lunes, 28 de noviembre de 2016

El pupitre metálico

¿Alguna vez habéis vivido una guerra civil? Me imagino que no. Afortunadamente, un alto porcentaje de la población de nuestro país no ha tenido que sufrir la tragedia que supone levantarse en armas contra un enemigo. Sólo los viejos de más de ochenta años pueden dar testimonio de algo así. Bueno, ellos, y mis compañeros y compañeras de cuarto de la ESO.

Nuestra clase se encontraba dividida en dos bandos. Por un lado, estaban ellas, atentas y responsables. Acudían cada mañana al instituto con la idea de adquirir conocimientos y sacar adelante un curso académico con esfuerzo y atención. Sin embargo, los del bando contrario no teníamos tal idea en mente. Casi todos mis compañeros habían tirado la toalla estudiantilmente hablando a principios de curso, y yo simplemente me aburría muchísimo en clase, pues cosideraba que todo el conocimiento que un ser humano necesita estaba contenido en las revistas Quo, CNR y Muy interesante que mi padre me compraba cada mes.

Por cierto, la elección del género en el párrafo anterior no es casual. Ellas eran quienes conformaban el grupo formal y nosotros (salvo dos muchachos neutrales que se sentaban en primera fila y se hacían los suizos cada vez que había movida) éramos los folloneros. Cosas de la edad, supongo.

En definitiva, encerrar al grupo de mastuerzos en el que yo me incluía durante seis horas dentro de un aula nos obligaba a buscar formas de entretenimiento. Bien fuese volcando mesas para construir una jaula dentro de la cual echar partidas de futbito durante el recreo, bien fuese haciéndonos reír los unos a los otros cuando había que guardar silencio, bien fuese lanzándonos rotuladores cuando la profesora de biología (que lo había prohibido expresamente) se daba la vuelta, bien fuese creando arte con restos de manzana, no había día en el que no sacásemos de sus casillas a la sección femenina de la clase. Así que unos y otras estábamos en guerra. Una guerra que comenzó en septiembre de dos mil uno y finalizó en junio de dos mil dos.

Si la actitud imbécil anteriormente descrita era nuestra más poderosa arma, con la que atacábamos a diario al adversario, el contraataque de nuestras compañeras solía darse en la hora de tutoría, pues era entonces cuando aprovechaban para dar al tutor un detallado parte de guerra y largar todas las anormaladas que hacíamos durante la semana y que impedían que las clases se pudiesen impartir de forma adecuada. Estas reclamaciones chocaban de frente con nuestra inevitable estupidez adolescente masculina (que dicha estupidez no respetase sexos y también les afectase a ellas en mayor o menor medida ni lo afirmo ni lo desmiento, pues en mi adolescencia yo a las chicas sólo las veía de lejos y no cuento con datos para sacar una conclusión fiable), haciendo que cada tutoría se convirtiese en una especie de Furor en el que sólo se divertía el equipo de los chicos (que, paradójicamente, era el que siempre perdía). Por otra parte, a pesar de los rapapolvos y de los castigos, nuestro tutor era bastante más soportable que Alonso Caparrós. Bueno, en realidad cualquier ser humano, animal, planta, mineral o virus patógeno es más soportable que Alonso Caparrós.

Visto con perspectiva, está claro que elegí el bando erróneo. Pero mira, que me quiten lo guerreao.

Pues bien, a pesar de lo encarnizado del conflicto, durante el mismo tuvo lugar un breve pero noble cese de las hostilidades. Una de esas escasas ocasiones en las que el ser humano recupera la fe en sí mismo. Y todo gracias a un enemigo común: la profesora de inglés y sus absurdas ideas.

Hablemos primero de la asignatura de inglés durante los cuatro años de Educación Secundaria Obligatoria a finales de los noventa y principios de los dos mil en España. "Completa los huecos con do, does, don't y doesn't". Eso es todo. Eso es todo lo que un estudiante de la lengua de Shakespeare aprendía durante esos putos cuatro años. Vale, cierto que es que todos los profesores de esta asignatura solían entrar por la puerta el primer día de clase haciendo el esfuerzo de hablar en inglés y asegurando que allí no se iba a oir una palabra en español entre septiembre y junio, pero cejaban en su empeño a los veinte segundos, que era lo que tardaban en soltar el primer "Do you understand?" y recibir como respuesta la mirada perdida de un grupo de borregos adolescentes.

Y yo, que había comprobado que el temario de inglés de primero y segundo de la ESO era EXACTAMENTE EL MISMO, decidí que no quería protagonizar otro Groundhog Year, por lo que me centré en el francés (María Luisa, si estás leyendo esto, quiero que sepas que tu as été la meilleure professeure du monde y mi francés está oxidadísimo porque he tenido que buscar cómo se escribía la frase anterior y a pesar de ello no tengo muy claro que la haya escrito bien) durante tercero y rellené el hueco del segundo idioma con la asignatura de informática, en la que un profesor entregadísimo que se parecía al presentador de Bricomanía nos enseñó a contar en binario, a programar en HTML y a destripar torres, entre otras cosas.

fuente: Bainet TV
Mis cojones 100001

Y fue entonces cuando empecé cuarto de ESO. Y la profesora, repasando mi expediente, reparó en que yo no había cursado inglés el año previo, por lo que me preguntó si sería capaz de mantener el nivel de la clase. Le dije que of course y, conforme avanzaba el curso, le demostré que mi nivel no es que estuviese a la altura, sino que era superior. Y todo gracias a que el año anterior, mientras la gente de mi edad echaba a perder su gusto musical escuchando a Estopa, yo descubrí a los Beatles. Y no sólo me dediqué a recorrer su discografía, no. Me esforcé por saber qué coño decían en sus canciones (sólo en la versión al derecho, que no soy un psicópata) y llegué al punto pedante de marcarme un Stannis Baratheon cada vez que les escuchaba cantar and she don't care en el estribillo de Ticket to ride.

fuente: HBO
And she doesn't care, HOSTIAS

Hasta aquí, todo bien. El problema que tenía esa teacher es que, sin necesidad de haber tonteado con las drogas, se creía las mierdas que vende gente como Deepak Chopra o Paulo Coelho (que en castellano es Pablo Conejo y pierde mucho), y tenía por costumbre poner música "relajante" durante los exámenes, con la supuesta idea de activar partes adormecidas del cerebro de los alumnos que ayudasen durante la resolución de aquéllos.

Y claro, esta noticia marcó profundamente a quienes, a pesar de llevar sólo unos días de curso, ya estábamos en plena guerra con los bandos claramente diferenciados. Bueno, al equipo de los chicos no nos afectó demasiado. En realidad nos la peló a todos. Pero para el equipo de las chicas aquello resultó devastador. Necesitaban concentrarse durante el tiempo que duraba cada examen, pues para ellas el curso era realmente importante (y con razón, que estamos hablando de labrarse un porvenir, joder). Y lo mejor para concentrarse es, ha sido y será EL PUTO SILENCIO (algo que también viene muy bien para dormir, por cierto), no un casete reproduciendo música de ocarinas y flautas, acompañada de ruido de agua y de pajaritos (porque TODA la música supuestamente relajante tiene putos pájaros sonando de fondo). Vamos, que la profesora pretendía convertir la clase en un Natura, pero sin pestazo a incienso ni atrapasueños colgados por las paredes.

Y llegó el día del primer examen de inglés. Mientras esperábamos a que la profesora apareciese por la puerta con el taco de ejercicios y el radiocasete, una de mis compañeras –particularmente estudiosa–, con unas ojeras que se podían ver desde Palencia, presa de la desesperación causada por el estrés (a ver si no por qué iba a dirigirle la palabra a su más acérrimo enemigo), me confesó que no había dormido bien la noche anterior, pues aunque se había dejado los cuernos empolling, daba por supuesto que la musiquita de los cojones le iba a hacer la puñeta. Y yo, que había pasado la víspera entre Rubber Soul y Revolver y estaba más relajado que Whitney Houston la víspera de los Grammy 2012, le dije que no se preocupase, que seguro que el examen le saldría bien a pesar de todo.

De vuelta en mi pupitre, y esperando a que el reparto de ejercicios comenzase, eché un rápido vistazo al resto de compañeras y descubrí un panorama desolador: sus caras reflejaban el miedo a un fracaso inmerecido, todo por culpa de la gilipollez que se le había ocurrido a la teacher (y a la falta de huevos que tenían para decirle a la maestra "oye, por favor, no pongas música, que nos distrae"). En ese momento, un sentimiento totalmente desconocido para mí hasta entonces llamado "compasión" empezó a darme golpecitos con el dedo en el hombro y decidí que no era justo que nuestro enemigo perdiese una batalla que no estaba luchando contra nosotros. Además, sabía que los de mi bando se unirían a mí en la campaña que estaba a punto de iniciar, no tanto por fidelidad sino porque siempre agradecíamos que se diesen situaciones como la que estaba a punto de ocurrir en aquel aula.

Cuando la profesora terminó de repartir los folios y todos habíamos puesto el nombre en los mismos (niños, recordad que eso es lo primero que hay que hacer), aquélla pulsó el botón de PLAY y empezó a sonar la música. Pocos segundos después se oyeron los primeros trinos de pájaro acompañando a la ocarina, y yo lancé mi ataque sorpresa.

Dije "pío, pío".

Y se desató el caos. Diez maromos de quince años, cargados hasta arriba de hijoputismo y sorna, imitando toda clase de pájaros y aves, gruñendo, balando, barritando, relinchando, haciendo coros con voz de eunuco borracho y dando por saco a más no poder. Años después, el artista barcelonés Augusto Ferrer-Dalmau (a quien considero el mejor pintor español de todos los tiempos) plasmaría esta escena en uno de sus más espectaculares cuadros (y quien diga que en realidad son lanceros carlistas en Viana y que el cuadro no tiene nada que ver con lo que estoy contando y que soy un caradura, miente):

fuente: A. Ferrer-Dalmau
Ferrer-Dalmau, Augusto. La carga de los zánganos [óleo sobre lienzo]

Nuestra ofensiva provocó que la profesora, visiblemente cabreada (y ligeramente dolida) al descubrir lo que el equipo de los chicos pensaba de su maravilloso método psicológico-musical, desenchufase con violencia el radiocasete de la pared (ni siquiera dio primero al botón de STOP, así que imaginad su mala hostia) mientras gritaba "Pues vale. No hay música". Y no hubo más música ni en aquel examen, ni en los que estaban por venir. Os lo juro.

Segundos después, mientras se disipaba la humareda en el frente, descubrí que mi estresada compañera me estaba mirando. En aquel momento éramos dos soldados de distinto bando que se acababan de encontrar en una tierra de nadie silenciosa que te cagas. Su gesto preocupado había desaparecido por completo, hasta el punto de que no podía disimular una ligera sonrisa. Mantuve su mirada y ella susurró un suave "gracias" al que respondí con una leve inclinación de cabeza. Tras este respetuoso intercambio, cada uno se volvió a su correspondiente trinchera, donde nos esperaban huecos que rellenar con do, does, don't y doesn't.

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