, eso es lo que hice, y a mi llegada la amable recepcionista tuvo a bien saludarme y hacerme entrega de aquel bulto con mi nombre (luces para la bici, cotillas).

Hasta aquí todo normal. Le di las gracias y me giré con la intención de volver a mi sitio. Sin embargo, mientras me alejaba oí que me decía:

—Por cierto, me gusta tu camiseta.

Mi respuesta a su valoración fue un escueto "Oh, gracias". La interjección fue debida a que no me esperaba su cumplido, pues no es habitual que a un maromo de casi dos metros que tiene por defecto (lo de "defecto" no va con segundas. O sí) la misma cara que (spoiler alert) Simba cuando Scar le confiesa que fue él quien le dio matarile a Mufasa la gente le diga cosas bonitas así porque sí. Por otra parte, lo de "gracias" se debió a que soy una persona agradecida y respetuosa. Sé que muchos de vosotros habríais aprovechado esta situación para meter ficha porque sois muy miserables. Que esto es un entorno de trabajo, no Tinder (insisto, no sé cómo funciona Tinder).

Pasó la mañana y pasó la hora de comer. Tras acabarme el tupper de pasta con bacon (no tuve muchas ganas de cocinar el día anterior, las cosas como son) vi que me sobraba tiempo antes de que mi empresa volviese a requerir de mi productividad a cambio de un salario, por lo que tuve la feliz ocurrencia de acercarme a uno de los cientos de miles de millones de puestos de donuts que han abierto cerca de mi oficina. Esto lo hice por pura pelusa, pues el otro día un compañero volvió del mismo con un donut relleno de, ojo al dato, FERRERO ROCHER y yo decidí que no podía morirme sin probarlos (y como para mí jugar a una mesa de pinball es como acudir invitado a una boda dothraki, había una remota posibilidad de que pudiese liar el petate horas más tarde en el cumpleaños del que he hablado al principio de esta entrada, así que más me valía cumplir mi deseo cuanto antes). Y con razón:

Lo que se ve encima del donut es Nutella, lo que no se ve dentro del donut es un Ferrero Rocher y lo que hay ahora mismo dentro de mis arterias es pasta de dientes

Tras llegar al puesto y aguardar a que me tocase pedir a mí mientras echaba un ojo al resto del género intentando decidir qué donut me iba a comprar el siguiente viernes, la amable dependienta tomó mi orden y, tras alcanzarme la bomba de azúcar dentro de su bolsa de papel, dijo lo siguiente:

—Oye, bonita camiseta.

¿Alguna vez habéis tenido pecera o acuario? No me interesa vuestra respuesta, pero saco el tema porque es importante que, cuando lleguéis a casa con un nuevo pez, seáis cuidadosos a la hora de meterlo en la pecera. Primero hay que dejar que la bolsa con el animal flote sobre su nuevo hogar durante varios minutos. Después, hay que abrirla y añadir un pelín de agua del acuario dentro de la misma. Y luego otro poco. Y otro poco más. Lo importante es que la transición se lleve a cabo de forma lenta, con moderación. Si echáis al pobre bicho a la pecera sin consideración, forzándolo a enfrentarse de golpe a tanta agua a distinta temperatura, PODEÍS MATARLO, hijos de puta.

Bueno, pues a mí me pasa igual con los cumplidos. No estoy acostumbrado a ellos y más de dos en un día le sientan a mi organismo como una gastroenteritis. Por esta razón, la única respuesta que recibió la dependienta por mi parte fue un agónico "gracias" totalmente carente de expresividad acompañado de una leve sonrisa fuertemente contenida, pues cuando yo sonrío con naturalidad tiendo a parecerme a Charles Manson.

fuente: youtube
"Gracias, muy amable. Y ahora voy a asesinarte"

Y lo peor no fue esto. Lo peor fue que, inmediatamente después de escuchar el atento comentario de la de los donuts, comencé a notar calor entre el cuello y la frente, síntoma inequívoco de que me estaba poniendo rojo como un turista británico tirado al sol en Fuengirola. Ya os he dicho que yo lo de los cumplidos no lo llevo bien y aquel viernes me estaba chutando una sobredosis de los mismos. Total, que agaché la cabeza, respiré profundo unas cuantas veces tratando de poner un poco de orden en mi sistema nervioso parasimpático (que en aquellos instantes se encontraba patas arriba) y de bajar el nivel de mi sentido del ridículo (que en aquellos instantes se encontraba en DEFCON 1), agarré la bolsa de papel con mi donut relleno de Ferrero Rocher y pasé de la cola de pedir a la cola de pagar.

Aquí me tocó esperar a que una irlandesa de mediana edad apoquinase por una caja de veinticuatro donuts que podría matar a Candy Candy dos veces. Se da la circunstancia de que los habitantes de este país son muy de conversar amistosamente con desconocidos con una facilidad asombrosa, y en ese momento se estaba dando ante mí otro ejemplo más de tan sociable conducta: cajera y devoradonuts rajaban de lo lindo en un ambiente de lo más acogedor desde el punto de vista conversacional. Bueno, pues ese clima aún se mantenía en el lugar cuando la clienta se retiró portando en sus brazos la abultada caja de colesteroles.

No se había borrado aún de la cara de la cajera la sonrisa que le había dedicado a la anterior clienta cuando una nueva comenzó a dibujarse en su lugar, esta vez destinada a quien escribe estas líneas. Dicha sonrisa se hizo aún más grande y notoria cuando la cajera, al tiempo que extendía su brazo para hacerse con el dinero que yo le estaba ofreciendo, reparó en el diseño de mi prenda de vestir.

De repente, su mano pasó de permanecer con la palma abierta hacia arriba a la espera de mi viruta a cerrarse en un puño del que sobresalía un dedo índice que apuntaba a mi pecho, y entonces sus labios sonrientes soltaron:

—Me encanta tu camiseta.

En serio, yo no me merezco esto.

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