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De la calidad de la cámara de mi móvil ya me quejé en su día |
Y es que casi todos los días, cuando no todos, uno o dos buseros deben darse cita ante la justicia. A veces están allí a consecuencia de una neglicencia, pero seamos honestos: la mayoría de accidentes ocurridos en un autobús se producen por culpa de pasajeros gilipollas. Y de uno de estos accidentes (bueno, más bien incidente, que todo quedó en un susto) vengo a hablaros hoy. No sólo porque fui testigo del mismo, sino porque podría haber hecho algo para evitarlo, pero no lo hice. Llamadme miserable si queréis, que me lo tomaré como un halago.
El hecho tuvo lugar hará unos quince años. Por aquel entonces, la línea de autobús número 5 partía de la Plaza Zorrilla y terminaba su recorrido en la apartadísima urbanización Entrepinos, la cual era (y es) conocida como Entrepijos por todos los vallisoletanos debido a razones que considero innecesario aclarar. El bus tenía una frecuencia de treinta minutos, y aunque este detalle no tiene nada que ver con la historia, lo escribo aquí porque me recuerda que mi abuela, Dios la tenga en Su Gloria, siempre aprovechaba cualquier evento al que acudía en el que estuviese presente el anterior alcalde (tan querido por los ciudadanos) para exigirle, tras darle dos toquecitos en el hombro, que "pusiera el cinco cada veinte minutos". Lamento deciros que mi pobre abuela no logró su objetivo, pero sé que, de haber existido Twitter por aquel entonces, mi abuela LO HABRÍA PETADO con sus peticiones.
Pues bien, me dirigía yo a mi casa situada en el sur de Valladolid en uno de dichos autobuses, un sábado a eso de las dos de la tarde, y a pesar de que el trasto iba casi vacío, yo realizaba mi trayecto de pie (porque siempre he sido un mozo bien educado que respeta a los putos viejos), cerca de la puerta de salida del vehículo. A mi lado, también de pie, iban dos crías de unos diez u once años, junto con el hermano pequeño de una de ellas (de unos tres años). Atendiendo a que la ropa que llevaban costaba más que lo que ganaba mi padre en aquella época en un mes y a su, osea, tía, tono de voz, era más que evidente que se dirigían a Entrepijos.
Las dos muchachas estaban demasiado ocupadas manteniendo entre sí la clásica conversación prepúber ("Osea, entonces luego vamos a la cabina y llamamos a estos chicos, ¿sabes?" "Sí, tía, pero tenemos que hacerlo con número oculto, osea.") como para darse cuenta de que el mocoso, totalmente libre de vigilancia responsable, corría el riesgo de darse una hostia. Dicho riesgo se incrementó cuando, estando ya cerca mi parada, el conductor entró en una rotonda con la fuerza de un ciclón, como la pena-penita-pena corriendo por las venas de Lola Flores (de cosas corriendo por las venas de la familia Flores podría hacer un chiste ahora mismo, pero no voy a caer tan bajo). Mientras el busero hacía la curva de la rotonda a una velocidad endiablada y debido a un simple principio físico, el mocoso, que se estaba dedicando a lamer los cristales de la puerta, fue lanzado contra ésta, y de no ser por el eficiente cierre de la misma, se habría ido a buscar a Antonio Flores en aquel momento.
Viendo que se mascaba la tragedia, reparé en que las dos chicas seguían, osea, tía, a lo suyo, por lo que consideré oportuno el llamarles la atención respecto a lo que estaba sucediendo:
—Pero, osea, lo que tienes que hacer es cambiar la voz cuando les llames para que parezca que eres como más mayor, ¿sabes? Y entonces vas y...
—Perdonad que me meta donde no me llaman, pero es que el niño va suelto por el autobús y al final aquí va a haber un accidente.
—¿Quién eres tú, chico pobre? ¿Qué quieres de nosotras? ¡SOCORRO! ¡POLICÍA! ¡UN VIOLADOR!
Así que sacudí la cabeza, reconsideré esa opción y concluí que sería mejor seguir siendo un mero espectador de los acontecimientos y dejar que las chavalas aprendiesen la lección a costa de la integridad del niño, que ahora se dedicaba a golpear con ambas manos los babeados cristales.
Y pasó lo que tenía que pasar. Antes de continuar relatando esta historia, tengo que aclarar que las puertas del autobús no eran como las actuales, tó modernas ellas y abriéndose hacia afuera, quedando paralelas al vehículo. Las puertas antiguas se abrían hacia dentro y quedaban perpendiculares, impactando contra un tope clavado en el suelo al final del recorrido (si no habéis entendido esto, la culpa es vuestra por no prestar atención durante las clases de matemáticas de quinto de Primaria).
Es más, a los jóvenes que estéis leyendo esta batallita de abuelo sobre cuán peligrosa era nuestra vida hace décadas, os diré que esos mismos autobuses solían tener en las lunas unas pegatinas en las que aparecía una jeringuilla tachada junto con la expresión "ENGANCHATE A LA VIDA". Sin tilde ni hostias. Muy loco todo.
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fuente: fad.es
Ahora ya os puede estallar la puta cabeza |
Volviendo al incidente, os podéis imaginar lo que pasó. El niño tenía el pie pegado al tope del suelo cuando el bus llegó a mi parada, y al abrirse las puertas hacia el interior del vehículo, una de ellas le sacudió en la pezuña. El mocoso, asustado por el impacto (que no fue para tanto, insisto), empezó a llorar como si le hubiesen arrancado la pierna, trayéndose con sus gritos a su hermana de vuelta de los Mundos de Yupi en los que llevaba metida por lo menos cuatro paradas.
El conductor, tras echar un ojo a la escena a través del retrovisor, salió de su cubículo con agilidad (se nota que el hombre tenía experiencia en esto), portando en su mano una libreta que utilizaba para tomar nota de todos los partes de accidente que tenían lugar. Dicha libreta, por cierto, se encontraba bastante manoseada y desgastada por el uso (lo cual confirma lo que acabo de decir de la experiencia). Mientras niño y hermana competían por ver quién lloraba más fuerte y la amiga se llevaba las manos a la cabeza y caminaba nerviosa por el interior del bus, el chófer se acercó al trío y preguntó a la desconsolada hermana por el nombre del niño para tomar nota. La hermana, entre sollozos, miró al busero y dijo con un hilo de voz:
—Borja Ricardo.
Y a mí, que me encontraba en pleno estado de superioridad moral en aquel momento ("Si es que se veía venir", "Esto iba a acabar pasando", "Mira que lo sabía" y tal), se me puso cara de incrédulo gilipollas al oír semejante nombre. El conductor, con una expresión bastante similar a la mía, tardó unos segundos en recuperar la compostura y empezar a escribir el nombre en la libreta. Los mismos que tardé yo en percatarme de que ya estábamos en mi parada. Entonces, abriéndome paso entre los personajes de aquella tragedia, bajé del vehículo, aún dándole vueltas a las dos palabras que había dicho la cría.
Mientras me alejaba del autobús pensé: "con ese nombre, pillarte el pie con la puerta del bus es lo menos malo que puede pasarte en la vida, Borja Ricardo".

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