lunes, 30 de octubre de 2017

Qué bello es cagarla

El otro día descubrí Stuff no one told me, una colección de pensamientos y frases de un tal Alex Noriega que, si bien quedan un poquito paulocoelheros, en muchos casos dan que pensar. Por otra parte, vienen acompañados de dibujitos de lo más chulo, que ya es más que lo que hace el sacacuartos brasileño. De todos los ejemplos que revisé, me llamó mucho la atención uno que decía "Nadie lleva la cuenta de las veces que has metido la pata", y la verdad, es una idea que viene bien tener en mente cuando se tiende a errar (como en mi caso, por ejemplo). No obstante, he de matizar que conozco a alguien que, aunque no sepa cuántos patinazos de toda clase llevo exactamente, sí que tiene presentes todos y cada uno de ellos. Por cierto, y hablando del tema, mi profesora de matemáticas de primero de ESO me dijo una vez "José, usted me está metiendo la pata hasta las narices", y no tuve muy claro si quería decir que mi error estaba siendo tan garrafal que hacía falta ser contorsionista para representarlo o si la pobre no se aclaraba muy bien con las frases hechas.

Pero mi sufrida maestra no es la persona de quien os estaba hablando. Soy yo.

¿Qué le voy a hacer? En la báscula que uso para juzgarme pesan mucho más los fallos que los aciertos. Y aunque esto que acabo de decir puede servir para que todos los terapeutas en la sala se giren hacia mí con ojos como platos y saliva en los colmillos, lo que quiero hoy no es ponerle solución a mi infravaloración, sino aprovechar el tema para contaros dos historias desternillantes que tuvieron lugar durante mi infancia. Empiezo.

Hace unas semanas mencioné muy por encima el Henar de Cuéllar, y hoy tengo que volver a evocar aquel sitio para poder hablaros de la primera anécdota.

El Henar, a caballo entre las provincias de Valladolid y Segovia, es un enclave que, además de caracterizarse por lo bucólico de su entorno (con sus árboles y sus prados y su riachuelo atravesándolo y tal), posee un santuario, un restaurante y probablemente más emplazamientos que ya no recuerdo porque hace la hostia que no piso por aquel lugar.

(Ojo a las escaleras del fondo) Sí, el que sale en primer plano soy yo. Bueno, fui yo

Es más, para el año que viene, me propongo ir allí otra vez y sacar una entrada de ello, venga.

Volviendo a la historia que aún no he empezado a contar, solía ser costumbre familiar el visitar el Henar al menos una vez al año, bien fuese para comer de fiambrera en sus zonas verdes y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón, bien fuese para festejar algún acontecimiento comiendo en su restaurante y luego echar la tarde paseando por el lugar y dando unas patadas al balón. No obstante, recuerdo que el día de autos mi padre vestía traje con chaqueta y todo (algo celebraríamos, digo yo), por lo que de patadas al balón, nada de nada. En su lugar, una vez abandonamos el local de comidas, nos adentramos en la iglesia con la misma intención con la que he entrado acompañado de mis padres en el noventa por ciento de los edificios religiosos del noroeste peninsular: ver cómo era por dentro.

Una vez repasamos visualmente la arquitectura interna del edificio y sus diferentes ornamentos, procedimos a abandonar el lugar, al mismo tiempo que terminaba una misa que se estaba oficiando allí. Esta circunstancia provocó que varias personas (no voy a decir "multitud" porque tampoco es que vaya tanta gente a misa) cruzasen los portones del santuario en dirección a la puta calle al mismo tiempo que lo hacíamos nosotros. Debido a que yo era un mocoso que no levantaba un metro del suelo por aquel entonces, y temeroso de perder a mis progenitores para siempre en aquel microtumulto (insisto, que tampoco es que hubiese tanta peña, pero yo siempre he sido muy de sacar las cosas de quicio), me apresuré a agarrarme al brazo engalanado de mi padre.

Pasados unos segundos de haber llevado a cabo esta acción, y mientras comenzaba a bajar los escalones del exterior del edificio (a la anterior foto me remito), eché un rapido vistazo hacia mi derecha y pude ver a unos dos metros de mí un par de figuras que me resultaban familiares: mi padre y mi madre. Confundido ante este repentino fallo en Matrips (y eso que aún faltaba una década para el estreno de Matrips), miré hacia el lado opuesto y descubrí con horror que el brazo al que mi infantil manita acababa de aferrarse pertenecía a un señor al que no conocía de nada, pero que también iba de traje aquel día (algo celebraría, digo yo). Solté aquella extremidad con la rapidez con la que salta un airbag (y eso que aún faltaba una década para que en mi casa hubiese un coche con airbag) y me arrojé hacia el punto en el que se hallaban mis progenitores, quienes habían sido testigos de mi error en todo momento. Por ello, y mientras yo deseaba que las escaleras que aún no había terminado de descender se abriesen y un agujero enorme se me tragase, ellos y el hombre desconocido intercambiaban miradas de complicidad. De hecho, aquel señor llegó a bromear con la idea de llevárseme a su casa, al haberme descubierto agarrando su brazo con tanta decisión.

"Qué señor más simpático", estaréis pensando. "Qué señor más hijo de puta", pensé yo en aquel ridículo momento.

Mi segunda anécdota transcurrió a cuarenta y cinco kilómetros de aquel santuario. Para ser más exactos, en Valladolid. Y para ser más exactos aún, en un céntrico bloque de viviendas de la capital vallisoletana. Una de aquellas viviendas, situada en el cuarto piso, albergaba a varios familiares de mi abuela de cuyo parentesco concreto nunca he estado seguro del todo, por lo que voy a asumir que se trataba de su hermana, el marido de ésta y alguien más (y si estoy diciendo una burrada, ya me corregirán mis padres cuando hable con ellos por Skype esta tarde, tranquilos). Cada año, allá por enero, mi abuela, mis padres y yo acudíamos al piso que os acabo de describir para celebrar un cumpleaños. Y no me preguntéis el de quién. Sólo recuerdo que en aquel diminuto salón nos reuníamos cuarenta y la madre, y que yo me aburría como una ostra durante toda la velada mientras le hacía ascos a la comida (ensaladilla rusa me hacían comer allí todos los años, no me jodas) y esperaba a que llegase el momento de la tarta. Otras formas que tenía de liberarme del tedio que suponía pasar la tarde en compañía de adultos que sólo sabían hablar de cosas de adultos (años más tarde, gracias a haberme tragado horas y horas de No te rías que es peor desarrollaría una carrera como cuentachistes familiar que me convertiría en el rey de todas las putas reuniones, pero aún no había llegado ese momento), consistían en mirar fijamente a la pared a la espera de que saltase el cuco del reloj o escaparme al baño para vaciar el frasco de perfume con pera incorporada que había sobre el lavabo, pues aparte de en aquel hogar, cucos y frascos de pera sólo existían en los tebeos de Mortadelo y Filemón que devoraba visualmente durante las tardes de mi infancia.

Pues bien, a principios de los noventa yo era puro nervio. Muestra de ello era que una de mis actividades favoritas se basaba en echarle carreras a los ascensores: siempre que acudía con mis padres a algún lugar con varios pisos dotado de elevador, rogaba que me permitiesen lanzarme escaleras arriba mientras ellos eran transportados al mismo sitio dentro del artilugio de metal. La visita anual a los familiares del reloj de cuco en la pared del salón no fue una excepción, y en cuanto nos adentramos en el portal me despedí momentáneamente de mis padres y mi abuela mientras se cerraban las puertas del trasto marca Otis. Procedí entonces a remontar a toda velocidad la hilera de escalones que se retorcía en torno al elevador, y una vez llegado al descansillo, en un gesto de desprecio total hacia mis rivales, pulsé el timbre de la vivienda sin esperar a que el ascensor llegase ni nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré cara a cara con quien abrió la puerta desde el otro lado.

Era un mayordomo. Pero no un mayordomo cualquiera, no. Era un mayordomo ENANO.

Os juro que no me lo estoy inventando. Debido a que aquel hombre era pocos centímetros más alto que yo, su presencia en el umbral cubría casi todo mi campo de visión, por lo que tuve que moverme un poquito hacia un lado para poder asomarme ligeramente al interior del piso y confirmar que, gilipollas de mí, había finalizado mi ascensión una planta antes de lo debido. Aquel desliz, sumado a la presencia del acondroplásico sirviente que aguardaba pacientemente a que le explicase por qué cojones había llamado a ese timbre, me dejaron clavado en el suelo sin posibilidad de articular palabra. Cuando logré vencer a mi parálisis, susurré un tímido "perdón" y me arrastré escaleras arriba hasta alcanzar el piso adecuado, donde mis padres y mi abuela llevaban un buen rato esperándome con un más que evidente "¿dónde coño te habías metido?" escrito en sus ojos.

Y como habían tenido tiempo más que de sobra para ser recibidos, la puerta de la casa de mis parientes en cuarto grado de consanguinidad estaba abierta, por lo que aproveché para colarme dentro, presa de una enorme humillación, sin decir ni "hola" a los anfitriones. Con lo feo que está eso, fíjate.

Evidentemente, el único que consideró que todo aquello era grave fui yo, y cuando la vecina de abajo voceó por el hueco de la escalera a los de arriba que "quería ver a ese niño tan guapo que había llamado a su timbre", "ese niño tan guapo" se encontraba encerrado en el baño y no salió hasta haberse desestresado estrujando una y otra vez la pera del frasco de perfume.

Ay, mi infancia...

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lunes, 23 de octubre de 2017

Aquí, en Irlanda

"Viendo cómo están las cosas, podríamos irnos a Dublín unos meses a ver si allí tenemos más suerte", decidimos mi novia y yo.

Bueno, pues de eso se cumplen estos días cinco años y, considerando el panorama a nivel laboral, nuestra estancia en la Isla Esmeralda tiene pinta de ir para largo.

Podría dedicar esta entrada especial aniversario a relataros nuestros primeros meses, en los que buscábamos trabajo con la desesperación de quien es capaz de hacerse un currículum falso y dormíamos en albergues cuyas habitaciones alojaban a veinte personas de diferentes nacionalidades, edades y niveles de higiene. No obstante, prefiero dejar nuestras tristes desventuras para otra ocasión (vamos, para cuando me quede sin ideas), y esta vez voy a mencionar lo bueno. En forma de top ten, que eso se lleva mucho hoy en día.

Intentar meter en una lista diez detalles relacionados con Irlanda que me gustaría destacar no ha sido fácil, y no porque me haya costado encontrarlos a mí, que soy un experto en quejarme y sacarle pegas a todo, sino porque son tantos que he tenido que dejarme un montón de ellos fuera, pues no quería daros mucho la turra. Pero tengo que reconocerlo: después de todo, Irlanda es la hostia. Y para muestra, diez botones:

10 — El porridge


Algunos tiquismiquis protestaréis, pues estoy haciendo un poco de trampa. Vale que las gachas no tienen por qué ser originarias de Irlanda, pero sí es cierto que son el desayuno oficial de millones de habitantes del país (mi novia y yo incluidos) entre el lunes y el viernes.

Mi primera experiencia con este alimento fue entre traumática y repulsiva: conocí el porridge de la mano de una compañera de habitación de albergue canadiense, quien me preparó un tazón una mañana del primer noviembre que pasamos en Dublín. Debido a que el porridge estaba mezclado con agua y no incluía ningún endulzante (y a lo mejor también debido a que ese día yo tenía una ligeeera resaca tras haber celebrado mi cumpleaños la noche anterior por insistencia del resto de compañeros de habitación, quienes me regalaron una sudadera que guardo como oro en paño), aquella pasta blancuzca estuvo dentro de mi organismo unos tres minutos, aproximadamente.

Sin embargo, y a pesar de que el mal rato aún volvía a mi cerebro y a mi garganta cada vez que oía la palabra porridge, le di una segunda oportunidad, usando esta vez leche y añadiendo una cantidad considerable de miel. Y aquello fue amor a primera cucharada. Las raciones que me meto a diario son TRIPLES, para que os hagáis una idea.

Pensaba poner aquí una foto de un cuenco de gachas, pero no me he acordado de hacerla durante la semana, así que pongo ésta de las tortitas con plátano que he desayunado hoy. No tiene nada que ver, pero es lo que hay

9 — El Butlers


Puedo pasar cinco años en un país que no tiene Mercadona. Puedo pasar cinco años en un país que no tiene bollycaos. Puedo pasar cinco años en un país que no tiene tiendas de todo a cien. Lo que no puedo, no podría y no podré es prescindir del café. Y tengo suerte de que los irlandeses sean bastante cafeteros. El país dispone de bares y cafeterías más que de sobra para que yo pueda disfrutar de mi adicción, y uno de mis establecimientos favoritos tiene nombre propio: Butlers.

En realidad es una cadena que cuenta con locales repartidos por Dublín (en el aeropuerto hay uno por terminal y me viene muy bien, las cosas como son). Cierto es que sus precios no son todo lo asequibles que mi yo rata querría, pero el café que sirven es bastante decente y cada consumición viene con un bombón de regalo.

Y yo pensaba haber ido a un Butlers este fin de semana y poner aquí una foto del momento, pero este sábado se puso a llover de forma cataclísmica mientras mi novia y yo íbamos para allá y acabamos refugiándonos en otra cafetería distinta, así que no hay foto.

Por Dios, que puto desastre de entrada llevo hasta ahora...

8 — Dominique McElligott


fuente: netflix

Y aquí no voy a decir nada.

7 — Los paisajes (y las carreteras que llevan a ellos)


"Verde a un lado, al otro verde, y allá a su frente, verde también". Y si a esto añadimos algún que otro muro de piedra y ovejas a punta pala, ya tenemos cualquier paisaje estándar irlandés. Porque son todos iguales, oye. Pero, no sé por qué, uno nunca se cansa de tanto verdor de similares características. Quizá sea porque los veinticinco años que pasé chupando campos de Castilla antes de mudarme de país aún persisten en mis retinas y por ello sigo agradeciendo el contraste, no sé.

En cuanto a las carreteras... Irlanda tiene un puñado de autopistas superpobladas de peajes, y a partir de ahí, conducir por el país equivale a hacerlo por la España de los setenta: entre las carreteras nacionales que atraviesan pueblos, los tractores que obligan a recorrer kilómetros y kilómetros a veinte por hora viéndole la nuca al tractorista, las ovejas ninja que salen a tu encuentro a la vuelta de una curva y las hileras de árboles ocupando el sitio que le correspondería a las cunetas en estrechos caminos por los que, incomprensiblemente, deben caber al mismo tiempo tu coche de alquiler y el autocar que viene de frente, es imposible aburrirse mientras se está sentado al volante. Especialmente cuando las carreteras anteriormente descritas se encuentran flanqueadas por señales que limitan la velocidad a ochenta kilómetros por hora. En esas situaciones no puedo evitar pensar "a ochenta, mis cojones", mientras me aseguro de no subir de cuarenta.

Y, con un poco de suerte, podréis disfrutar de un bonito INFARTO si, conduciendo durante la noche, una virgen salvaje aparece ante los faros de vuestro coche de alquiler. A mí me ha pasado ya dos veces

6 — La canción The fields of Athenry


La música tradicional irlandesa mola un huevo, con sus violines, sus gaitas, sus bodhráin y toda la parafernalia. Y para aquellos que no saben tocar un instrumento pero no tienen problema en ponerse a berrear letras como si fuesen cabras, hay vida más allá de las gigas y reels que suenan de fondo en cualquier campaña turística de las de vistas aéreas de los acantilados de Moher, pues son muchísimas las canciones cuyos versos hacen referencia a diferentes aspectos culturales e históricos del país. El problema para los que vivimos en Dublín es que lo único que se oye en la ciudad, vayas donde vayas, es Molly Malone: entras en un pub y están tocando Molly Malone; te metes en una tienda de souvenirs y el hilo musical atruena Molly Malone; tiras de la cadena y suena Molly Malone... Que igual tienes suerte y para variar cae Galway girl o Whiskey in the jar, pero no suele ser el caso.

Y mira que me da rabia, pues hay una canción de aquí que me gusta especialmente y que apenas se oye (quizá porque es bastante bajonera). Se trata de The fields of Athenry, una balada compuesta en los setenta por Pete St. John que hace referencia a la Gran Hambruna irlandesa, la cual tuvo lugar entre 1845 y 1849 y dejó la isla a medio gas poblacionalmente hablando.

La letra habla de un hombre que ha sido detenido por robar maíz para alimentar a su hijo, y de su mujer, quien se encuentra al otro lado del muro de la cárcel en la que él espera ser deportado a Australia. Mientras llega ese momento, ambos recuerdan con nostalgia los tiempos previos a la hambruna, en los que tenían "sueños y canciones que cantar". Muy triste todo.

Tan triste como perder al fútbol, me imagino, pues The fields of Athenry es la canción que suele corear la afición de la selección de Irlanda cada vez que les dan un repaso. Como cuando España les clavó un cuatro a cero en la Eurocopa de dos mil doce, por ejemplo.

Por cierto, he de destacar que la primera vez que escuché esta canción fue de boca del conductor ligeramente desdentado del autocar que nos llevó en la visita de un día a Glendalough y Kilkenny, pues no tenía nada que contar en ese momento y por lo visto le parecía mal que los pasajeros aprovechásemos para dormir un rato. Y aún en esas circunstancias, la canción me gustó, fíjate.


5 — Cillian Murphy como Patrick "Kitten" Braden en la peli Desayuno en Plutón


fuente: pathé

Y aquí tampoco voy a decir nada.

4 — Los bed and breakfast


Una guía turística de Irlanda que le robé a un amigo mío hasta que se dio cuenta y me pidió que se la devolviese decía que el país posee los mejores bed and breakfast de Europa. Y yo no he estado en ninguno fuera de la isla, pero los que he visitado aquí hasta la fecha han dejado el listón en lo más alto. Son casas (señores casoplones en muchos casos) cuyos dueños ponen a disposición de los turistas para que éstos hagan uso de sus habitaciones para pasar la noche. Y hay cientos, salpicando el mapa de Irlanda y encontrándose en los sitios más recónditos (de hecho, siempre que tengo que alojarme en uno procuro que esté lo más alejado de la civilización posible porque si me pierdo al tratar de llegar a él puede que saque material para una entrada). La amabilidad de sus dueños is over nine thousand y podrían competir en nivel limpieza con los hoteles más pijos (los bed and breakfast, no los dueños).

Y lo mejor viene a la mañana siguiente, cuando uno sale de una cama que no tiene que hacer y pasa por la ducha del baño ensuite, pues lo que aguarda en el salón del bed and breakfast, preparado con cariño por una señora mayor (porque el 95% de los bed and breakfast están regentados por irlandesas de avanzada edad) se merece su propio apartado en esta lista.

3 — El desayuno irlandés


Salchichas.

Bacon.

Champiñones.

Tomate.

Judías.

Hasbrown.

Morcilla negra.

Morcilla blanca.

Huevo frito.

Tostadas.

Café.

Si todo lo anterior no ha provocado que se os haga la boca agua, no pintáis nada en mi vida. Se aceptan variaciones en un desayuno irlandés, como modalidades vegetarianas (o incluso veganas), que falte algún ingrediente o que se le añadan rarezas en plan farl o especias por encima. O incluso cambiar el café por un té.

He perdido la cuenta del número de cafeterías en las que, llegado el fin de semana, nos hemos metido el cebatil anteriormente descrito entre pecho y espalda (mi novia tiene contactos en Facebook que me conocen exclusivamente por aparecer en fotos jalándome un Irish breakfast detrás de otro). Y los que nos quedan, oye. Después de tener más mili en esto que el palo de la bandera, un consejo que puedo dar a quien esté interesado en disfrutar de tan maravillosa experiencia gastronómica es que huya como de la peste de aquellos locales que llaman brunch al desayuno irlandés, pues lo que se va a encontrar es lo mismo que en cualquier otro sitio, pero cuatro euros más caro por tener un nombre pijo.

Éste cayó hace dos días en un sitio cuya ubicación no pienso revelaros, que me gusta mucho y bastante concurrido está sin que vayáis vosotros a quitarme el sitio

2 — Los irlandeses


Desde aquella señora que a mi novia y a mí nos confesó su envidia hacia el clima español "porque el frío y el calor seco matan a los microbios, no como aquí, que es todo humedad", hasta el compañero de trabajo que me saluda cada mañana con un "Buenas díos, ¿cómo estásss?", pasando por el que nos agradeció el vivir aquí "pues al venir gente de fuera se renuevan los genes del país", los irlandeses rezuman amabilidad. Al contrario que ocurre en España, donde conocemos a alguien que viene de fuera y, dependiendo de su país de origen, damos por sentado que ha venido o bien para robarnos el trabajo o bien para robarnos la novia, cuando le dices a un irlandés que eres español, lo primero que va a hacer es preguntarte por tu ciudad de origen para acto seguido, y en el caso en el que la conozca personalmente, relatarte emocionado cientos de anécdotas de cuando estuvo allí. En mi caso, como el último irlandés que estuvo cerca de la capital del Pisuerga fue Hugh O'Donnell, lo que suelen hacer es contarme sus últimas vacaciones en Tenerife o Torremolinos y darme su opinión acerca del Real Madrid en la temporada actual.

Otro detalle destacable es que (una vez más, al contrario que ocurre en España), la amabilidad irlandesa se incrementa con la edad, y son los integrantes de la tercera edad quienes suelen hacer un mayor esfuerzo por dejar bien claro que aqui somos bienvenidos. Por nuestra parte, el único sacrificio requerido es ser capaces de entender lo que dicen, pues el acento de este país es al inglés como el murciano al español, y muchos nos hemos llevado una cura de humildad del tamaño del condado de Kerry al descubrir que uno no sabe inglés por haberse visto dos cintas del curso de Muzzy. Pero no pasa nada, porque a un irlandés le pides cuarenta veces que te repita lo que acaba de decir, y las cuarenta veces lo hace encantado.

Vale, no todos los irlandeses son un cielo. También los hay ariscos y bordes. De hecho, el habitante de este país con más mala follá que he conocido hasta la fecha se merece, por paradójico que pueda parecer, el primer puesto en mi top ten.

1 — Arya

<3

Fue una tarde de invierno de dos mil quince, mientras mi novia y yo salíamos de trabajar, cuando este trasto de cuatro patas hizo su aparición estelar y aceptó compartir piso (y después casa) con nosotros. Pero, pensándolo mejor, creo que contaré su historia en una entrada aparte, que por hoy ya vale, ¿no?


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lunes, 16 de octubre de 2017

Qué sueño

A ver, que me pilla el toro. Ha sido una semana de las de no parar, con mucho trajín en el trabajo y un viaje exprés a Londres del que no tengo nada que destacar (incluso los trayectos en tren que nos llevaron a la ciudad del Támesis desde el aeropuerto y al aeropuerto desde la ciudad del Támesis fueron correctísimos en todos los aspectos, por lo que no tengo ningún motivo aparte de los habituales para cagarme en Margaret Thatcher).

Un inciso: el bufé del hotel incluía gofres. Y mi novia y yo compartimos uno porque nos pusimos como cerdos en el desayuno y no nos atrevíamos a meternos dos. Digo esto únicamente para fardar y daros envidia.
Odiadme

Otro inciso: si tenéis que viajar en avión, es desaconsejable que el día antes vayáis al gimnasio y os deis mucha paliza a nivel de piernas, pues las agujetas suelen provocar una cojera muy sospechosa de cara al paso del control de seguridad aeroportuario. Os lo dice alguien que ha tenido que aguantar miradas del personal de seguridad en plan "tú estás pasando demasiada droga, colega" mientras me arrastraba bajo el arco detector. En serio, tuve que frotarme los muslos con cara de dolor para dejar claro que no estaba haciendo de mula.

Vale, reconozco que no todo fueron buenos ratos durante esta excursión de fin de semana a Reino Unido. En el vuelo de vuelta me tocó soportar a un mastuerzo pelirrojo que vestía un chándal gris de felpa (algún día tendremos que debatir acerca de la finísima línea que separa a los chándals de felpa de los pijamas) y que se pasó todo el viaje abierto de piernas y con los brazos prácticamente en jarras en una postura con la que daba la impresión de haberse caído del techo o algo por el estilo, invadiendo no únicamente el reposabrazos que compartíamos, sino parte de mi asiento. Teniendo en cuenta que la semana pasada también me quejé por haberme visto en las mismas (en aquella ocasión sufrí al imbécil correspondiente a bordo de un Alsa), algunos estaréis pensando si no sería mejor para mí intentar ser un poquito comprensivo con este colectivo y tratar de ponerme en su lugar en vez de directamente odiarles. Y lo he intentado, pero es que yo estoy muy contento con el tamaño de mis genitales, qué le voy a hacer.

En fin, que lo dicho hasta ahora no llena una entrada, pero estamos a domingo por la noche y ando como el conejo de Alicia en el país de las maravillas (aunque yo no me he drogado), por lo que esta semana va a caer una entrada escrita con prisas y a última hora, así que no os esperéis ninguna joya y no os quejéis si no os gusta.

Lo que voy a hacer es relataros un sueño que tuve a medidos de semana. Y lo voy a hacer porque para mí resulta bastante excepcional el recordar algo que he soñado la noche antes, pues mi cabeza es como un telesketch que se pone boca abajo y se agita en cuanto me despierto.

Otro inciso más: mi hermano me ha regalado un telesketch diminuto que mola un huevo. A ver si un día os hablo de él.

El comienzo del sueño transcurría en una de las muchísimas (y cada vez más caras) hamburgueserías que hay en Dublín. Dentro del local, y sentados en torno a una mesa rectangular, nos hallábamos mi novia, varios familiares suyos y yo, dispuestos a dar buena cuenta de (¿a que no lo adivináis?) sendas hamburguesas y varias raciones de patatas fritas, en un ambiente alegre y distendido.

La trama se complicaba cuando hacía aparición en el lugar un grupo de adolescentes españoles, de los que suelen venir a la capital irlandesa a estudiar inglés, conocer el país y dar por culo que no veas, cargando con sus mochilas en el bus, sentándose en medio de la calle, hablando a gritos y crispándome los nervios en general cada vez que ellos y yo compartimos espacio (y sé muy bien lo que digo cuando hablo de esta fauna, pues yo fui uno de ellos durante el verano de dos mil once). Y mi sueño no fue una excepción. Al malestar que por defecto me causa su presencia, había que añadirle un cabreo que me iba invadiendo conforme los miembros del grupito recién aparecido se acercaban a nuestra mesa y se convertían en una auténtica molestia para nosotros, atreviéndose incluso a rapiñar comida de nuestros platos.

En ese momento, el más tonto de todos (sé que era el más tonto porque en todos los grupos de adolescentes hay uno, y siempre acaba siendo el que más me toca los cojones) se acercaba a mi sitio y comenzaba a comerse entre risas mis patatas fritas (MIS patatas fritas). Harto de tener que soportar la situación, yo me levantaba y le miraba fijamente a los ojos mientras él masticaba, insisto, MIS patatas fritas con aire de diversión.

Y le metía de hostias. Ojo, no estoy hablando de un par de pescozones como los que me arreó don Procopio durante una clase de Conocimiento del Medio en 4º de Primaria cuando mencionó a Moctezuma y yo añadí en voz alta "con su capa y con su pluma" (si el chiste os parece malo, reclamadle a Ibáñez, que se lo copié tras descubrirlo en un mortadelo), no. Me refiero a una somanta de las de dejar a alguien al filo de la muerte. No sé por qué, pero cuando sueño que participo en peleas, éstas suelen ser de lo más sádico y violento por mi parte (con lo pacífico que soy yo en la vida real, tú). La cuestión es que al terminar de endiñarle la ristra de leches, el más tonto del grupo yacía inconsciente bajo la mesa sobre la que se encontraban nuestras viandas.

Y la historia no acababa aquí. Complicando aún más la situación, sobresalía del grupo en ese momento uno de los chavales, que pese a ser adolescente me sacaba una cabeza (a mí, que mido casi metro noventa) y contaba con una anchura de hombros propia de los mondoshawan que salían en la peli El quinto elemento. Decidido a vengar a su caído compañero, el mameluco me decía que pensaba partirme la cara, y yo reconocía con gran pesar que estaba en lo cierto, pues las artes fostiadoras de las que hago gala durante mi fase onírica no tendrían nada que hacer frente a semejante leviatán.

No obstante, y pese a que yo ya contaba con salir apaleado de la hamburguesería, en un inesperado giro de los acontecimientos, los adolescentes (mameluco incluído) decidían introducirse en tropel al baño justo en el momento en el que nosotros pagábamos la cuenta y salíamos del local, aplazando hasta el día siguiente la paliza que me iba a caer.

Pasada la noche y llegado un nuevo día, quienes habíamos cenado juntos el día anterior volvíamos a compartir actividad de ocio, esta vez yendo al cine. Una vez situados en nuestras butacas y dispuestos a disfrutar de no recuerdo qué película, los mismos putos críos volvían a manifestarse. Sin embargo, y teniendo en cuenta los acontecimientos ocurridos en la hamburgesería, su actitud se mostraba más calmada y respetuosa en esta ocasión, por lo que no me tocaba convertir la sala de cine en un fostiorama (me acabo de inventar esa palabra, por cierto). Por otra parte, el que me la tenía jurada no estaba allí, pues se encontraba en casa con un gripazo que no le dejaba salir de la cama.

Al salir del cine, y debido a que en los sueños suelen pasar estas cosas, me encontraba completamente solo caminando por la calle de camino a casa. Entonces, surgido como de la nada, aparecía tras de mí el mameluco, envuelto un una manta y moqueando que daba pena verlo. Y quizá fuese por esta circunstancia, pero su actitud era de lo más pacífica. No sólo eso, sino que poco a poco se iba formando entre nosotros un bonito sentimiento de respeto e incluso afecto que se traducía en amistad cuando me regalaba el objeto que portaba en su mano: un cedé de los Rolling Stones. A mí, que siempre he sido de los Beatles.

Yo siempre he sido muy agradecido, las cosas como son, pero antes de que pudiese darle las gracias, el despertador me sacó de mi sueño a patadas. No intentéis encontrarle una moraleja o una interpretación, porque está bastante claro (y quien diga lo contrario quiere sacarlos los cuartos) que los sueños no tienen nada de eso.

Y ya está. La semana que viene intentaré currármelo un poquito más. Palabra.

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sábado, 7 de octubre de 2017

Lo importante

Sí, esta semana voy a hablar de "lo de Cataluña". Y os advierto que la entrada viene espesita.

No tenía pensado dejar que este tema se colase en mi blog, pero resulta que el otro día, el Alsa en el que viajaba del Adolfosuarezmadridbarajas a Valladolid por un asunto que no os incumbe (y que nadie se ofenda si no he avisado para quedar, pues he pasado en la capital del Pisuerga menos de catorce horas y no he tenido tiempo ni de ir al baño) me ayudó a describir con bastante precisión cómo me siento al respecto.

Me explico. Mi asiento se situaba justo encima del lavabo del bus, y esta feliz circunstancia provocó que, durante las tres horas de trayecto, y sin descanso, oliese ora a heces, ora a orina en torno a mi sitio (insisto para que quede claro: TRES HORAS sufriendo EN TODO MOMENTO un pestazo horrible A PISES Y CACAS). Si esto no fuese suficiente para amargarme el viaje, el jambo del asiento de al lado, durmiendo en una postura imposible, roncaba como si se hubiese tragado una motosierra en marcha, y su atronar hacía que la música que sonaba a todo volumen a través de mis auriculares pareciese un susurro agónico.

Así que mis sentimientos relativos a este conflicto coinciden con los que me invadieron durante el inolvidable viaje en aquel Alsa que olía como el taxi que llevó a Will Smith de Filadelfia a Bel Air: asco y cabreo. Asco, porque las noticias que vienen de un lado huelen a mierda y las que vienen del otro huelen a meados: imágenes manipuladas, mensajes parciales, morbo que busca el minuto de oro, rumores convertidos en titulares, propaganda hecha noticia, bulos tomados en serio y un sinfín de inmundicias mediáticas ante las que Joseph Goebbels debe estar dándole codazos a Margaret Thatcher (pues confío en que los dos hayan sido mandados al mismo sitio) con regocijo mientras le dice: "esta peña no para de adelantarme por la derecha, tú". Y cabreo, porque estoy viendo con impotencia cómo todo el mundo se ha visto repentinamente inmerso en este rosario de la aurora sin pies ni cabeza y estamos a punto de acabar como en la escena de la iglesia de la peli Kingsman, sólo que en vez de Lynyrd Skynyrd interpretando Free bird, la banda sonora la van a poner criajos berreando el Cara al Sol y Els segadors.

En serio, el poco rato que he pasado en un Valladolid cuyos balcones están plagados de banderas rojigualdas (y esta vez no es porque juegue la Roja) me ha servido para darme cuenta de que nadie se libra. Y lo peor es que he escuchado auténticas barbaridades por parte de gente que empieza a ansiar la salida al mercado del Franco 2.0 o que espera con ilusión ver imágenes de tanques en la Rambla siguiendo el mismo recorrido que aquella furgoneta que nos hizo olvidarnos de lo que pone en nuestros DNI durante unas horas hace un par de meses.

Y ahora es cuando os tengo que decir lo que pienso al respecto.

Podría decir que el referéndum es ilegal e inconstitucional y que Cataluña le está haciendo un mortadelo a España con todo esto, o podría decir que preguntarle al pueblo es un ejercicio democrático al que no deberían ponérsele zancadillas desde Madrid.

Podría decir que enviar a tres mil piolines a reventar a ciudadanos que sólo querían votar ha sido la mayor de una interminable serie de meteduras de pata por parte de ese incompetente que tenemos por Presidente del Gobierno, y que deberían rodar varias cabezas por ello, o podría decir que la policía está para lo que está, que la ley hay que cumplirla y que a veces, cargar con una porra, también es cumplir con tu trabajo.

Podría decir que la Constitución es poco menos que un libro sagrado al que habría que apelar para pararles los pies a los catalufos, o podría decir que la Carta Magna no se corresponde con la España actual y que debería ser reformada con cautela y consenso (no como aquella vez que Rajoy y ZP se dedicaron a dibujar pollas sobre el artículo 135 en un cuarto oscuro del sistema democrático al que sólo tienen acceso ellos).

Podría decir que la nación está unida contra esta barbarie independentista y que hace falta más mano dura contra los rebeldes catalanes, o podría decir que los españoles sólo han sabido estar unidos cuando lo de Las Navas de Tolosa y cuando lo de Bailén (y tendría que decirlo con la boca pequeña y matizando mucho), y que cada bandera de España ondeando en un balcón viene a decir "Aquí vive uno que simplemente odia a Cataluña".

Sin embargo, mi opinión es ésta:

Paso. Paso de todo esto. Tengo otras cosas por las que preocuparme.

"Ya, pero es que la Constitución..."

Me da igual.

"Ya, pero es que el Govern..."

Me la pela.

"Ya, pero es que el artículo 155..."

Me la sopla.

"Ya, pero es que el resultado del referéndum..."

Me la refanfinfla.

"Ya, pero es que el rey..."

Me la trae floja.

Me da igual. Me da igual.

He decidido no seguirle el juego a, tal y como definió Quequé con gran acierto en el segundo mejor episodio de La vida moderna hasta la fecha (porque el primero es, ha sido y será el de Ignatius en el taxi), "las dos derechas más corruptas de Europa tapándose con un trapo sus putas vergüenzas".

Sé que hago mal, pues basta con conocer un poquito la historia de nuestro país para ser consciente de que, aunque sea lo más coherente, no posicionarse es la opción más descabellada e insensata cuando la cosa se calienta, ya que apoyar a unos te convierte en enemigo de los otros y apoyar a los otros te convierte en enemigo de unos, pero no apoyar a ninguno te convierte en el enemigo de todos. No obstante, es lo que hay, así que sacadme de la multi si lo único que pretendéis es dejar el cerebro en punto muerto y permitir que otros lo empujen cuesta abajo mientras escupís las soflamas en blanco y negro que el bocazas ignorante de vuestro cuñado os acaba de mandar por Whatsapp. Y os lo dice alguien a quien LE CHIFLA (recuperemos el concepto "chiflarse", por favor) debatir sobre política. Pero así, no.

Dicho esto, hablemos ahora de otro asunto que me preocupa más y que considero de urgencia nacional. Y es que el otro día, mientras hacía tiempo en la T4 entre viaje en avión y viaje en bus, me acerqué a los mostradores de facturación de Iberia con la esperanza de hacerme con una etiqueta identificadora que atar en lo alto de mi maleta. Mi decepción fue mayúscula cuando descubrí lo siguiente:

¿¿¿QUÉ PUTA MIERDA ES ESTO, IBERIA???

Hace veinte años, uno se acercaba al mostrador de esta compañía aérea y se iba de allí con un identificador que era un primor: de plástico duro, cerrado sobre la etiqueta para que ésta no se deteriorase y con un lazo firme como su puta madre acabado en punta que se ataba sobre sí mismo y no había dios que pudiese arrancarlo de la maleta. Echad un ojo a cómo era el objeto del que estoy hablando para que podáis comprender mi nostálgica rabia:

fuente: todocoleccion
¡Identificador real YA!

Reconozco que por aquella época yo no tenía ni puñetera idea de cómo era un avión por dentro, y aunque el viaje más largo que hice fue una excursión en autocar con el colegio al Henar de Cuéllar, he de decir que llevé aquel trozo de plástico enganchado en la mochila (la cual me regalaron con los quesitos de El Caserío y se me jodió aquel mismo día) con un orgullo como no he vuelto a sentir desde entonces.

Y ahora me encuentro con que la aerolínea nacional me ofrece un triste trozo de papel con un aún más triste trozo de hilo que tiene pinta de desprenderse vergonzosamente si al maletero del aeropuerto le da por toser fuerte mientras echa mi equipaje a la bodega del avión. ¿Qué coño pasa contigo, Iberia? ¿Dónde está el artículo de la Constitución que me defiende frente a semejante ultraje? ¿A qué esperas para dar un puñetazo en la mesa y poner solución a este problema, Felipe?

Iberia ens roba, collons!

Que vosotros diréis "si tan indignado estás porque Iberia saque etiquetas de mierda para identificar las maletas, ¿por qué leches has cogido no una, sino DOS?". Pues por dos motivos (y espero que en esto sí que haya unidad nacional, porque sé que TODOS pensáis igual que yo): porque eran gratis y para poder quejarme.

Vale, lo reconozco. Lo del identificador de la maleta es un berrinche tonto, y el único motivo para traerlo a colación ha sido mantener un mínimo nivel de payasismo en una entrada que me estaba quedando demasiado seria. Bueno, eso y que necesitaba desquitarme. Y que éste es mi blog. Y que vosotros no mandáis en mi vida. A callar.

Volviendo a "lo de Cataluña" (y con esto termino, palabra), quizá tenga algo que ver la falta de lluvia, que está secándole las neuronas a la gente y por eso los malahostiómetros están alcanzando máximos insostenibles. Las cosas como son: lo de ir a primeros de octubre en manga corta y que aún no se hayan pelado los árboles ES PREOCUPANTE (joder, si hace años, por estas fechas, yo empezaba a plantearme la posibilidad de sacar los guantes del armario). A este paso, si tengo suerte de volverme a España dentro de veinte o treinta años (para los que acabáis de llegar, llevo viviendo en Irlanda desde dos mil doce y la cosa va para largo, visto lo visto), me voy a encontrar el país convertido en un desierto. Un desierto que, ojito a esto, no entendería de fronteras ni de nacionalismos.

Por ello, en lo que esperamos a que Minerva Piquero pronostique una buena chaparrada que recorra la península de punta a punta, obligando a cerrar el periódico, guardar el móvil en el bolsillo y apartar la vista de la tele para contemplar el paseo de las gotas de lluvia por la ventana, tengamos claro que lo que le falta a los ríos y pantanos del país es agua, no sangre. Así que menos plantar banderas, y más plantar árboles, coño.

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lunes, 2 de octubre de 2017

Viacrucis gafotil

Decía el grupo Poison en su pastelosa balada que "toda rosa tiene su espina", y me estoy acordando precisamente de esa frase justo ahora que son las dos de la madrugada y el bed and breakfast en el que estoy alojado, si bien cuenta con una habitación amplia y limpia, un prometedor desayuno irlandés por el que ya se me está haciendo la boca agua y hasta toallas en el baño, también tiene un aislamiento acústico de mierda, y se oye tó. En este momento, por ejemplo, puedo escuchar un ruido constante procedente de la habitación de al lado, y o bien el inquilino de la misma está arrastrando la cama por el suelo, o bien está roncando como un ceporro. Apuesto por la segunda opción, y en lo que al puto león marino le da por darse media vuelta y dejar de atronar, voy a contaros la ligeramente larga historia de mis gafas de sol.

Dichas gafas llegaron a mis manos una tarde de finales de enero de dos mil catorce. Mi novia y yo íbamos a viajar a Bruselas, y como yo soy un maniático que necesita cruzar el control de seguridad del aeropuerto al menos dos horas antes de que salga el avión so pena de sufrir un ataque de pánico, andábamos viendo tiendas a la espera de que tocase embarcar. Uno de aquellos comercios aeroportuarios era un Sunglass Hut en el que, como podréis imaginar, se encontraban a la venta diferentes modelos de gafas de sol a precios desorbitados.

Yo siempre había querido tener unas Ray-Ban, pero un motivo en particular me había impedido adquirirlas hasta aquel entonces: no tener ni un puto duro. Sin embargo, mi situación económica había mejorado notablemente desde mi llegada a Irlanda dos años atrás, y si bien no estaba (ni estoy) como para andar quemando billetes, al menos no me supondría un sacrificio desmesurado el hacerme con el par de gafas que me ponían ojitos desde la vitrina de la tienda. A esto habría que añadir que mi novia comenzó a interpretar un magnífico papel de Pepito Grillo detrás de mí, repitiendo una y otra vez que me merecía ese capricho y cosas por el estilo.

Indiqué entonces a la dependienta que estaba interesado en aquel par de Ray-Ban, y ella procedió a completar la transacción económica, durante la cual protagonizó varias escenas que me mosquearon un poco. A saber:

  • Darme las gafas de exposición que decenas de personas antes que yo se habían probado y habían devuelto a la vitrina sin convencimiento.
  • Meterlas en un estuche demasiado pequeño, el cual presionaba notablemente los cristales cuando se encontraba cerrado.
  • Guardar el estuche en una bolsa de papel, sin caja de cartón ni nada.
  • Cachondearse cuando le enseñé mi tarjeta de embarque al pagar porque mi segundo nombre es "Ángel".
Lo del segundo nombre me dio más o menos igual, pero todo lo anterior en la lista, no. Y es que mi sibaritismo aumenta en proporción a la pasta que me estoy dejando en un bien o servicio, y sin querer parecer presuntuoso, tengo que reconocer que me rasqué el bolsillo un rato largo para adquirir aquellas puñeteras Ray-Ban. Y lo peor de todo es que no pude estrenarlas hasta pasados dos meses de la fecha de compra, pues el tiempo durante nuestra estancia en Bruselas fue una mierda sólo superable por la mierda de tiempo que suele hacer en Irlanda.

Total, que cuando el sol se decidió a aparecer una mañana de marzo, yo saqué mis Ray-Ban de su apretado estuche y descubrí horrorizado una pequeña fisura en una de las patillas que había estado ahí todo este tiempo sin que yo hubiese podido percatarme. Aquello fue sólo el principio del calvario.
Llegados a este punto, me veo obligado a hacer una confesión. Yo pensaba ilustrar la progresiva degradación que sufrieron mis gafas con fotos de Jesucristo (al fin y al cabo, soy cristiano y eso me permite tomarme ciertas licencias). Sin embargo, no me ha quedado más remedio que recoger cable. Y no por miedo a que HazteOír pasee un autobús con mi nombre por ello o alguna mierda por el estilo, sino porque no he conseguido encontrar suficientes fotos libres de derechos y aún queda mucho para que pueda fotografiar pasos en Semana Santa o acercarme al Museo Nacional de Escultura a hacerme con material. Debido a este contratiempo, me he preguntado: "¿qué obtienes si a la segunda mitad del Nuevo Testamento le añades un final feliz (y un conflicto familiar que complique un pelín la trama)?", y yo mismo me he respondido: cualquier película de Bruce Willis.
El aspecto de mis Ray-Ban equivaldría más o menos a esto:

fuente: lionsgate
¿Que qué tiene de malo Bruce Willis en esta foto? Joder, ¿os parece poco que esté calvo?

Llegué al trabajo con una mezcla de decepción y odio hacia la dependienta del "Hahaha, your middle name is Énllel" que me entregó aquellas gafas defectuosas, y le relaté a mis compañeros lo que he contado en lo que va de entrada. Uno de ellos, puesto que tenía que coger un avión a los pocos días, aprovechó su paso por el aeropuerto para preguntar por mí si aquella situación tenía remedio, y a su retorno me hizo entrega de una buena noticia. Pues sí.

Me preguntó si aún tenía el ticket; y yo, que cuanto más pasta me gasto en algo, más cuidado pongo en atesorar su correspondiente prueba de compra, tenía la misma en mi casa en unas condiciones de conservación que ríase usted de la Mona Lisa (la cual, aprovecho para denunciar, está de un sobrevalorado que te cagas), respondí afirmativamente. Esto me permitía, siempre que no hubiese pasado más de un año desde la adquisición (joder, como que sólo habían pasado dos meses), acercarme a cualquier Sunglass Hut del país y exigir que me cambiasen las Ray-Ban.

Llegado el siguiente sábado, y aprovechando que mi novia y yo fuimos al centro de Dublín (porque por aquel entonces vivíamos en un pueblo de las afueras y al centro sólo íbamos los fines de semana), nos acercamos al centro comercial Stephen's Green, cuyo establecimiento gafotero estaba regentado por dos dependientas. Lo primero que hizo la primera de ellas, nada más escuchar la historia y recibir mis gafas, fue DOBLARLAS por el lugar en el que se encontraba la pequeña fisura.

fuente: fox
Primera hostia. Y no sería la última

Acto seguido, se encogió de hombros, me confesó que no sabía muy bien qué hacer porque llevaba pocos días en ese puesto y le pasó mis Ray Ban a su compañera, la cual se dedicó a DOBLARLAS y aumentar la rajita mientras yo sufría al contemplar su actuación.

fuente: fox
Y que haya insensibles afirmando que las gafas son un animal que ha nacido para morir en manos de una dependienta...

Esta segunda vendedora tampoco pudo resolver mi conflicto, pues no contaba con la autoridad suficiente para ello ("y hoy no está el manager", añadió), y me redirigió a un segundo Sunglass Hut que, tal y como me indicó, se encontraba en el Brown Thomas de Grafton Street, a escasos trescientos metros de allí.

Una vez llegamos al Tomás Marrón, tuvimos que dedicar un buen rato a localizar el área destinada a la venta de gafas, pues se encontraba oculta en el sótano del edificio. Este subterráneo lugar estaba regentado por una dependienta a la que relaté una vez más mi historia. "Déjame ver las gafas", dijo cuando terminé. Y en cuanto cayeron en sus manos y localizó la fractura, LAS DOBLÓ.

fuente: fox
Si existe un partido político contra el maltrato gafotil, que cuente con mi voto

Mientras yo comenzaba a sufrir por la tortura a la que el par de anteojos se estaba viendo sometido, la comerciante desapareció con ellos durante un cuarto de hora, más o menos, durante el cual ignoro a qué se dedicó. A su vuelta, lamentó comunicarme que no iba a poder hacer nada por ayudarme, pues aquello no era realmente un Sunglass Hut ("y hoy no está el manager", ojo). Haciéndome sentir atrapado en el tiempo como a Bill Murray, me dijo que en el centro comercial Jervis, situado al otro lado del río, podría solucionar mi problema, pues allí había un Sunglass Hut auténtico y genuino. Y allá que fuimos.

La cuarta persona que escuchó de mis labios el "Cómo conocí a estas putas Ray-Ban" era un dependiente que, tal y como estaréis imaginando (pues aún os queda un huevo de entrada por leer) no solucionó mi problema. Parece ser que aquel sábado era el Día Mundial sin Manager o algo, así que el pobre sólo pudo invitarme a probar suerte one more time a la semana siguiente, ya que para entonces habría allí alguien por encima de él en la cadena de mando capaz de llevar a cabo el cambio de gafas.

Se me olvidaba: por supuesto que LAS DOBLÓ.

fuente: gaumont
Estoy empezando a quedarme sin ideas para los pies de foto

Dejé que las gafas se repusieran de la paliza en su prieto estuche y volví al Jervis pasados siete días. Una vez allí, mientras confirmaba que el ente llamado manager al que tanto hacían referencia los dependientes rasos no era un ser mitológico (pues se encontraba frente a mí oyendo cómo le relataba mi compra con cierta desgana por haber tenido que repetirla tantas veces), ella, por su parte, analizaba la más que visible fractura en la patilla y, movida por un impulso miserable que debe afectar a todos los empleados de esta cadena, se dedicaba a DOBLARLAS.

fuente:gaumont
He visto El quinto elemento por lo menos seis veces

Cuando yo terminé mi relato y ella terminó de joderme las gafas un poquito más, admitió que no disponía de ese modelo en particular para llevar a cabo el trueque, y me ofreció cambiarlas por unas parecidas. "Parecidas, mis cojones", pensé al ver el nuevo modelo. Las que me ofrecía tenían las patillas rosas y los cristales cuadrados. Como no quería pasar de Tom Cruise en Top Gun a Paco Clavel en su día a día, decliné amablemente su proposición y le pregunté si no podríamos llegar a un acuerdo. Como no iba a ser posible recibir un reembolso, me aseguró que dedicaría los siguientes días a preguntar en otros sunglasshutes si les quedaba un modelo similar al mío. Y que le llamase el siguiente viernes para ver en qué quedaba la cosa.

Llegó el viernes, y llamé por teléfono. La manager me aseguró que había consultado en los Sunglass Hut de todos los condados del país (lo cual fue una fanfarronada de libro por su parte, pues sólo hay cinco Sunglass Hut en toda Irlanda, y ninguno fuera del condado dublinés) y que ninguno contaba con mi modelo, pero que podría acercarme a cualquiera de ellos y elegir un par similar al mío. Este dictamen me acojonó notablemente, habida cuenta de que para esta mujer, unas gafas clásicas de aviador eran iguales a las horrendas pacoclavel que había tenido en mis manos días antes. Sin embargo, como no me quedaba otra, acepté y le dije que al día siguiente volvería al aeropuerto, pues iba a volar no recuerdo a dónde. Ella me indicó que hablaría con el personal de la tienda aeroportuaria en el que comenzó esta loca historia y que allí tendría lugar, por fin, el deseado cambio.

Total, que el día después, una vez pasado el control de seguridad (dos horas antes del vuelo, of course), me acerqué al Sunglass Hut y el dependiente detrás del mostrador (quien no tenía pinta de hacer mofa de los segundos nombres de los pasajeros) supo quién era yo y a lo que iba en cuanto vio que me dirigí derecho hacia él (después deduje que su conclusión se basaba en que debí ser el único que no entró en la tienda aquella mañana a paso de zombi y dejando que mi mirada vagase por las vitrinas). Pidió que le dejase mis gafas, cuya (por aquel entonces ya) rota patilla apenas se mantenía recta. Él, por no saltarse la tradición, TAMBIÉN LAS DOBLÓ.

fuente: miramax
Stop tortura gafotil

Una vez completado este ritual, me dijo que aquello no tenía pinta de defecto de fábrica y me preguntó si había tenido cuidado con ellas. Yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por reprimir las ganas de saltar el mostrador y meterle dos hostias, le aseguré que apenas las había tocado (lo cual era cierto) y comencé a mostrar signos de desolación que el dependiente debió de interpretar con suma facilidad, pues me invitó a elegir un modelo de la zona Ray-Ban que se asemejase al que, ya cadáver, reposaba en sus manos.

Y aquí viene lo mejor. Mi novia, que se había dedicado a echar un ojo por la tienda mientras yo contenía mis impulsos homicidas frente al dependiente, me enseñó lo que acababa de descubrir: las mismas putas gafas (os lo juro), situadas exactamente en la misma vitrina en la que se encontraban las que adquirí dos meses atrás, me contemplaban con regocijo. "Éstas", grité hacia el mostrador, y el dependiente procedió entonces a abrir un cajón cerrado con llave bajo la vitrina. En este cajón, a su vez, pude descubrir alrededor de diez pares exactamente iguales, todos precintados, y al dependiente no le costó demasiado agarrar uno y proceder a embalarlo como Dios manda. Con funda de su tamaño, y caja de cartón y todo (la cual, por otra parte, aún conservo como oro en paño). Una vez terminó de empaquetar estas nuevas (y libres de cualquier posible fisura) Ray-Ban, me hizo entrega de las mismas y yo me fui del lugar como unas castañuelas, dispuesto a seguir haciendo tiempo hasta el momento del embarque.

Y así, queridos niños, es como me hice con unas gafas que siempre tengo guardadas en el cajón porque vivo en un país en el que el sol sólo aparece cada veinte años.

fuente: abc
Reconocedlo, oslofo

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