martes, 23 de abril de 2024

Lectura obligada I

Ya no tengo edad para según qué cosas. Hace pocas horas, sin ir más lejos, he rechazado la invitación que se me ha hecho para ir a un festival de música que tendrá lugar en la villa austriaca de Nickelsdorf en junio. Y es que, por mucho que me guste Måneskin, no me da la vida para perder todo un día con el objetivo de plantarme en un pueblucho en el culo de Burgenland al que sólo se llega en coche.

fuente: Rolling Stone
Otra vez será

Otra cosa que ya no puedo hacer es abrirme un perfil de Tiktok y subirme al carro del último challenge de turno que haga sacudir la cabeza a los cuatro boomers que aún leen el 20 minutos. Sin embargo, tal limitación no impide que pueda convertir este blog en mi Tiktok particular y responder con un "uy que no" al clásico "no hay huevos a..." que venga acompañado de según qué desafío.

¿Sabéis a qué me han retado? A leer. Y no es porque yo sea alguien alérgico a la lectura, pero es que hace no recuerdo cuánto, una amiga austriaca le comentó a mi novia que en cierta asignatura de lo que sea que esté estudiando (sé que a nivel detalles esto está siendo una mierda, pero es que son irrelevantes) en la universidad le recomendaron leer un libro sobre la historia reciente de Irlanda, y conociendo nuestro historial, le comentó que quizá disfrutaría del mismo más que ella, pues —reconoció la austriaca— el ejemplar constituía un tocho infumable y no había sido capaz de avanzar más allá de un puñado de capítulos.

Mi novia, queriendo confirmar si tal afirmación era cierta, echó mano del volumen, y no fueron pocas las noches que pasó tratando de recorrer sus páginas hasta que el tedio causado por intentar avanzar a través de su texto le hizo tirar la toalla a ella también.

Y fue entonces cuando ambas repararon en mí y me lanzaron un guante que tenía bordada la frase "te toca".

Esto ocurrió hace un par de meses, y el libro ha estado en una estantería de mi salón poniéndome ojitos durante todo este tiempo sin que me atreviese a sumergirme en su anunciado coñazo. Pero he decidido que es el momento de decir "challenge accepted" y enfrentarme a su lectura. En primer lugar porque llevo días falto de ideas que me hagan publicar entradas (y me huelo que de aquí va a salir más de una) y en segundo lugar porque, siendo como es hoy, 23 de abril, el Día del Libro, la ocasión me viene de perlas para quedar una vez más como alguien que atiende a los detalles. Así que me voy a preparar un café que me ayude a mantenerme despierto ante la tarea y voy a tener los huevazos de convertir en post (o posts, ya veremos) un comentario de texto. Empecemos...

Bona diada de Sant Jordi a tothom!

Renaissance Nation es un libro de trescientas paginazas con un tamaño de letra intimidantemente pequeño. Su autor, David McWilliams, hace un recorrido por las últimas cuatro décadas analizando cómo Irlanda ha evolucionado social y económicamente, haciendo una comparación constante entre la generación que fue testigo de la visita del papa Juan Pablo II a la isla en el 79 y la que vio llegar al pontífice actual en 2018. Dicho así, tiene pinta de que el texto va a ser todo un peñazo, pero acabo de empezar, así que no quiero emitir juicios precipitados.

Cuando abro el libro por primera vez y me encuentro con la página dedicada a los agradecimientos, no puedo evitar que lo que estoy leyendo suene en mi cabeza con acento irlandés, por lo que pienso "empezamos bien" y hago un esfuerzo extra por comprender lo que hay escrito ante mí en vez de centrarme en las zancadillas que mi materia gris no deja de ponerme en forma de chorradas como ésta.

El autor comienza la historia en la localidad de Dún Laoghaire, un pueblecito del sur de Dublín en el que pasó su infancia y al que mi novia y yo sólo fuimos un par de veces porque tampoco es que tuviese mucho que ofrecer, la verdad. En una ocasión asistimos a un mercado de productos ecológicos con cuatro puestos que ya estaban recogiendo, a pesar de que eran las doce del mediodía, y otra vez dimos un aburrido paseo por su muelle como si fuésemos personajes de una novela del siglo XIX que no tienen nada mejor que hacer. Que vale que el trayecto en DART bordeando la costa desde la capital irlandesa resultaba de lo más bucólico, pero es que la estación de tren nos pillaba tan lejos de casa que, chico, no merecía la pena. De hecho, lo que siempre encontré más interesante acerca del pueblo era la pronunciación de su nombre. Y es que, como no podía ser de otra forma al tratarse de un topónimo gaélico, comparar su lectura con su escucha le puede hacer levantar la ceja a cualquiera. Que uno lee Dún Laoghaire y se espera que lo correcto sea llamarlo Dún Loguer, o algo así. Pero no. Lo adecuado es (más o menos) decir Dún Liiri. Tener que enfrentarme a esta contradicción constantemente cuando vivía en Irlanda provocó que, llegado cierto punto en el que ya estaba cansado de confundir a mi cerebro, optase por rebautizar al pueblo como Dún Lolailo y quedarme tan pancho.

El motivo por el que McWilliams elige Dún Lolailo como punto de partida de su obra es su peculiaridad demográfica, pues sus habitantes siempre se han caracterizado por salirse un poquito del estereotipo irlandés imperante en la zona. Y es que, por ejemplo, los dunlolailenses votaron en contra cuando el referéndum de 1983 blindó la prohibición del aborto en Irlanda. Este hecho le viene de perlas al autor, pues es precisamente la enorme cola de votantes dispuestos a hacer algo parecido en la consulta de 2018 lo que pone en marcha la historia.

Por cierto, otro inciso. Lo del último referéndum nos pilló viviendo en Dublín, y de ello me acordé hace poco mientras revisaba los álbumes en los que mi novia y yo guardamos fotos y morralla diversa correspondiente a diferentes carreras en las que hemos participado desde 2015, pues uno de los actos organizados por quienes defendían cambiar ese aberrante punto de la constitución irlandesa fue una prueba de cinco kilómetros por la playa de Sandymount. Y allá que fuimos, por supuesto. 

Tras mencionar este detalle, y hacer referencia a otros pueblos de la zona de los que ya apenas me suena el nombre porque por lo visto no heredé los genes taxistas de mi abuelo, el autor pasa a describir cómo la preferencia por el rugby o el hurling puede usarse como identificador para clasificar la economía de la zona. Y yo, al ver estas referencias sobre el deporte gaélico, en vez de centrarme en lo que estoy leyendo no puedo evitar acordarme de mi primera vez en Irlanda, en el verano de 2011, cuando varios miembros del grupo de becarios al que pertenecía adquirieron entradas para ver un partido de GAA en Croke Park (más de uno me confesó posteriormente que la experiencia había resultado un poco aburrida). Dispuestos a dar la nota un pelín más de la cuenta, seis de ellos se hicieron con camisetas de distintos tonos de azul (los colores del equipo local, se entiende) en el Penneys más cercano y, armados de un rotulador gordo, se pintaron en el pecho sendas letras que formaba el nombre de la capital del Liffey. Minutos antes de acudir al encuentro, mientras se retrataban con su recién elaborado atuendo en el albergue que nos servía de centro de reuniones, sugerí que el de la N se retirase un momento y los demás se reorganizasen y posasen para la cámara formando la palabra BILDU. Por las risas, más que nada. Pero, cobardes ellos, los miembros del forofo grupo decidieron que aquello no era una buena idea.

El que las siguientes páginas sigan dedicadas al gran interés por el deporte que tienen los irlandeses no me ayuda a conectar con lo que estoy leyendo, pues recuerdo en esta ocasión aquella vez que mi novia y yo acudimos a primera hora de la mañana de un sábado a un pub cercano a la última casita en la que vivimos antes de mudarnos a Austria, el cual se encontraba decoradísimo con banderitas y carteles de no recuerdo qué acontecimiento deportivo internacional. Nosotros éramos los únicos que se estaban jalando el reglamentario desayuno, dando la espalda a la tele, y el local se hallaba hasta los topes de matrimonios rondando la cincuentena que, vistiendo la camiseta del equipo de turno, seguían el encuentro cerveza en ristre como si les fuese la vida en ello.

El tema del deporte da paso a la economía en sí, y el autor menciona que sí, que Irlanda ha pegado el pelotazo que ha pegado, pero no se moja demasiado y advierte que desgranará los detalles más adelante (aún quedan más de doscientas cincuenta páginas y yo estoy deseando que largue sobre las ventajas fiscales que el país ofrece a las grandes empresas). En su lugar, deja caer que la afiliación sindical ha caído en estas décadas y que esto es algo positivo, lo que hace que en mi cerebro se active la alerta anti Margaret Thatcher. Sin embargo, también menciona que uno de los motivos que han hecho crecer al país ha sido la fuerza laboral que ha supuesto la llegada masiva de inmigrantes. Este detalle provoca que se me relaje el gesto y decida volver a sentarme.

Las últimas líneas que acierto a leer (pues mi novia y su amiga tienen razón y cuesta lo suyo seguir esto) son una crítica directa a ciertos economistas bocazas que se han dedicado a echar pestes de todos los cambios efectuados en Irlanda a nivel financiero desde finales de los ochenta, vaticinando terribles desastres para el país cada vez que alguien tocaba algo y fallando estrepitosamente en sus presagios al tiempo que la economía se lanzaba como si fuera un... un... un... un pepino. Este capítulo del libro me agrada especialmente, y no porque comparta la visión del autor, al que a estas alturas me gustaría decirle "si tanto os gustáis Irlanda a nivel económico y tú, pos liaros", sino porque me congratula ver que lo de contar con iluminados que nos harían un favor a todos si se callasen no es algo exclusivo de España:

fuente: twitter
Never forget

El libro cuenta con treinta y tres capítulos, y yo sólo me he ventilado los tres primeros. Empiezo a considerar la opción de dejarlo para más adelante, y Piojo me ayuda a decantarme por esta preferencia, pues quiere la cena y así me lo hace saber:

"poc"

Así que nada, ya seguiré en otra ocasión.

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martes, 2 de abril de 2024

Bajo el polvo 8. La mesa del zapatero

Para mal o para bien, todo llega a su fin. Me duele darle vueltas a este hecho cuando pienso que sólo quedan unos pocos urogallos en la cornisa cantábrica, pero me supone un alivio cada vez que recuerdo que Henry Kissinger está por fin pudriéndose en el mismo rincón del infierno que Margaret Thatcher.

Y, al igual que especies de aves objetivamente feas o execrables figuras del mundo de la política, la serie de entradas sobre mi habitación que comencé a escribir hace CUATRO AÑOS (y que llevaba siete meses sin actualizar), se despide hoy de mi blog.

Los últimos cinco artículos de los que voy a hablar a continuación forman parte una miscelánea inclasificable, y tengo que reconocer que encontrarles la gracia ha constituido una tarea con resultado no siempre satisfactorio, así que si alguien no se entretiene demasiado mientras llegamos a la última parada de este viaje, puede pedir con toda confianza que le devuelvan el dinero que NO ha tenido que pagar para llegar hasta aquí. Hablemos entonces de...

Este gusiluz


Juraría que hay alguna foto entre los muchos álbumes existentes en casa de mis padres en la que yo aparezco durmiendo plácidamente en la cuna. Dicha instantánea muestra al bicho que acabáis de ver cuidando de mis sueños desde una de las esquinas del enjaulado lecho como si de uno de los angelitos de la oración se tratase. Con esto quiero decir que mi afición por la morralla que brilla en la oscuridad viene de lejos. Y es que no sólo conservo el gusiluz. Es que hay un rincón de la habitación en el que, además del gusano, dos enmarcados puzles que representan la Luna y Marte, multitud de muñecos de ganchillo que mi madre ha tenido a bien elaborar demostrando maña y paciencia a partes iguales (un Mestre Ensinador, dos kodama, otro gusiluz y tres fantasmas), un móvil con planetas del sistema solar y el cuadro a punto de cruz que os mostré en esta entrada impiden que la penumbra se adueñe de la estancia cuando apago la luz.

Que algunos pensaréis que ya no tengo edad para esta clase de chorradas, y yo os digo que me la sopla dos veces. Y para muestra, seguid leyendo.

Estos dinosaurios


Me da igual cuántos años tengáis. Si no os gustan los dinosaurios, no sois de fiar. Los de la foto, junto con más que he ido perdiendo, pasaron a engrosar mi colección de trastos cuando Elena, la dueña del único establecimiento de alimentación situado en el barrio donde pasé mi infancia, comenzó a regalarlos a quien adquiriese doscientos gramos de jamón cocido en su tienda. Esta campaña de marketing tuvo muy buena acogida entre los vecinos, tanto los críos que pasamos aquellas semanas atiborrándonos del susodicho fiambre como nuestras madres, encantadas de ver que por un tiempo dejábamos de pedir bollycaos para merendar.

Por si los dinosaurios no molasen suficiente ya de por sí (o sea, DINOSAURIOS. ¿Qué más quereís?), éstos me gustaban especialmente porque cada uno tenía escrito por debajo qué dinosaurio era en concreto. Que igual os creéis muy listos y sabéis distinguir a un tiranosaurio rex de un triceratops, pero seguro que la cagáis si os presentan a un diplodocus y un braquiosaurio. Bueno, pues gracias a Elena y su jamón de york promocional, nunca tendré ese problema. Y diréis que nadie nunca tendrá ese problema, pero yo os voy a callar la boca metiendo una pequeña anécdota a continuación.

Resulta que, muchos años después de que ocurriese lo que os estoy contando, me encontraba con un amigo y compañero de facultad en una tienda de manualidades del centro de Valladolid a punto de comprar vete a saber qué para hacer vete a saber qué. La cuestión es que, mientras esperaba mi turno, la clienta que estaba siendo atendida reparó en unas toallas de ésas que vienen en .zip y se despliegan al meterlas en agua, y que contaban con el dibujo de un dinosaurio (no, yo no me compré una porque no tenía un duro). Pues bien, la mujer pidió llevarse dos, solicitando que fuesen iguales para que sus hijos no se peleasen al recibirlas (desagradecidos los críos, por otra parte). Preguntó entonces el dependiente que cuáles quería en concreto, y la mujer respondió que "unas con dinosaurios cuellilargos de ésos". Pues bien, mi amigo y yo nos dimos más de un codazo y luego fantaseamos con la idea de que, poco después, dos críos acabarían a hostia limpia al descubrir que un diplodocus y un braquiosaurio sólo se parecen en lo largo del cuello.

Vale, seguro que aquella posterior pelea no tuvo lugar, pero me hace gracia pensarlo porque además de un dinofriki soy un miserable. Por otra parte, tenía que meter paja, que juraría que lo de los dinosaurios de Elena ya lo he mencionado antes y contaba con dedicarle una entrada entera, pero la historia no daba para estirar tanto el chicle.

Este vaso


Y ya que acabo de mencionar lo miserable que soy, os diré que la presencia de un vaso vacío de Starbucks en mi habitación fue parte de un plan nunca llevado a cabo. Tenemos que remontarnos a dos mil once, cuando la capital vallisoletana no contaba con ningún establecimiendo de la multinacional cafetera (si alguien quiere detalles, en esta entrada no especialmente graciosa hablo del tema), mientras que en Madrid ya había la hostia de ellos. Fue durante un viaje a la metrópoli que aproveché para trincarme uno y pedir a la barista que me diese un vaso vacío a mayores. Ésta aceptó mi encargo a regañadientes (aún no tengo muy claro por qué) y yo me volví a Pucela con él.

Mi malvado propósito (porque yo no he tenido una idea buena en mi vida) consistía en salir de casa con dicho vaso lleno de café que me habría preparado previamente, y pasearme por las calles del centro a la espera de que más de un niñato pijo vallisoletano (porque Starbucks no habría ninguno, pero niñatos pijos en Valladolid siempre ha habido demasiados) me preguntase sorprendido cómo había sido capaz de obtener esa bebida.

Y yo, haciendo gala del poder que tengo para colarle una bola muy gorda a cualquiera dejaría caer que la ciudad del Pisuerga contaba por fin con un Starbucks, pero que el acontecimiento no había trascendido porque el mismo no se hallaba en una localización muy céntrica. El pijo o pija de turno, pensaba yo, exigiría saber dónde se encontraba el local (había tanto hype al respecto que hasta una página de Tuenti con no pocos seguidores solicitaba "un Starbucks para Valladolid"), y yo entonces procedería a dar indicaciones de lo más preciso que mandasen a la víctima al barrio más chungo posible.

Pero nada de eso pasó. A mí me faltaron huevos en su día y ahora Valladolid ya cuenta con su Starbucks reglamentario. En plena Plaza Mayor, para más señas.

Este estuche


Si uno compraba un huevo de sobres de petazetas, le daban este estuche. La historia no tiene más misterio. Y si quiero traer a colación alguna anécdota relacionada que demuestre una vez más lo miserable que soy, tengo que usar un poquito el calzador y hablaros de Mou, nuestro profesor de Filosofía de primero de Bachillerato.

Mou empezó el curso ganándose mi odio y el de todos mis compañeros por repartir un suspenso general en el primer examen que nos hizo (pues nos limitamos a reproducir el esquema de turno que habíamos copiado de la pizarra cuando habló del tema, y él no quería eso) y recuperó nuestro respeto en las semanas siguientes al demostrar que en realidad era muy buen profesor. En mi caso, el respeto se tornó en admiración cuando se pasó una hora entera en la que no le apetecía mucho dar clase hablando conmigo acerca de una cosa llamada "Linux". Aquella especie de ted talk improvisada provocó indirectamente que, más de veinte años después, me gane la vida aporreando teclas. Mou también nos enseñó, entre otras cosas, que la música de Marilyn Manson es más que ruido estridente y voces guturales, y si alguna vez se encontraba con nosotros por la calle, no dudaba en pararse un rato a intercambiar unas palabras.

Sí, Mou molaba. Y me imagino que sigue molando, aunque tenía pinta de estar un poquito hasta los huevos de todo en general, y del vídeo sobre la evolución que nos hizo ver un día en particular. Su clase era la última de la jornada, y el pobre funcionario ya había tenido que colocarle la puñetera cinta a otros cuatro grupos ese mismo día. Así que imaginad sus ganas.

Mientras la tele nos mostraba imágenes de tal o cual homínido, y dándose la circunstancia de que las luces de la clase estaban apagadas, Mou se sentó en la parte de atrás del todo, junto a mí y a mi compañero de pupitre, y quiso aprovechar aquellos minutos del mediodía para echar una cabezada. O igual ésa no era su intención, pero no pudo evitarlo. Pues bien, adivinad quién contaba con un par de sobres de petazetas en su mochila y decidió competir con otros compañeros igual de mastuerzos por ver quién lograba despertar al sufrido funcionario a base de estallidos del divertido caramelo. 

¿Me convierte lo que os acabo de contar en una mala persona? Juzgad vosotros mientras os hablo del último objeto. Ni más ni menos que...

Este condón


Tengo que confesar que soy el primer sorprendido, pues el descubrimiento del profiláctico entre mis posesiones fue de lo más inesperado. Resulta que el diario Público, en su primera etapa, no sólo venía impreso y se vendía en quioscos, sino que ofrecía colecciones de lo más interesante: desde una colección de libros controvertidos hasta una serie de fotografías famosas, pasando por biografías de pintores o películas bastante decentes como Goodbye Lenin o Bowling for Columbine. Pues bien, yo me hice con decenas de esas pelis que nunca llegué a ver y uno de estos DVDs trajo consigo, sin que yo pueda explicar muy bien por qué, el condón que veis. Y lo peor es que no me enteré del detalle hasta muchos años después, cuando limpiando la habitación y dando origen a la serie que estáis viendo morir, decidí que sería buena idea desenvolver todos aquellos discos para, al menos, no quedar como un completo inculto.

Y fue mientras me afanaba en deshacerme de plásticos que apareció el preservativo y me dejó tan a cuadros como estaréis vosotros ahora. Y si yo tuviese algo de arte podría cerrar esto por todo lo alto hablando del paso del tiempo, de la fugacidad de la vida y de todas esas cosas que Robe suele mencionar en sus canciones, pero como no es el caso, voy a dejar que la fecha de caducidad del condón de marras lo haga por mí:

No sé vosotros, pero yo en octubre de 2012 me estaba mudando a Irlanda

Al principio de esta entrada decía que para bien o para mal, todo se acaba. Voy a dejar que decidáis vosotros si después de ocho posts y cuarenta objetos, os ha merecido la pena llegar hasta aquí, os habéis quedado con ganas de más u os habéis quedado con ganas de menos. Lo único que os pido ahora es que, por favor, os larguéis de mi habitación.

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