Hace un par de semanas, aprovechando que nuestra amiga de Murciaquéhermosaeres volvió a Irlanda para hacer cuarenta mil millones de cosas en demasiados pocos días improvisando mucho y poniéndome un pelín de los nervios a mí, que planifico mi vida al segundo con meses de antelación, organizamos un viaje por carreteras irlandesas. No fue la primera vez y confío en que tampoco sea la última.
Esta clase de viajes comienza en el aeropuerto de Dublín, pues es donde sale más barato alquilar un coche y donde te permiten pagar con tarjeta de débito al recogerlo (si alguien acaba de llegar y se pregunta por qué no tengo coche, puede pasarse por aquí, que yo le respondo). Una vez nos encontramos dentro del vehículo, el cual posee el olor característico de los coches de alquiler que no sé cómo describir (me acabo de despertar de una siesta de dos horas. Tened paciencia conmigo) y que no he logrado sentir en ningún otro lugar o circunstancia, toca pasar un rápido examen de conducir al tratar de abandonar la zona, el cual incluye las siguientes pruebas:
- Entrar al coche por el lado correcto, que el volante está cambiado de sitio (esto lo suspendía siempre al principio).
- Aprender a localizar todos los controles y mandos en un vehículo que nunca antes has conducido (fabricantes de coches, desde aquí os pido un poco de estandarización, joder).
- Arrancar y abandonar el laberinto en que consiste el aparcamiento de coches de alquiler.
- Cruzar varias minirrotondas para salir a la carretera tratando de evitar atropellar a las decenas de conejos que pueblan el lugar (no hace falta que me denunciéis al PACMA, que mi contador está a cero en ese aspecto).
- Incorporarse (siempre por la izquierda) a la megarrotonda Airport Roundabout - Timpeallán an Aerfoirt (aquí lo tienen todo bilinguado. Ésa es otra), permanentemente convertida en escena de Mad Max gracias a los taxistas de la ciudad, que huelen tu desesperación y saben usarla en tu contra.
- Deducir, en poco más de diez segundos, si debes ir en dirección Belfast, Dublín-centro o Dublín-ronda evitando dar media vuelta como un imbécil para acabar otra vez en el aeropuerto (vamos a pasar por alto que esto me ha ocurrido más de una vez, ¿vale?).
Y ya está. He de añadir con cierto orgullo que suelo pasar por todo lo anterior con éxito TENIENDO EL ESTÓMAGO VACÍO, lo cual es un gran logro para mí. ¿Que por qué soy tan tonto de hacer esto en ayunas? Pues porque soy un caprichoso que gusta de aprovechar estos viajes para descubrir nuevos lugares en las afueras de la capital a los que normalmente no tengo acceso en los que poder disfrutar de un desayuno irlandés de los que dan miedo a quienes sólo se meten un café y dos galletas por la mañana. Volviendo al tema de que soy un planificador enfermizo, también tiendo a buscar dicho sitio una o dos semanas antes en la Internet, y me guardo en la manga alternativas por si a nuestra llegada la cafetería aún no ha abierto o directamente no existe.
Tras el cebatil, nos ponemos de nuevo en marcha, añadiendo kilómetros y parando en emplazamientos de los que nunca hemos oído hablar, pero que aparecen con una estrellita en el mapa de carreteras cortesía de la empresa de coches de alquiler (la murciana llama pinturescos a estos sitios y me parece la hostia de entrañable). A veces toca desviarse por una carretera sin asfaltar, y en otras ocasiones directamente tenemos que dejar el coche aparcado y caminar por lugares mal señalizados con la esperanza de que el mapa no nos esté troleando. También es habitual que, entre el desayuno y la cena, mi novia aproveche para echar alguna que otra cabezada en el asiento del copiloto, pidiendo perdón por ello al despertar de sus siestas (lo cual me parece aún más entrañable que lo de pinturesco). Y es que rutas de mínimo quinientos o seiscientos kilómetros dan para mucho.
Tengo que dejar claro que aún no hemos conseguido hacer un viaje de carretera sin liarla. Bien sea porque se nos hace de noche mientras nos dirigimos al bed and breakfast y perdemos todo sentido de la orientación, bien sea porque descubrimos que estamos circulando en dirección contraria a nuestro destino y yo aprovecho que estamos solos en la carretera para hacer un cambio de sentido en el momento en el que decenas de coches aparecen de la nada y me acribillan a claxonazos, cada vez que volvemos a reunirnos y rememoramos viajes anteriores, es habitual que nos refiramos a cada uno de ellos por detalles del estilo. Y nuestro último viaje será recordado como "el del campo de tiro".
Para empezar, no teníamos ni siquiera mapa de los de lugares con estrellitas. Yo, que soy así de listo, pasé por alto pedir uno al recoger el coche, y no era plan de descolgar de la pared del salón el que tenemos puesto de adorno y que usamos para marcar las rutas que ya hemos hecho. Pero no preocuparse, tú, que la dueña del cottage en el que pasamos la noche (calificado por la murciana como lleno de telarañas y poseedor de un olor desagradable. Tendríais que haberle visto la cara cuando la doña nos pidió que le hiciésemos una review en Tripadvisor), nos regaló un pequeño plano de la zona en el que aparecían señalizados lugares pinturescos y restaurantes. No obstante, el hecho de que el diseño de las carreteras del mismo no tuviese nada que ver con la realidad hizo que, tras sufrir el asalto de una serie de desvíos y cruces ninja, terminásemos perdidos en mitad de la nada, donde sólo había caminos de tierra, pero convencidos de que, de seguir avanzando, llegaríamos a un bonito puente de piedra que conectaba Irlanda con una pequeña isla.
Así que dejamos el coche aparcado a un lado del camino y, aprovechando que la lluvia torrencial que llevaba castigando al condado toda la mañana acababa de parar, echamos a andar entre los verdes campos, cámara en ristre y capucha lista por si volvía a llover.
Como a aquellas alturas fiarse del mapita de la del cottage era la decisión menos inteligente a tomar (sin contar con la de avanzar como burros por terreno desconocido), tiramos del Google Maps accesible desde el móvil de mi novia, que nos guio por la zona hasta llegar a una bifurcación. El camino de la derecha aparecía en la aplicación, pero estaba lleno de barro y charcos. El de la izquierda, que no estaba reflejado en Maps, se adentraba en un oscuro bosque y contaba con el siguiente y amenazador cartel:
Decorado con perdigonazos de diferente calibre, que da más ánimos |
Y es que nos encontrábamos a punto de entrar en el Campo de Tiro de Burt. Como os estaréis imaginando, nos metimos por la izquierda, con dos cojones. Y no habíamos avanzado ni veinte metros cuando escuchamos dos disparos a nuestra espalda. Yo en ese momento pensé "Si muero, al menos no será con los playeros llenos de barro", os lo juro.
En lugar de dar media vuelta y dejar que al prometedor puentecillo le fuesen dando por saco, decidimos que, ya que habíamos llegado hasta allí, lo suyo era continuar avanzando, y así fue como acabamos metidos en el lugar perfecto para sufrir una emboscada:
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Si aquí veis una escena bucólica, TENÉIS UN PUTO PROBLEMA |
Al final, tras cinco minutos Freezer de angustia, salimos a una zona despejada, descubrimos con alivio varios coches aparcados (y otros tantos de paso) que ayudaron a relajar la tensión y arribamos al puñetero puente, que no era para tanto. De hecho, y habida cuenta de que la lluvía volvía a hacer su aparición estelar, nos dimos media vuelta, recorriendo una vez más aquel tramo de Puerto Hurraco irlandés, y alcanzamos de nuevo el coche. Fue entonces cuando eché un vistazo a la carrocería para cerciorarme de que el autor (o autores) de los anteriores tiros no había hecho diana en el vehículo (esto es cien por cien real y la murciana me sacó una foto con su móvil mientras lo hacía, pero no me la ha pasado y no puedo compartirla con vosotros), porque vale que lo había cogido a todo riesgo, pero a ver cómo le explicas tú el devolver un colador al de la empresa de alquiler. Una vez nos hubimos asegurado de que tanto personas como coche seguían de una pieza (aunque la murciana, no me preguntéis cómo, acabó de barro hasta las rodillas), nos largamos de allí para no volver. Total, seguro que la próxima vez nos metemos en alguna peor.
Si he de ser sincero, lo que más me preocupaba mientras atravesábamos el lugar no era la posibilidad de aparecer en la sección de sucesos del Irish Independent, no. Lo que me recomía por dentro era el haber dejado el coche tan desprotegido, pues en el maletero descansaba la mesita plegable que había adquirido un par de horas antes en Letterkenny, y temía que me la mangasen. Pero no os preocupéis, que la mesa llegó sana y salva a mi patio y desde entonces ayuda a mis dos sillas a soportar un chaparrón detrás de otro.
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No me molesto ni en salir al patio para hacer la foto, que llueve mucho y me calo |
No, aún no he tenido ocasión de estrenarla.

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