Era una de aquellas tardes en las que mi madre se daba cuenta a última hora de la falta en casa de algún ingrediente indispensable de cara a la elaboración de la planificada cena del día, y sabedora de que tanto mi hermano como yo solíamos dedicarnos a tocarnos los huevos sin nada mejor que hacer durante esa franja horaria, nos hacía acompañarla a comprar lo que tocase. Ni mi hermano ni yo solíamos mostrar objección alguna, pues en primer lugar ESTÁ FEO y en segundo lugar, no sería de extrañar que acabásemos sacando tajada del viaje y nos volviésemos a casa con algún capricho entre manos. Generalmente en forma de bollería industrial.
Y ahora voy a continuar narrando lo que pasó en tiempo presente, que le da más énfasis a la historia.
Tras haber recorrido los pasillos del hipermercado vasco en busca de lo que tocase, mi madre, mi hermano y yo nos dirigimos a una de las cajas. Como es costumbre, de las decenas de cajas con las que cuenta el establecimiento, las que se encuentran abiertas no constituyen más que un puñado del total, por lo que es inevitable el tener que aguardar en la correspondiente cola a que los productos de quienes nos preceden sean escaneados por la cajera de turno.
Mientras mi madre, mi hermano y yo esperamos con paciencia soviética a que los ingredientes de la cena y dos cajas de napolitanas de chocolate recorran la cinta, el silencio habitual de las familias vallisoletanas se apodera de nosotros y mi mirada viaja por entre los chicles y condones de multitud de sabores (sí, tanto chicles como condones) que desean el que compradores aburridos como nosotros sean incapaces de reprimir el impulso consumista y los añadan a su lote en el último minuto.
En ese momento, una mujer, un hombre y un niño llegan a nuestra caja y comienzan a colocar sus artículos en la cinta. Ella ronda los cuarenta años y viste un vaquero y un jersey, ambas prendas ajustándose al contorno de una figura esbelta. El niño, más bien prepúber, y llevando un gastado chándal de felpa, juega con una consola portátil (por la época, podría ser una Game Boy Advance o una Nintendo DS. No lo recuerdo muy bien) que emite diferentes musiquitas y ruidos a intervalos irregulares. Puesto que el chaval se encuentra plenamente inmerso en lo que ocurre tras la pantalla del artilugio, los esfuerzos por parte del hombre (embutido en una cazadora negra de polipiel que le va ridículamente grande) en llamar su atención caen en saco roto. Apostando más de lo que debería, y tras contemplar la escena durante unos segundos, intuyo que la tríada anteriormente descrita está formada por madre, hijo y hombre que se ha unido recientemente a este núcleo familiar. Vamos, que para mí que él no es el padre, pues de todos es sabido que un padre deja de comportarse con sus hijos como si fuesen bobos y les trata de igual a igual en cuanto les comienza a grisear el mentón. Y no es el caso.
El hombre continúa su festival de carantoñas, muecas y juegos de manos con el objetivo de entretener al chaval, quien por su parte sigue sin hacerle ni puto caso. Mientras tanto, la madre mira hacia un lado y hacia otro, preguntándose si han hecho bien en elegir una cola que avanza más lento de lo habitual. Es entonces cuando el hombre, quizá debido a los nervios que le provoca el no cumplir su objetivo de cara a construir lazos afectivos, comete tres errores garrafales durante la realización de su siguiente gesto cariñoso que darán lugar a una brusca alteración de tan monótono statu quo.
En primer lugar, su mano, en vez de colocarse en una postura relajada y ligeramente cóncava, se abre en toda su extensión y adquiere una rigidez máxima, tornándose así en lo que podríamos definir como "pala de ping-pong humana".
En segundo lugar, el movimiento de su brazo, que en teoría debe realizarse de forma suave y delicada, se produce a toda velocidad cuando su tronco se gira desplazando el hombro hacia atrás para acto seguido arrojar la extremidad hacia delante, en un efecto látigo que recorre sus articulaciones y otorga a la muñeca una fuerza cinética (creo que es cinética. Corregidme si me equivoco, que pasaré de vosotros) endiablada que crece aún más si cabe cuanto más cerca se encuentra del niño.
Por último, el hombre lleva a cabo su ejecución creyendo errónamente que entre él y el chiquillo hay una distancia unos diez centímetros inferior a la que hay en realidad.
La combinación de estos tres incorrectos factores provoca que, en lugar de rodear cariñosamente al chaval con el brazo a la altura del cuello y acercarlo hacia sí, lo que haga sea endiñarle una hostia en toda la oreja que casi lo cambia de caja. El tremendo soplamocos, que suena como cuando reventaba el globo de la prueba la patata caliente del Gran Prix del Verano, provoca diferentes reacciones en el trío:
El chaval arranca a llorar escandalosamente, y aunque apenas puede sujetar la consola con una mano, se lleva la otra a la oreja (imagino que debido al dolor que le ha producido el impacto, aunque no me extrañaría que este gesto tenga como objetivo evitar que se le caiga el pabellón auditivo) mientras la mitad de su cara (la que se ha llevado el guantazo, evidentemente) adquiere un tono rojizo similar al de Richard Dreyfuss en Encuentros en la Tercera Fase después de que el platillo volante le pase por encima del coche.
La madre, abrumada ante el estupor que le ha causado contemplar un ataque relámpago tan fuera de lugar, no es capaz de reaccionar de forma racional y tan sólo acierta a contemplar a los dos varones con ojos como platos y mandíbula temblequeante, al tiempo que masculla entre dientes expresiones incomprensibles.
Aunque quien más sufre de los tres (dolor físico del muchacho aparte) es el hombre, pues consciente de la animalada que acaba de cometer, posee el mismo gesto aterrado que quien descubre sangre en su propia orina (cuando se mea de pie, aclaro. Y doy gracias a mi novia por puntualizarme que, siendo mujer, lo de mear de color rojo no es nada del otro mundo y ocurre todos los meses). No obstante, en un intento desesperado por intentar deshacer su última acción y evitar el odio permanente del chico, le rodea cuidadosamente (cuidadosamente QUE TE CAGAS) con sus brazos embutidos en la enorme cazadora de polipiel en plan we are Groot mientras pide perdón una y otra vez.
Mi hermano y yo, que hemos contemplado esta escena en primerísimo plano y desde hace ya años competimos en todo momento por ver quién de los dos es más miserable (es decir, que encontramos el incidente de lo más hilarante), llevamos a cabo un inmediato giro de ciento ochenta grados y damos la espalda a aquellos tres mientras tratamos de evitar soltar la más mínima risita, como si fuésemos los guardias de Poncio Pilato al oír el nombre de Pijus Magníficus en La Vida de Brian, aunque por dentro nos estamos partiendo el culo. De hecho, y aprovechando que la cajera ya se está dedicando a nuestra compra, huimos hasta el otro extremo de la caja y, con la excusa de ayudar a nuestra madre a empaquetar los productos, enterramos nuestras caras en las bolsas de plástico destinadas a tal fin.
Mientras el trío sigue sufriendo el drama fruto del hostión junto a la cinta, mi hermano y yo le dedicamos miradas suplicantes a la cajera y a nuestra madre para que terminen cuanto antes su interacción comercial, pues nos está costando lo nuestro mantener el tipo. Finalmente, con toda la compra ya embolsada, mi madre echa mano de su cartera, alcanza a la cajera la tarjeta Travel Club (puesto que ir a comprar al Eroski o a echar gasolina y no pasar la travel siempre ha sido motivo de deshonra en mi familia), le entrega el dinero y recibe las vueltas, y mi hermano y yo nos llevamos a nuestra progenitora prácticamente a rastras de la línea de cajas. Una vez nos hemos alejado lo suficiente como para que el llanto del mocoso y los "perdón, perdón, lo siento" del hombre no sean más que un murmullo lejano, los dos rompemos en una fraternal carcajada que se prolonga en el tiempo y la distancia con notable hijoputismo y no cesa hasta que localizamos nuestro vehículo familiar en el inmenso laberinto de columnas que es el aparcamiento del hipermercado.
Jajaja, pero qué cabrones que somos.
fuente: el norte de castilla Máximo diez artículos (y una hostia) por compra |

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