Sin embargo, a mí el arte contemporáneo me gusta. Ya he dicho en alguna ocasión que el arte no está en las obras, sino en cómo se lo montan sus creadores para colocárnoslas. Además, me siento bien al ver colgada en una pared alguna mierda que podría pintar yo, o viendo cómo algunos artistas trolean al personal instalando un sofá en medio de una de las salas que en realidad es una pieza más, obligando a plantar al lado a un segurata en todo momento que avise a los fatigados visitantes que ahí no se puede sentar uno (os juro que tal "obra" se encontraba allí, pero no he logrado dar con referencias a la misma después).
Bueno, pues en el MoMA estaba yo, gozándola como un enano mientras mi novia (cuyo gusto se orienta más hacia el arte clásico) agitaba la cabeza con incredulidad al contemplar cada truño, cuando tuvo lugar uno de los pocos momentos desagradables de mi aventura neoyorkina: El cuadro La persistencia de la memoria, de Dalí, había sido vilmente sustraído y llevado a una exposición temporal a París:
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TÓCATE LOS COJONES |
Así que no pude evitar hincarme de rodillas y liarme a puñetazos con el suelo del museo en plan (spoiler alert) Charlton Heston en la escena final de El planeta de los simios hasta que mi novia tuvo a bien avisarme de que la gente empezaba a sacarme fotos sin tener muy claro si aquello era una performance incluida en el precio de la entrada.
Tardé poco en calmarme, pero durante el rato que estuve maldiciendo al MoMA por haber cedido el cuadro, a la Fundación Louis Vuitton por tenerlo en París, a mi móvil por hacer tan malas fotos y a Margaret Thatcher porque es muy sano maldecir a Margaret Thatcher de cuando en cuando, pude recordar dos historias y una leyenda relacionadas con el arte, protagonizadas por mí, y cargadas de ese traumatismo "que no es para tanto" tan característico de mi pasado. Os las cuento.
La primera de ellas ocurrió cuando yo cursaba quinto o sexto de primaria. Estábamos estudiando la época romana en conocimiento del medio, particularmente lo relativo a los mosaicos tan característicos de aquella gente. Y como es habitual en el temario escolar de la LOGSE, la lección incluía una actividad que nos haría perder la tarde a todos los alumnos de la forma más gilipollas: tratando de emular a los artistas del SPQR, debíamos aparecer en clase al día siguiente portando sendos mosaicos que representasen un casco romano. La forma de proceder sería la siguiente: en una cartulina, tendríamos que pegar lentejas que cubriesen toda la superficie para después dar color a la obra con témperas.
Y a mí me jodió por dos motivos: el primero porque no me digas tú que no es un derroche de lo más tonto. Imagina que sales del Eroski con un paquete de lentejas cuando están en plena Operación Kilo, y le tienes que decir a quien está recogiendo alimentos que no puedes darle tus lentejas para entregárselas a los pobres porque vas a pegarlas en un puto papel. Y el segundo motivo... Pues porque siempre he sido un vago que se lo curra menos que el logopeda de M. Rajoy. Bueno, pues fiel a mi forma de ser, dibujé un casco de lo más cutre y, en lugar de cubrir su superficie con las legumbres, pasé directamente al coloreado para únicamente poner lentejas en las líneas del dibujo. Aún así, no logré terminar tal chapuza hasta altas horas de la noche y, para más inri, el transporte del trabajo finalizado provocó que la mitad de las lentejas se perdiese por el camino. Muy educativo y muy útil todo, joder.
Mi segunda anécdota tuvo lugar años antes, durante una especie de concurso de pintura que organizó Mapfre en mi colegio. Me gustaría saber quién fue el genio de aquel centro educativo que aceptó que tal memez se llevase a cabo, pues no era más que una excusa rastrera utilizada por la compañía para intentar colarles seguros a nuestros padres. Nos hicieron entrega de una gran hoja en blanco a cada niño para que plasmásemos en la misma algo relacionado con la seguridad vial y yo, no sé muy bien por qué, dibujé el coche de la gasolinera de los balancitos de Playschool:
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fuente: ebay
Esto, y el Mighty Max, los putos mejores juguetes que han caído en mis manos |
No gané el primer premio porque no había primer premio. En su lugar, nos citaron a todos los participantes en un hotel para recoger un obsequio y para que un ejército de agentes mapfreros le comiese la oreja a nuestros padres. Y aquí viene la parte traumática: a la hora de hacerme con mi regalo, el trajeado empleado me preguntó si me gustaba pintar. Pero a mí no me gustaba pintar. Odiaba pintar. Pintar siempre ha sido para mí una tarea tediosa (y siempre se me ha dado como el culo, por otra parte). Qué asco, pintar.
Pues le dije a aquel hombre que me gustaba pintar. Básicamente porque pensé que quedaría mal si renegaba de tal actividad artística y porque siempre he sido un poquito imbécil. Mi respuesta provocó que, de entre los objetos que nos estaban dando, el señor eligiese unas pinturas y un cuaderno para colorear, artículos a los que desde aquel mismo momento no hice ni puto caso. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue que a mi vecino, que sentía la misma pasión que yo por el ejercicio pictórico (y que tuvo los huevos de reconocerlo), le dieron un coche de juguete y una hucha con candado que molaban UN HUEVO y que yo podría haber conseguido también, pero que ni olí. Por imbécil, insisto.
Y ahora, la leyenda.
Me toca viajar atrás en el tiempo un poco más. Concretamente, a mil novecientos noventa. Durante el verano de aquel año, mis padres reformaron la nave que existía al otro lado del patio trasero de mi casa y que había sido utilizada para albergar conejos décadas antes de que yo naciese. Mi padre contaba con usar el lugar como despacho y biblioteca, y le quedó un cuarto de puta madre, las cosas como son.
Aquella reforma incluyó, entre otras actividades, darle una mano de pintura al cuarto. Al poco de terminar esta tarea, con el habitáculo vacío y aún oliendo a barniz, quien escribe estas líneas echó mano de una caja de ceras Dacs que había por casa y llenó de garabatos el espacio entre la ventana y el suelo. Me quedé de un a gusto que te cagas dándole a las pinturas. Tres añitos tenía.
Y aquí viene la parte por la que digo que esto es una leyenda. Yo juraría que mi padre, al descubrir mi "creación" me infló a azotes con toda la razón del mundo mientras yo me justificaba entre sollozos diciendo que aquello era un cuadro "astrazto" (ya he dicho que tenía tres años, no seáis crueles conmigo), pero mi padre, cada vez que le hablo de esta historia, niega categóricamente que aquello ocurriese como os lo acabo de contar y asegura que fue idea suya el que yo decorase el hueco en la pared, pues es cierto que luego él añadió mi nombre y la fecha, así como un rudimentario marco alrededor hecho a rotulador permanente (años después, las condiciones climatológicas invernales vallisoletanas obligarían a mi padre a cubrir mi creación, así como el resto de paredes del cuarto, con una capa de porexpán que funcionó muy bien como aislante, por lo que no puedo ofreceros una prueba gráfica de mi obra).
De ser cierta mi versión, esto habría justificado el odio por dibujar/pintar que desarrollé posteriormente y del que acabo de daros dos ejemplos concretos, pero si mi padre dice que dejó aquel hueco a propósito para que yo diese rienda suelta a mi creatividad y que lo de la somanta es mentira, seguro que es mentira. Al fin y al cabo, mucho de lo que os he contado hasta ahora en cada artículo también lo es. O no. Os dejo con la duda.
Hablando de "os dejo", este blog va a estar en barbecho unas semanas, que ando escaso de tiempo e ideas para actualizarlo cada siete días, y no quiero que acabe convertido en Los Simpsons. Así que gracias a mis seis o siete lectores por estar ahí y hasta cuando sea.

Se te echa de menos... :(
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