A veces pienso que mi vida da para que Christopher Nolan saque una peli rara de las suyas (por cierto, sigo esperando a que alguien me explique Tenet). Teniendo en cuenta cómo le gusta al colega montarse tramas enrevesadas, el hecho de que mi existencia consista en una serie de bucles en los que todo lo que me ocurre se repite constantemente le vendría de perlas al británico para montarse otro taquillazo que no haya por dónde coger. ¿Pensáis que exagero? Permitidme que os cierre la boca dos veces.
El primer bucle tuvo lugar hace unas semanas en un Bausatzlokal de la ciudad. Y como algunos estaréis torciendo el gesto ante el palabro, os aclaro que no, un Bausatzlokal no es una sede del PNV. Eso es un batzoki. Y tampoco es un sitio de reunión de abertzales. Eso es una herriko taberna (por cierto, si mi padre me da permiso, algún día os hablaré de lo que le pasó en una de ellas porque es una historia para mearse de risa). Un Bausaztlokal es un bar/restaurante que cuenta con menús personalizables: en cada mesa hay varios tacos de folios relativos a las diferentes comidas: pizzas, hamburguesas, sopas, ensaladas... Y cada folio, a su vez, contiene una especie de quiniela que permite marcar aquellos ingredientes y componentes deseados de cara a la elaboración del plato. ¿Os suena lo que acabo de decir? Debería, pues lo he calcado de la entrada que escribí cuando narré el Affaire Pfefferoni hace casi un año. Para más inri, esta nueva historia tuvo lugar en el mismo sitio y con un resultado casi igual de catastrófico. Si la primera vez me trajeron pimientos porque elegí Pfefferoni creyendo que era salami, en esta ocasión, contando con que tengo la noción básica en lengua germana como para cagarla sin ser consciente, y buscando jamón entre los ingredientes a sabiendas de que la tradución empieza por "Sch" (spoiler alert: Schinken), marqué lo más parecido que pude ver en la hoja: Schnecken.
El hecho de que el camarero tardase un huevo en venir a recoger las hojas fue lo que me salvó la vida. Yo ya estaba salivando como si fuese Salvador Sostres en la puerta de un colegio al formar en mi mente el plato de patatas con huevo, jamón y queso que me iba a meter entre pecho y espalda, y mi novia tuvo a bien el sacarme de mi ensimismamiento gastronómico tras echar un vistazo a mi papel, dándome a la vez una valiosa lección de alemán:
—Tronco, que Schnecken significa "caracoles".
Acto seguido, mientras yo le daba las gracias y echaba mano de una nueva hoja, me sugirió que guardase la de la pifia, pues ella y yo sabíamos que todo esto iba a acabar reflejado en el blog. Y servidor es cumplidor, todo sea dicho, así que os enseño la prueba de mi ridículo:
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"Schnecken", "Schinken". Joder, a mí me suenan igual |
El segundo bucle ha sido más reciente, pues hace un mes me apunté a un curso de alemán para tontos impartido en la sede de la Cámara de Trabajo de la ciudad. El mismo curso de alemán para tontos al que me apunté en febrero. Y, al igual que ocurriese en aquella ocasión, hace un par de semanas recibí un correo de la Cámara en el que se me comunicaba que, lamentablemente, el número de inscritos no daba para hacer curso y que, lamentablemente, mierda para mí. La otra vez, como recordaréis, tuve que ir al lugar agarrado a la falda de Superluisa para que me devolviesen la pasta, y visto que a día de hoy no hay movimientos en mi cuenta, me huelo otra visita acompañada de heroicidad por parte de mi amiga guatemalteca. Nolan, espero que estés tomando nota de todo esto.
Puedo concluir entonces que si no aprendo alemán no es porque yo no quiera, sino porque el cosmos no deja de ponerme la pierna encima para que no levante cabeza.
No obstante, y cual Batman nolanesco que no para de volver a intentarlo una y otra vez por muchas hostias que le estén cayendo, sigo sin rendirme, y he pasado los últimos quince días estudiando por mi cuenta gracias a unos libros de gramática que descargué ilegalmente e imprimí durante mi última visita a Valladolid. Seguir este método tiene su mérito, pero cansa; y como he llegado a un punto en el que el nominativo, el acusativo y el dativo me salen un poquito por las orejas, he decidido regalarme un par de días de descanso y aprovechar para daros la turra con otra de mis pifias, a ver si así retomo el idioma con carrerilla. Eso sí, os advierto que la voy a contar terminando la entrada en seco para que vosotros mismos saquéis las conclusiones que consideréis más adecuadas.
Pero antes, hablemos del transporte público de la ciudad, que me apetece sentirme bien un rato.
Teniendo en cuenta que mi novia y yo pasamos siete años en Dublín y sufrimos lo nuestro porque la movilidad en la capital irlandesa es, hablando en plata, una puta mierda, cuando llegamos a nuestro nuevo destino y comenzamos a experimentar lo de ir de acá para allá se nos saltaban las lágrimas a diario. No sólo porque en bici se pueda alcanzar prácticamente cualquier punto de la ciudad sin tener que reproducir una escena de Mad Max con automovilistas, sino por todas las alternativas de transporte a nuestro alcance.
La red de bus es bastante completa y nos permite llegar al Ikea en veinte minutos (comparad eso con lo que nos tocaba sufrir antes); existe una amplia red ferroviaria que lo mismo te sirve para ir al aeropuerto (en diez minutos, que al de Dublín sólo podías llegar en bus chupándote una hora de atasco o en taxi chupándote la misma hora de atasco y soltando ochenta eurazos), que te deja en Maribor en menos de una hora, que te permite viajar a un balneario lleno de yayos como el que visitamos justo hace dos días (y lo siento pero la experiencia no da para una entrada completa. Sólo destacaré que cuando entré en la zona de saunas y me di de bruces con un numerosísimo grupo de octogenarios en bolas me sentí como si estuviese contemplando un cuadro de Goya. ¿Que de qué etapa? De la más chunga de todas); y, por último, aquí hay un huevo de tranvías que cruzan la ciudad con una frecuencia respetable y que apenas se joden cuando nieva, por mucho que se queje mi compañero de oficina.
Pues bien, fue a bordo de uno de estos asesinos de arquitectos catalanes sobre raíles donde tuvo lugar la historia que quiero contaros hoy. Concretamente en invierno, y la adversa climatología fue su desencadenante. Resulta que en nuestra oficina hacía un frío de cojones, y el calzado que había elegido aquella mañana no ayudaba a combatirlo. Por ello, y aprovechando lo de la rapidez y eficiencia del transporte que os acabo contar, decidí escaparme en horario laboral (por favor, que no se entere mi jefe) a una zapatería sita a dos paradas de tranvía de mi lugar de trabajo con la intención de hacerme con un par de botas con mucho forro por dentro.
Una vez hecha la compra (recuerdo que la cajera me preguntó dos veces en alemán que si quería bolsa y tuvo que cambiar al inglés ante mi cara de idiota), monté en el tranvía dispuesto a volver a la oficina y abrigar mis pies como Dios manda. El vehículo se puso en marcha y en su trayecto llegó a la parada correspondiente a la Hauptbahnhof, o lo que es lo mismo, la estación central. Tal parada, como de costumbre, se hallaba bastante concurrida, por lo que se produjo en la misma un intercambio de pasajeros considerable. Entre todos los que subieron, uno destacaba por dos motivos: el primero eran sus pintas, pues a una barba de semanas totalmente descuidada se unía el hecho de que vestía una ropa bastante andrajosa cubierta por un abrigo de plumas viejo y un mugroso gorro de lana que le daba aún más aspecto de Barragán. El segundo motivo fue la perorata que nos soltó a todos los ocupantes en cuanto puso un pie en el vagón.
Me dio penica, la verdad. Aquel pobre mendigo largando un discurso en alemán en el que, digo yo, estaría hablando de que si una familia que alimentar, que si más triste es de robar, que si para un bocadillo o lo que sea... y yo siendo incapaz de entender una palabra que me permitiese empatizar aún más con él. Curiosamente, ese mismo día había estado hablando del tema con varios compañeros, pues la mendicidad aquí no es que esté descontrolada, y los pocos sin techo que hay están de sobra identificados y localizados por el ayuntamiento, que hace lo que puede por echarles una mano.
Precisamente me estaba acordando de todos estos detalles cuando el hombre me eligió a mí para comenzar su procesión pedigüeña (yo me encontraba más cerca de la puerta que nadie) y puso ante mis narices una especie de tarjeta de visita. Ese gesto me hizo fliparlo bastante, y pensé: "no es que el ayuntamiento tenga a los mendigos controlados, es que encima necesitan una autorización para pedir como la que le exigen a los músicos callejeros para poder tocar". Este pensamiento, unido a lo inútil que habría resultado el hacer el esfuerzo, me impidieron entender lo que me estaba diciendo, por lo que me limité a sacudir la cabeza mientras lamentaba haber salido de la oficina sin suelto en los bolsillos que poder darle (las botas las pagué con tarjeta, todo sea dicho).
Pero aquel señor parecía no darse por vencido y seguía frente a mí, aguantándome la mirada. Yo, que empezaba a sentirme incómodo ante su insistencia, opté por echar la vista hacia otro lado y centrarme en los carteles corporativos de la empresa de transporte colgados por aquí y por allá. Y fue un detalle en dichos carteles el que me demostró, una vez más, lo idiota que soy: reparé en el logo que se mostraba en todos ellos, volví a mirar la "tarjeta de visita" que aquel "mendigo" seguía sosteniendo ante mí y comprobé que contaba con el mismo logo que los puñeteros carteles. Até cabos, me tapé la cara invadido por el sentido del ridículo y mascullé para mis adentros:
—Me cago en la puta. El revisor.
