lunes, 14 de noviembre de 2016

Navajeros (y II)

¿Qué tal va vuestra memoria? La mía fatal. Pero eso no me impide recordar que hace un par de semanas, cuando hablé de mi barbafobia (que significa tener miedo a cortarse el pelo, no miedo a la gente con barba. La gente con barba sólo me da asco) dejé un asunto pendiente.

Os conté el qué, pero no el porqué. Y de eso va a ir esta entrada.

Ésta es la última foto tétrica de una peluquería que subo. Palabra

Reflexionemos. ¿Qué motivo puede ser el causante de que prefiera una patada (flojita) en los huevos a meterme en una peluquería? Pues he barajado cuatro hipótesis. En primer lugar, está el hecho de dejar que un desconocido se dedique a manejar tijeras, navajas y toda clase de utensilios afilados alrededor de mi cabeza, pues no me fío de nadie que no sea yo. Y a veces ni eso. Imaginad por un momento que al peluquero de turno se le cruzan los cables y decide comprobar si sus tijeras pinchan lo suficiente clavándomelas en la base del cráneo. O igual le da un ataque de creatividad y considera que el generoso tamaño de mis orejas no va con mi reciente corte de pelo, dándole por reducirlas à la Van Gogh. También puede que le entren ganas de estornudar pero quiera apurar todo lo posible mientras me recorta las patillas a navaja antes de taparse la boca y echarse a un lado y no controle bien la sucesión de acontecimientos, haciendo que mi yugular abierta riegue la barbería. O simplemente, que piense que le estoy mirando mal a través del espejo, se le junte esa idea con el hecho de que pueda tener un mal día y me haga un perro andaluz (qué grima me da esa escena, en serio. Maldito seas, Buñuel). Son muchas posibilidades y ninguna me da buen rollo.

La segunda teoría está relacionada con la estética. Concretamente, con MI estética, la cual estoy dejando en manos de otra persona en esta situación. Y esa persona puede hacer un buen trabajo o arruinar por completo mi imagen. Y vale que la mayor parte de la jornada tengo la cara pegada a un monitor de ordenador que no va a decirme si soy guapo o feo, pero no descarto que pueda llegar un día, teniendo en cuenta lo rápido que avanza la tecnología cuando de inventar gilipolleces se trata, en el que mi pantalla pueda decirme "Vaya desastre te has hecho en el pelo, colega". ¿Se os ocurre algo más humillante que un ordenador haciéndote un "contigo no, bicho"? A mí, no.

Una tercera opción tiene que ver con el hecho de que, mientras me están cortando el pelo, me veo obligado a ver mi puta cara en el espejo y no puedo mirar hacia otro sitio. Y yo, que pertenezco a una generación que siempre ha huído de aparecer en las fotos y que no comprende (ni comprenderá) dónde tienen la gracia los selfies, acabo sintiéndome incómodo tras varios minutos viéndome a mí mismo sin una razón que lo justifique.

Ahora bien, si le doy un par de vueltas más, lo que acabo de escribir realmente no justifica mi adversión peluqueril. En cuanto al primer argumento, he de decir que ojalá fuese una peluquería el único sitio en el que pongo en peligro mi integridad física: un autobús de dos pisos arrimándose mucho al adelantarme mientras voy camino del curro en mi flamante bici, un resbalón tonto al salir de la bañera, esforzarme más de lo que mi organismo pueda soportar mientras intento impresionar a alguna compañera del gimnasio... Joder, cualquiera de mis compañeros podría estrangularme con el cable del ratón mientras bajo la guardia en la oficina, y eso no impide que vuelva allí cada mañana. Así que no, descartamos esa opción.

¿Qué hay de lo de la amenaza a mi estética? "Pero vamos a ver, piltrafilla, ¿de qué estética estás hablando?" pensaréis los que me conocéis en persona o al menos en foto. Vale, no soy ningún supermodelo, y veo difícil que la actividad del peluquero me vaya a afear aún más. Por otra parte, un corte de pelo, sea bueno o sea malo, no dura más de dos semanas. Así que seamos realistas, que esta posibilidad tampoco vale.

Y aprovecho lo que acabo de contar para enlazarlo con mi tercera hipótesis. De acuerdo, a alguien con semejante idea de sí mismo desde un punto de vista estético puede resultarle incómodo plantarse delante del espejo durante varios minutos, pero también lo hago mientras me afeito, me lavo los dientes o intento invocar a la hija del Diablo cada martes a la luz de dos velas en el lavabo (y no, no es ningún eufemismo relativo a hacer de vientre. Algo que, por otra parte, no hago sólo los martes), y ninguna de esas actividades me incomoda. Por lo tanto, tercera opción descartada también.

Entonces, ¿a qué viene mi miedo al señor de las tijeras y la navaja? Para encontrar la respuesta a esta pregunta vamos a tener que sumergirnos a bastante profundidad en mi subconsciente, pues ahí está la clave que me fue revelada durante una de las muchas introspecciones que suelo llevar a cabo mientras (ahora sí) hago de vientre. Así que emulemos a Jacques Cousteau (o a James Cameron, que no se sabe muy bien qué coño hace con tanto batiscafo y tanta polla, pero le tiene que estar quedando una secuela de Avatar DE LA HOSTIA) y adentrémonos en el cajón de sastre en el que encierro bajo llave mis más perturbadores recuerdos para echar mano de uno especialmente traumático...
Otoño de mil novecientos noventa y tres. Una noche de sábado, tras haber dado cuenta de unos deliciosos sanjacobos preparados por mi madre con todo su cariño, me encuentro en plena sobremesa de la cena, acompañado por mis progenitores y mi abuela. Los cuatro estamos pendientes de la televisión. Antena 3 emite El gran juego de la oca, un concurso que, como su nombre indica, emula el conocido juego de mesa en el que los consursantes, a modo de fichas humanas, parten por turnos de la casilla de salida con el objetivo de alcanzar en primer lugar la casilla número 63, debiendo participar en disintas pruebas en función del resultado obtenido tras el lanzamiento de los dados.
A mi yo de aquella época, que acababa de cumplir siete años, le gustaba aquel programa. El contenido del mismo era entretenido, y el estar acompañado por mi familia tras haber ingerido una deliciosa cena hacía que me sintiese cómodo ante la pantalla. Por ello, cual cría de gacela incauta que se acerca a beber despreocupada a la orilla de un lago infestado de cocodrilos, mi cerebro no se encontraba alerta ante posibles amenazas sensoriales que pudieran perturbar mi inocencia, por lo que los acontecimientos de los que fui testigo a continuación me marcaron profundamente. Volvamos pues a la cocina de aquella casa molinera de Valladolid...
La cámara fija el plano sobre uno de los concursantes: Ramón, de Murcia, que desde la casilla 48 descubre con desolación el valor de los dados que acaba de arrojar: dos y dos. Eso significa que debe dirigirse a la casilla número 52, donde le espera El Flequi, un supuesto peluquero que se parece al hermano pobre del príncipe de Beukelaer. Ramón se sienta en la silla de El Flequi y aguarda a que Emilio Aragón, presentador del concurso, le haga tres preguntas de cultura general a las que debe responder de forma acertada si quiere superar la prueba y mantener su integridad capilar.
Primera pregunta: "¿En qué año tuvo lugar el primer viaje de Cristobal Colón a América?" 
Ramón, perplejo ante una pregunta tan fácil de responder, tartamudela un "mil cuatrocientos noventa y dos" (bueno, "mil cuatrocientoh noventa y doh", porque es murciano) que le supone el visto bueno del presentador. Ramón suspira aliviado mientras le es enunciada la segunda pregunta: 
"¿Cuál es la capital de Francia?" 
Ramón sonríe, se envalentona y declara "París" (bueno, "Parih") y aguarda confiado, mientras se desvanece el aplauso del público provocado por su segunda respuesta correcta, a que la tercera pregunta (que será tan fácil como la primera y la segunda, ya verah, acho), le sea formulada. 
Es entonces cuando Emilio Aragón, mirando fijamente al murciano, dice: 
"¿Cómo se llamaba el químico suizo que descubrió el iterbio?" 
Ramón palidece, titubea y no es capaz de articular palabra. Ni siquiera sabe qué es el iterbio. Nadie en Alcantarilla sabe qué es el iterbio. Pasan varios segundos que a Ramón se le hacen eternos y es entonces cuando un suave "no lo sé" se escapa entre sus labios. En ese momento, El barbero de Sevilla, de Rossini, comienza a sonar, dando a entender que Ramón NO ha superado la prueba, y El Flequi, preso de un éxtasis incontrolable, procede a castigar la ignorancia del murciano afeitando su cabeza con estudiada torpeza, mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan por encima del jaleo del público.

Mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan por encima del jaleo del público.

Mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan.

Las carcajadas de Emilio Aragón.

Emilio Aragón.

EMILIO ARAGÓN.

fuente: Atresmedia
Como para no traumatizarse, no me jodas.

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