lunes, 25 de junio de 2018

Big in Japan. Episodio I

En el que los protagonistas de la historia (sí, voy a escribir esto a partir de ahora en primera persona del plural porque, aunque sea MI blog y aquí cuente MIS mierdas, mi novia estuvo conmigo prácticamente en todo momento. Además, la idea de ir a Japón fue suya, así que no es plan de ningunearla como si fuese el ejército soviético en una peli estadounidense sobre la II Guerra Mundial) se embarcan (¿o sería más adecuado decir "se enavionan"?) en un viaje de diecisiete horas, que se dice pronto, con destino Tokio, y un desfase horario que hará que la hora de irse a la cama de una puñetera vez se aleje en el tiempo considerablemente.


¿Qué se puede hacer nada más pisar Tokio (después de llegar al hotel, dejar las maletas vacías que volverán llenas de mierda friki y darse un agua, se entiende)? Hay quien sucumbe al jet lag y se mete derecho en la cama. Otros corren en busca del primer restaurante en el que poder disfrutar de la deliciosa gastronomía japota. Y hay quienes simplemente optan por deambular por las concurridas calles de la capital nipona.

Pues lo primero que hicimos nosotros fue visitar una óptica. Ya daré detalles de ello más adelante, porque tuvo su guasa. De momento, seamos cronológicos.

Los vuelos que tienen su salida por la mañana se guían por el protocolo MDD, que me acabo de inventar, y que consiste en Madrugar, Ducharse y Desayunar en el aeropuerto. Lo de madrugar es necesario porque el camino que hay desde nuestra casa hasta el aeródromo dublinés es largo y tedioso, y más vale llegar pronto que tarde; ducharse es obligatorio porque lo de meterse en un avión sin cumplir un estándar de higiene mínimo es de hijos de puta (como ya mencioné en su día); y en cuanto a lo del desayuno... Lo hago porque me da la gana. Pues bien, para poder seguir el MDD como Dios manda, nos tocó amanecer a las seis y media y, tras una ducha rápida y un paseo hasta la parada del bus arrastrando maletas, "disfrutamos" de un trayecto llevados por el conductor de autobús con más pachorra del mundo, quien tuvo a bien ajustar su ritmo para poder pillar cada semáforo en rojo, amén de varios tiempos muertos en cada parada porque le salió de sus huevos toreros. Pero no os preocupéis, porque llegamos con el tiempo suficiente para poder encontrarnos con una cola de facturación larga como un día sin pan, pues no había nadie aún del otro lado de los mostradores. Cuando por fin se dignó a aparecer el personal de KLM/Air France, la cola avanzó muuuy lentamente hasta que llegó nuestro turno, nos deshicimos de los maletones vacíos y pudimos pasar el control de seguridad (control en el que, para cumplir con la tradición, me hicieron un "aleatorio" test de sustancias chungas. Siempre me toca pasarlo, os lo juro).

En fin, que a aquellas alturas, tras tanto retraso indeseado, no nos quedó otra que engullir el desayuno a la carrera.

Pero estaba bueno, y eso es lo que importa

Lo gracioso fue que, tras abandonar la mesa con las tostadas a medio tragar, descubrimos que nuestro vuelo-escala a París traía una hora de retraso ("mira que lo sabía. Si es que Air France SIEMPRE tiene retrasos, joder", dijo mi novia al ver el nuevo horario). Este feliz contratiempo provocó que mi novia y yo nos cagásemos un poquito en la puta de oros mientras sendos desayunos malamente masticados daban guerra en nuestros estómagos y tuviésemos que esperar en la puerta de embarque entre un crío que parecía Chewbacca al hablar y un maromo que no paraba de hacer "tap tap" con los pies (ambos personajes despertando mis instintos homicidas, debo aclarar), al tiempo que dos chicas irlandesas sentadas enfrente rajaban por los codos como si les hubiesen dado cuerda. Algo, que por otra parte, tenía su mérito, pues no eran ni las diez de la mañana y yo a esas horas sólo sé expresarme con monsílabos, gruñidos y gestos.

Tras esta incómoda espera, la pequeña aeronave hizo su aparición, y el embarque y despegue se produjeron con una lentitud tal que el retraso acumulado ya alcanzaba la hora y media (hora y media que restar a nuestra escala, claro). Lo bueno es que la compañía tuvo a bien darnos algo de comer durante el vuelo:

Si sentís curiosidad por conocer a qué sabe un citron pavot, lo único que tenéis que hacer es meteros en el cuarto de baño y pegarle un bocado a la esponja

Si no estábamos lo suficientemente preocupados por el tiempo, el hecho de que el avión aterrizase a tomar por culo de la terminal no es que ayudase mucho. Y que el paseíto en bus del avión al propio aeropuerto resultase ser un interminable tour por el Charles de Gaulle tampoco alivió tensiones, la verdad. Pero, como dijo Albert Einstein, "sólo hay dos cosas infinitas: el Universo y los retrasos de Air France. Y no estoy muy seguro de la primera". Efectivamente, nuestro vuelo a Tokio iba a salir hora y media tarde, lo que nos permitiría comer con calma (eso es bueno) y no repetir la escena del desayuno en la que tuvimos que hacer de tío Tragaldabas y tía Melitona (los no vallisoletanos hacedme el favor de buscar en Google esta referencia, que no me apetece ponerme con explicaciones). Aunque la terminal de salidas no contaba con ningún sitio decente para comer y nos tocó pillar dos sandwiches y una bolsa de patatas fritas (eso es malo), al menos sí que tenían máquinas arcade para echar partidas a juegos retro y combatir el tedio (eso es bueno y ya paro de copiar chistes de Los Simpsons):

Mi novia me hizo sentir como si fuese Pedro Sánchez jugando a la oca

Tras acabar como el chiquillo del esquilador por partida doble a manos de mi novia en la maquinita de marras se produjo el embarque y el posterior despegue, dando lugar al vuelo más coñazo en el que me he encontrado jamás. Once horitas y media, damas y caballeros. De hecho, el vuelo fue tan tedioso que no quiero dar muchos detalles del mismo para no aburrir al personal. Sólo diré que me acojoné mucho cuando, apenas pasados cinco minutos de nuestra entrada en el avión, la chiquilla sentada detrás de mí comenzó a berrear Let it go (sí, de la peli Frozen) y yo temí que aquella escena no terminase hasta nuestra llegada a Japón (pero no os preocupéis, que cerró la boca enseguida y no se la volvió a oír), que entre las pelis con las que contaba mi asiento me tragué La cena de los idiotas (que no salga de aquí que me he reído con una película francesa, por favor os lo pido) y Kedi (si antes ya estaba dispuesto a matar, morir e ir al infierno por los gatos, con más razón ahora), que nos obligaron a tener las persianas bajadas durante todo el viaje para fingir que era de noche, pues fuimos siguiendo al sol (lo cual no impidió que me asomase de extranjis mientras sobrevolábamos Salejard y lo flipase MUCHÍSIMO al descubrir el río Obi cubierto de placas de hielo) y que dormí poco y mal. Muy mal. A intervalos de no más de quince minutos tras los que me despertaba con un dolor de cervicales de padre y muy señor mío.

Y fue durante uno de esos dolorosos despertares cuando ocurrió lo que nos obligó a visitar una óptica a nuestra llegada: el avión en penumbra, quien escribe estas líneas siendo presa de un duermevela de un empanatorio considerable y la azafata apareciendo por el pasillo sin avisar como si fuese un pokémon salvaje, recogiendo basuras de los asientos, provocaron que reaccionase de forma automática y sin pensar demasiado, entregándole a la carrera todo el material de deshecho que poblaba mi bandeja y la de mi novia. Cuando la pobre despertó de un sueño más plácido que los míos (pues ella se acopla mejor a los asientos de un avión comercial de los de hoy en día) me preguntó que dónde estaba el vaso de cartón que había dejado sobre su bandeja.

—Se lo he dado a la azafata con el resto de la basura —Expliqué.

—Pues mis gafas estaban dentro.

La clase turista es lo que tiene, que te toca hacer la vida durante horas en un hueco diminuto y no te queda otra que improvisar cuando de aprovechar espacio se trata. Pero como yo no estaba al tanto de la jugada, pasó lo que pasó, así que me cagué en mi estampa y le comentamos la jugada al personal de la aeronave, pero no fueron capaces de dar con las lentes por mucho que rebuscaron entre la basura (aunque, entre vosotros y yo, me da a mí que mucho no buscaron, pues no es que hubiese miles de bolsas precisamente. Pero bueno, tampoco es que tuvieran ellos la culpa de mi gilipollez).

Y así llegamos a Tokio, con cansancio en el cuerpo y un par de gafas de menos. Y no me hizo falta salir del aeropuerto para descubrir el detalle de Japón que me dejó con el culo torcido número 1:

No sé si el aviso está ahí para evitar que pase ESO o para evitar que vuelva a pasar

Del aeropuerto fuimos hasta la ciudad en monorraíl y en tren, por ese orden, y como el hotel estaba cerca de la estación de Ueno, no tuvimos que caminar demasiado arrastrando maletas hasta llegar al mismo. La habitación resultó ser ridículamente diminuta, pero ya daré detalles al respecto en otra entrada, que ésta está empezando a quedar DEMASIADO larga y no sé cuánta gente se habrá quedado ya por el camino. Eso sí, el personal era de un atento y amable que daba gusto. De hecho, la recepcionista apenas puso cara de no creérselo mientras escuchaba nuestra historia y acto seguido nos explicaba dónde podríamos hacernos con un nuevo par de gafas: una óptica en la misma estación en la que mi novia pudo graduarse la vista y encargar un par que tuvieron listo en media hora (cuando se lo conté a mis padres, semejante celeridad en el proceso les pareció propia de otro planeta).

El tiempo de espera lo invertimos en comer, que ya era hora, y el sitio elegido fue un pequeño local cercano que contaba con una máquina en la entrada que, tras meter norrecuerdocuántos yenes y seleccionar el plato, escupía dos tickets que canjear dentro del propio lugar, donde preparaban la comida deseada con una rapidez ligeramente sospechosa.

Tras dar cuenta de sendos cuencos de noodles acodados en una de las barras del lugar, volvimos a la óptica, y la muchacha que nos atendió nos pidió disculpas unas setenta veces porque las gafas tenían un arañazo y tocaba volver a empezar. Nosotros le aclaramos que no había ningún problema y que, si por nosotros fuese, nadie tendría que hacerse el harakiri en aquella óptica debido al arañazo, y pasamos un rato (que se nos hizo corto) en una tienda friki de varias plantas que nos ayudó a hacernos una idea de en qué nos gastaríamos la mayor parte de nuestros yenes durante el resto de días. Nuestra segunda vuelta a la óptica tuvo resultado satisfactorio, mi novia pudo al fin ver Tokio bien enfocado y el personal de la óptica nos despidió gritando, al unísono, "muchos grasioooos [sic]" con alegría.

Sí, por mucho que nos empeñemos en disimularlo hablando en bajo y usando "por favor" y "gracias" allá donde vamos, se acaba descubriendo que mi novia y yo somos españoles. Eso nos convierte en europeos (teoría de conjuntos, yo te invoco), y yo tengo la estúpida manía de decir "venga, que somos europeos" cada vez que me propongo caminar un trecho largo o subir unas pocas escaleras cuando hay un ascensor a mano (como si los europeos fuésemos supermaratonianos o algo por el estilo, no me jodas), y no puede evitar decirlo una vez más mientras íbamos de Ueno a Asakusa acompañados por el sol de la tarde. Pero el sol tardó poco en abandonarnos, ya que en Japón se hace de noche DEMASIADO pronto, y no me explico por qué, pero a las siete y media ya no hay forma de sacar una foto decente, oye.

Total, que cuando quisimos llegar al templo Sensō-ji, aquello estaba desierto (lo cual, por otra parte, nos vino bien para hacer fotos libres de turistas siempre y cuando dejásemos la cámara apoyada en algún sitio que permitiese tirar de tiempos de exposición largos). Fue allí donde me hice con un omikuji (para saber qué leches es un omikujirecomiendo este artículo de Japonismo donde lo explican la mar de bien) que aún llevo encima porque era bueno y que acabaré jodiendo porque no sé cuidar las cosas:

A mi novia le tocó uno malo y tuvo que deshacerse de él

Del templo fuimos a un restaurante cercano especializado en okonomiyaki, que si no queremos ponernos especialitos es una tortilla con cosas, pero como en este país son de un especialito que te cagas CON TODO, tengo que aclarar que estos locales cuentan con mesas especiales para que el okonomiyaki se pueda cocinar delante de tus narices, que puede llegar a tardarse hasta veinte minutos en preparase uno de éstos, que lleva por encima katsuobushi (bonito laminado tan fino que se mueve a la mínima que le da el aire, dando la sensación de que está vivo y un consiguiente mal rollo considerable), y que está riquísimo. De hecho, el que nos jalamos aquella noche fue sólo el primero de muchos más que caerían en los días siguientes.

Tras cenar, pagar la cuenta (sin dar propina, que en Japón se considera una falta de respeto) y dejar que el camarero nos fumigase con un spray ambientador (intuyo que se quiso cachondear de nosotros, pero me dio igual porque adoro mi vida), hicimos una visita rápida al Don Quijote de Asakusa (sí, aquí hay una cadena de tiendas que se llama así y de la que hablaré más adelante porque tiene chicha) y dimos otro largo paseo de vuelta al hotel, parando en un seven eleven para comprar un postre raro (que nos tuvimos que comer en la puerta, ya que es de mala educación ir comiendo por la calle) y descubriendo que las máquinas de bebidas superpueblan el país.

Y ya está. Del primer día no me queda nada más por contar, así que hasta otra.

Venga, aire.

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lunes, 18 de junio de 2018

Big in Japan. Episodio cero (en números romanos)

Sí, he vuelto. Las vacaciones de este blog se han acabado porque me he ido de vacaciones. Me explico: acabo de regresar de un viaje a Japón de casi dos semanas y me da que el tema da para varias entradas. Vale que mi novia y yo, asociales los dos, no hemos interactuado con la gente de allí tanto como para convertir esto en una aventura DE LA HOSTIA, pero voy a intentar estirar el chicle lo suficiente como para sacar un post a la semana durante todo el verano. Y como me gusta que las cosas sigan un orden, voy a empezar esta serie con un prólogo.

En el que se realizan los preparativos del viaje y el autor de este blog, gilipollas él, sufre un percance que casi da al traste con todo y que condicionará la estancia allí que no veas.


Podría haber situado este prólogo, históricamente hablando, unos quince años atrás, cuando mi novia (a quien aún no conocía por aquella época), comenzó a ser una friki del país del sol naciente y decidió que, por su coño, tendría que visitarlo al menos una vez en la vida. O podría haberlo situado en el año dos mil once, cuando a los pocos días de conocernos y mientras visitábamos la sección de manga de una tienda de cómics de Dublín, dije (totalmente en broma, señor fiscal) que habría que borrar Japón del mapa, habida cuenta de cómo han estado y están los japos mentalmente hablando, y mi novia (qué aún no era consciente de que mi tono de voz cuando hablo en serio no se diferencia del que uso cuando estoy de coña) casi me saca los ojos. También habría podido comenzar la historia meses atrás, cuando fundimos el motor de búsqueda de Skyscanner tratando de dar con la mejor combinación a nivel de vuelos y echamos una tarde entera intentando encontrar hoteles lo menos claustrofóbicos posible.

Sin embargo, el prólogo va a caer en un sábado. Y por la tarde, además. Dicho sábado, faltando poco más de una semana para el despegue del avión que nos llevaría a Tokio con escala en París, decidimos invitar a casa a una compañera de trabajo de mi novia, holandesa y pelirroja, y yo tuve la estúpida idea de preparar chocolate con churros porque ella no los había probado nunca. Iba a ser la segunda vez en toda mi vida que cocinase el típico postre, y al igual que hice en la primera ocasión, tiré de Internet para hacerme con la receta. Que estaréis pensando "pues vaya gilipollez, si la masa de churros no tiene ningún misterio", y yo os digo que os vayáis a la mierda. No di con la web que seguí para hacer churros la primera vez (los cuales me quedaron de puta madre, todo sea dicho), pero debido a que todas las páginas que consulté indicaban que la masa debía llevar la misma proporción de harina que de agua, hice lo propio y, tras una media hora esperando a que el potingue reposase, calenté una cazuela llena de aceite (de girasol, que el de oliva está muy caro) y, con ayuda de mi novia y bajo la atenta mirada de la holandesa y pelirroja, vacié la mezcla dentro de una manga pastelera, con la idea de verterla poco a poco en el aceite (os preguntaréis qué tiene que ver todo esto con mi viaje a Japón, y ya os digo yo que, de momento, nada de nada).

Pero de la teoría a la práctica hay un trecho largo, y eso de mezclar harina y agua a partes iguales dio como resultado una pasta demasiado líquida que salió a toda hostia por la boquilla de la manga y se depositó en el fondo de la cazuela, lo que provocó que nos tocase extraerla de mala manera mientras yo le explicaba a la holandesa y pelirroja, que no sabe español, qué significa eso de "me cago en la puta de oros" que grité mientras la mezcla se vertía descontroladamente.

Lo que pasó a continuación os sorprenderá.

Tratando de corregir el error inicial, me pasé con la harina, y aunque la masa en esta ocasión sí que llegaba a la cazuela con forma de churro, su consistencia era demasiado dura, lo que provocó una hilarante situación: mientras daba la vuelta al último de los churros para que se friese por el lado que le faltaba, el muy hijoputa, que por fuera era todo corteza pero guardaba una sorpesa más líquida en su interior, decidió estallar, provocando una pequeña tormenta de aceite hirviendo que regó el fogón, un cazo lleno de leche en el que íbamos a preparar el chocolate, la encimera y el suelo. Ah, sí, y mi mano derecha. Y mi cara.

¿He dicho "hilarante"? Disculpad, quería decir que no tuvo ni puta gracia. El berrido de dolor que salió de mis pulmones dejó medio sordas a mi novia y a la holandesa y pelirroja, y a pesar de que corrí a meter la mano bajo el grifo, supe que la cosa no pintaba bien.

El dolor que sentía en la mano era, por decirlo suavemente, intenso de cojones. Me comí los churros (que salieron de pena, todo sea dicho) con mi zarpa derecha metida en un cubo de agua y, tras despedir a la holandesa y pelirroja, pasé el resto de la tarde echado en el sofá, agarrando una especie de esponja impregnada en no sé qué clase de aceite que mi novia tuvo a bien comprar en la única farmacia que había abierta a esas horas en el distrito dublinés en el que vivimos. Para que os hagáis una idea del mal rato que estaba echando, aquella tarde mi vecino (que me cae fatal porque un día yo estaba en la puerta de mi casa intentando hacerle fotos a mi gata, y el muy imbécil la espantó al salir de la suya en ese momento para presentarse) organizaba una ruidosa fiesta, y en un par de ocasiones los invitados que iban llegando llamaron a nuestra casa por error, siendo mi novia la encargada de decirles que aquí no era (la segunda vez que nuestro timbre sonó por error mi novia recibió una invitación oral a la fiesta por parte de un irlandés que iba bastante piojo), pues yo me encontraba en el sofá sintiendo que la mano me ardía y maldiciendo el momento en el que se me ocurrió lo de los putos churros. Bueno, pues a eso de las doce de la noche volvió a sonar nuestro timbre, y ahí ya se me hincharon los huevos del todo. Me levanté del sofá y abrí la puerta con violencia. En mi cara se leía claramente un "¿qué cojones queréis?" y las dos chicas que acababan de llamar dieron un paso atrás atemorizadas ante la mala bestia que había abierto la puerta. En ese momento una de ellas, con un hilillo de voz, dijo ser la vecina de la casa que tenemos detrás, y nos pidió que fuésemos tan amables de bajar un poquito la música porque tenían un bebé que no podía dormir.

La cara de mala bestia con la que abrí se convirtió en cara de gilipollas y les dije que no éramos nosotros los de la fiesta, así que las dos procedieron a llamar a la puerta de al lado para repetir lo del bebé, logrando por una parte que la fiesta finalizase y por otra mi respeto y admiración eternos al lograr semejante hazaña (ahora que lo pienso, todo esto sigue sin tener que ver con el viaje a Japón. Os jodéis si esperábais otra cosa).

He mencionado que el aceite me alcanzó la cara, pero esa parte no fue tan grave: sólo unas pocas quemaduras cerca del ojo (sí, rozamos la desgracia) y en el cuello que quedaban disimuladas entre el archipiélago de lunares que poseo y que desaparecieron a los pocos días. El marrón lo tenía en la mano. Cuando desperté a la mañana siguiente, el dorso de mi mano se parecía al guantelete de Thanos Santa Teresa, con ampollas en lugar de gemas:

fuente: eldiario
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que vaya cristo me he preparado en la mano por hacer el gilipollas, tú

Aunque fue la palma de mi mano la que se llevó... la palma (jajajaja jajaja ja), y es que bajo el pulgar apareció una ampolla del tamaño del corazón de un niño pequeño (mi compañero de trabajo cordobés llama a las ampollas "vejigas", no te lo pierdas). No dolía, pero impresionaba que te cagas, y se quedó ahí, haciéndose cada día un poquito más grande hasta que me acerqué a la clínica/salón de belleza (en serio, allí lo mismo te sacan sangre para unos análisis que te hacen las ingles) que hay bajo mi oficina el lunes siguiente al accidente. La doctora que me atendió me trató como si yo hubiese sobrevivido a un atentado o algo por el estilo, y me explicó que tendría que haber pasado toda la noche con la mano metida en agua fría (cómo me gusta que me den soluciones a problemas cuando ya es tarde, oye). También me vació el ampollón (lo siento si os he pillado comiendo), me recomendó que fuese al hospital si la cosa se ponía chunga, me dio baja laboral para media semana, me citó para que dos días después la enfermera me cambiase el vendaje (bueno, si es que a dos tiras de trapo tapadas con una pegatina se les puede llamar "vendaje") y me cobró sesenta euros. Y me recetó antibióticos, a pesar de que no había infección, pero es que aquí te recetan antibióticos por todo. ¿Una ampolla? Una semana de antibióticos. ¿Una gripe? Otros pocos antibióticos, que me ha parecido verte un poco de infección en la garganta. ¿Un ataque de hipo? Antibióticos. Y así.

Esa misma tarde hablé con mis padres por Skype y aproveché para ponerles al tanto y hacerles un informe de daños vía webcam, ante el que me dijeron que tendría que haberle puesto una tapa al cazo y haber usado pinzas largas en vez de un tenedor para dar la vuelta al churro (insisto en lo chachi de las soluciones que me llegan tarde. Gracias, madre. Gracias, padre).

Cuando volví el miércoles, la enfermera de turno se aterró al quitarme el vendaje y descubrir el panorama. Luego procedió a colocar un nuevo vendaje y me pasó la factura: treinta euros por quitar vendaje, asustarse y poner uno nuevo. Esta misma escena, factura incluida, se repitió el viernes con una enfermera diferente, quien me dijo que continuase con una rutina de nuevo vendaje cada dos días hasta que la cosa mejorase. El domingo el cambio de vendas salió gratis porque lo hice yo en casa con ayuda de mi novia, y hasta aquí el prólogo.

Lo sé, no he hablado de los preparativos del viaje a Japón. Pero a estas alturas ya deberíais estar al corriente de lo miserable que soy.

Ya os daré más detalles del viaje en sí, ansiosos.

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