lunes, 29 de mayo de 2017

Carta abierta a la Virgen María

Muy Señora Nuestra:

Tú y yo sabemos que nuestra relación podría calificarse, por decirlo de alguna forma, como "distante". Han sido pocas las ocasiones en las que ha ocurrido algo en mi vida relacionado contigo, y todas ellas se han caracterizado por compartir un desenlace bastante decepcionante.

El primer recuerdo que tengo en el que se habla de ti data de mil novecientos noventa y tres. Todos los periódicos y televisiones te mencionaron porque Esteban Sánchez Casas, más conocido como "el santón de Baza", había prometido que sería posible verte mirando directamente al Sol. Sin usar una radiografía, ni nada.

A consecuencia de esta recomendación, treinta granadinos se quedaron medio ciegos. Y a mí me dio un poco de bajón porque contaba con que todo el circo del de Baza no hubiese sido la invención de un sinvergüenza, que te hubieses mostrado de verdad dentro de la corona solar y que alguno de los incautos que sufrió lesiones oculares te hubiese podido sacar una foto que yo habría usado para comprobar si de verdad te pareces a la imagen que, año tras año, en forma de calendario de la Medalla Milagrosa, presidía la galería de la casa en la que pasé mi infancia.

La siguiente palada de arena sobre el ataúd en el que se encontraba mi fe en ti cayó cinco años después, durante el viaje anual a la costa del Cantábrico que hacía con mis padres y mi hermano cada verano. Por aquella época, yo comenzaba a ser un flipado de lo paranormal que, a diferencia de ahora, se creía todo lo que Miguel Blanco contaba en el programa de M80 Espacio en blanco. Mi frikismo llegaba a tal punto, que hice que mi familia me acompañase hasta el pueblo de San Sebastián de Garabandal, donde supuestamente habías hecho una aparición estelar en los años sesenta, para ver si podía encontrar allí algún tipo de revelación. Sin embargo, lo único que obtuve de aquel viaje por carreteras sinuosas fue la certeza de que, cuanto más fervor religioso tiene la gente, más llena el monte de mierda.

La puntilla vino a darla una noche de abril de dos mil dos el programa de Antena 3 Al descubierto. En aquella emisión (que puede verse en Youtube a día de hoy), el espacio trataba tus supuestas apariciones en la finca de El Higuerón, en Marinaleda. Un interesante debate entre expertos de más de dos horas culminaba con imágenes en infrarrojo de los reporteros del programa echando a correr tras la imagen que se mostraba a lo lejos en plena performance para destapar que se trataba de una impostora sacacuartos haciendo el imbécil con una linterna.

Tal acumulación de decepciones hizo mella en mí, por lo que el resto de referencias a ti de las que he sido testigo desde entonces han pasado por mi cabeza sin pena ni gloria. Especialmente sin gloria, que de eso entiendes un rato, ¿no?

Hasta que ocurrió lo del pasado sábado. Como imagino que estarás a muchas cosas, no tengo muy claro que te acuerdes, por lo que voy a tomarme la libertad de refrescarte la memoria. Espero que no te lo tomes a mal.

Mi novia y yo salimos de ver la última de Piratas del Caribe y nos dirigimos a la juguetería que hay frente a los cines. En dicha juguetería, mi novia adquirió un chaletazo de Sylvanian Families para uso y disfrute personal porque es una persona adulta responsable que puede permitirse hacer con su dinero lo que le salga del coño. Yo, aparte de celebrar y respetar su decisión, me ofrecí a cargar con el muerto de camino a casa.

No pesaba, pero abultaba de cojones

Ella, a cambio, procedió a portar las dos jardineras que adquirí en un todo a cien situado varios centenares de metros más adelante y en las que pienso cultivar toda clase de plantas aromáticas, pues estoy llenando mi patio de flores pero aquello no huele a nada y es una pena.

En fin, que íbamos los dos en pleno do ut des calle Aungier arriba siendo azotados por la lluvia irlandesa y mi novia, que había aprovechado la parada en el todo a cien para hacerse con un paquete de galletas de chocolate, me ofreció una. Yo, convertido en un improvisado costalero bajo el chalet de juguete modelo Beechwood Hall, degusté el manjar con deleite.

Tras aquella galleta vino otra. Y otra. Y muchas más. No sé cuántas galletas pueden entrar en un paquete comprado en un todo a cien, pero llegó un punto en el que mis papilas gustativas se encontraban saturadas de dulce. Necesitaba compensar aquel empalago Candy Candy con gran urgencia, so pena de empezar a sentirme a disgusto, algo muy grave cuando se pertenece a la clase media.

Vamos, que necesitaba café.

Y fue entonces, al cambiarme el paquete de brazo, cuando tu imagen surgió triunfal, presidiendo la puerta de una de las muchísimas iglesias que crecen como setas en cada esquina de la capital irlandesa. No habría prestado atención a tu presencia, si no fuese por que, con tu gesto, me estabas ayudando a encontrar lo que estaba buscando desesperadamente. Ante tus manos abiertas, en el juego de perspectiva que se planteaba desde mi posición, aparecía el cartel "STARBUCKS" .

Si esto no es un milagro, que baje tu hijo y lo vea

En ese momento, la lluvia dejó de caer y un rayo de sol cruzó la cristalera de la cafetería, iluminando un detalle que jamás había visto en un Starbucks: entre el enjambre de estudiantes orientales que no deben tener muy claro cómo son aquí las bibliotecas y se están sacando la carrera al calor de un latte macchiatto tras otro y la gente postrada en los sofás echando a perder la tarde viendo fotos de Instagram en sus móviles, había UNA MESA LIBRE.

Y allá que fuimos mi novia y yo, flotando en un aura de incienso y sintiendo un coro de ángeles que entonaban "que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor alabaré alabaré yo tengo un gozo en el alma grande" (bueno, en realidad lo que había era humo y ruido de los coches que circulaban a toda hostia por aquella zona de Dublín, pero es que a mí, cuando sé que me voy a meter un café entre pecho y espalda, se me va un poco la olla). Tras cruzar las puertas del sagrado lugar, pude hacerme con un americano y restablecer el equilibro dulzor/amargura de mi organismo.

Gloria bendita

En fin, no te molesto más, que tendrás cosas que hacer. Sólo quería que supieras que estoy en deuda con todo aquel que me consigue un café directa o indirectamente, por lo que supongo que ahora me tocará ser cristiano, ¿no? Es que el cura de mi barrio siempre se las daba de enrollado y nunca me quedó muy claro cómo funcionan estas cosas.

Pues nada, chica, lo dicho. Hasta pronto si nos vemos.

P.D.: Lo de hacer que parase de llover, podrías haberlo mantenido un par de horas más, que a la salida del Starbucks volvió a caer con una fuerza que te cagas y mi novia y yo llegamos a casa como sopas.

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lunes, 22 de mayo de 2017

Ryanair, ¿qué cojones pasa contigo?

La semana pasada escribí una entrada alegre relatando cómo es posible ir a comprar a IKEA con tu pareja sin que aquello acabe como el rosario de la aurora. Hoy, gracias a Ryanair, me veo obligado a retomar mi tono borde y frustrado.

A estas alturas del milenio, seréis pocos los que aún no os hayáis metido en un avión de la compañía irlandesa. Por si acaso, os comento cómo se juega: una vez comprado el billete a través de su página web, y a falta de pocos días para la salida del vuelo, es necesario hacer la facturación online que permite obtener la tarjeta de embarque. ¿Que cuántos días? Pues cada vez menos. Si mi memoria no me falla, hasta hace un par de años Ryanair daba dos semanas, hace poco el plazo se redujo a una semana y en estos días inciertos en que vivir es un arte, la facturación online se abre a cuatro días de la fecha del vuelo.

Todo esto si queremos un siento asignado al azar y no tener que pagar por reservar sitio, claro. Si uno está dispuesto a apoquinar una cantidad extra para poder plantar el culo en tal o cual plaza, Ryanair concede todo un mes para llevar a cabo la facturación. ¿Podemos mi novia y yo permitirnos este desembolso a mayores? Sí. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Por supuesto que no.

Así que, teniendo en cuenta que nuestro vuelo a Sofía estaba programado para el martes (reprogramado, pues originalmente iba a salir por la tarde pero... ¡Oh, sorpresa! Me llegó un correo hace un par de meses avisando de un cambio mediante el cual la salida sería a las seis y media de la mañana, así que tocó pedir más horas de vacaciones, dejar a mi gata en el veterinario el día antes, meternos un madrugón espantoso para llegar al aeropuerto y escribir este paréntesis tan largo), procedimos a realizar la facturación online el sábado por la noche. Había antelación suficiente, ¿no? Pues parece ser que no, porque el sistema nos asignó asientos ligeeeramente separados. Veinticinco filas entre mi asiento y el de mi novia, nada menos. Vale, no somos una pareja de agapornis y no pasa nada porque tengamos que pasar cuatro horas a más de medio avión de Ryanair de distancia, pero ya que el sistema me ofrecía en todo momento abrir un chat por si necesitaba ayuda y yo, más que ayuda, lo que necesitaba era consuelo, me dispuse a iniciar una conversación para saber si realmente habíamos llegado tan tarde como para encontrarnos con que todo el pescado estaba ya vendido, teniendo que conformarnos con asientos tan separados el uno del otro.

Accedí al enlace, y no había terminado de pensar qué iba a decir cuando un mensaje me avisó de que a esas horas todos los agentes de chat estaban durmiendo en sus casas. Afortunadamente, pude enviar un correo preguntando si no sería posible modificar los asientos, recibiendo al momento una respuesta automática con la promesa de que alguien se haría cargo de mi petición a la mayor brevedad posible.

"A la mayor brevedad posible", en este caso, fue el martes, a media hora de la salida del vuelo, cuando ya estaba a punto de acceder al avión. Un email con el asunto "¡Hemos resuelto tu ticket!" aparecía en mi bandeja de entrada y me explicaba que, lamentablemente, no era posible tramitar mi solicitud, y que tendría que abrir una sesión de chat para ello.

El "Me cago en Ryanair" que solté al leer el correo se pudo oír en toda la cola de embarque.

Inmediatamente después, un nuevo correo me solicitaba amablemente que valorase la ayuda recibida, y yo no tuve más remedio que saltarme mi código ético:

Ryanair, me obligas a ser malo

Insisto, no era el fin del mundo. Mi novia y yo nos habíamos preparado para hacer frente a cuatro horas de tedioso vuelo y, si ella contaba con una tableta llena de series y una Nintendo DS, yo disponía de varias películas en mi ordenador portátil y un megaminx que provoca que me aísle del mundo durante horas cada vez que le echo mano.

Hay una fina línea que separa la genialidad del autismo en quienes jugamos con esta clase de artilugios

Así pues, a pie de pista, me despedí de mi novia, quien procedió a tomar las escaleras delanteras, y entré al aparato por la puerta de atrás. Ocupé mi asiento, localizado detrás de un niño que se dedicaba a convertir todo lo que caía en su mano en un instrumento de percusión con el que improvisar solos de batería carentes de ritmo y delante de otro crío berreante a quien el capítulo del Pocoyó búlgaro que se reproducía a toda hostia en la tableta que su madre habia plantado en sus rodillas estaba introduciéndole en toda clase de estados, a cual menos apaciguante. A mi derecha, un irlandés de avanzada edad portaba un taco de periódicos que debía pesar, así a ojo, unos doce kilos. Y a mi izquierda no había nadie. NADIE, JODER. El asiento estaba vacío como el cráneo de Álvaro Ojeda. Aproveché que aún faltaban unos minutos para despegar y escribí un mensaje a mi novia dándole parte de mi situación asientil. Su respuesta fue de traca:

Pues el asiento que tengo a mi lado también está vacío. Y por esta zona no hay niños.

El "Me cago en Ryanair" que solté al leer su mensaje se pudo oír en todo el avión.

Como estaréis imaginando, en cuanto despegamos y fue posible levantarse, agarré mis cosas y me planté junto a ella. Aunque manda huevos, tanta guerra para poder sentarnos juntos y para poder estar entretenidos, y nos tiramos las cuatro horas que duró el vuelo durmiendo.

Pensaréis que habríamos aprendido la lección, y que hicimos la facturacion online del vuelo de vuelta con tiempo suficiente como para no tener que lamentar una nueva diáspora, ¿verdad? Pues sí, PERO. Y es que, si la facturación abría el martes a las seis y media de la mañana, yo saqué las tarjetas de embarque a las seis y treinta y ocho, mientras me calzaba un desayuno irlandés en el aeropuerto dublinés. Pues bien, a pesar de haber corrido tanto, los asientos asignados estuvieron, una vez más, en filas separadas.

¿Oís eso? Soy yo, que me estoy cagando en Ryanair.

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lunes, 15 de mayo de 2017

Vinimos, vimos y compramos

El otro día, mientras sufría una de mis cada vez más frecuentes crisis de creatividad, le confesé a mi novia que en esta ocasión lo estaba teniendo especialmente difícil para encontrar un tema del que hablar en este blog. Ella, con toda tranquilidad, me puso una mano en el hombro y me dijo suavemente:

—Mañana vamos a ir a IKEA. Seguro que de ahí sacas algo.

Y así es. Su augurio se ha cumplido y esta entrada comienza con un "El otro día fui con mi novia al IKEA". Me imagino que ahora estaréis deseando que mi narración fluya a través de uno de los dos caminos siguientes: o bien un monólogo casposo acerca de lo horrible que es que te veas obligado a compartir tu tiempo con tu pareja y a tener que hacer juntos diferentes actividades ("Bah, qué coñazo el otro día en el IKEA con mi novia, ¿eh? [guiño dirigido a los hombres]. Ahí, mirando cosas todo el rato y comprando y eso, con lo bien que podría haber estado en el bar, hablando de coches y fútbol y rascándome los huevos por encima del pantalón del chándal... [otro guiño dirigido a los hombres]"); o bien una enumeración de todas las desgracias que pueden sucederle a quien tiene la feliz ocurrencia de dirigirse al establecimiento sueco (que pilla a tomar por culo de nuestra casa) con la idea de adquirir un montón de productos y tener que hacerlo en autobús, pues no tenemos coche.

Lamento decepcionaros a todos. En primer lugar, no soy el puto Jorge Cremades. Y en segundo lugar, vale que sólo para llegar a la parada del bus tenemos que caminar varios kilómetros, vale que la palabra en castellano que mejor define a los vehículos de Dublinbus es "tartana", vale que tras una hora de lentísimo viaje a través de las calles de la capital irlandesa el recorrido termina en un páramo dejado de la mano de Dios y azotado por vientos huracanados, vale que una fuerza invisible e indescriptible te obliga a recorrer los pasillos del IKEA a paso de zombi y eso cansa más, y vale que el hilo musical del comercio consiste en el llanto de los críos que hay en su interior, quienes se sincronizan como si fuesen miembros de un ensayado coro gregoriano para que no haya un segundo de silencio (comprobadlo, en serio). Pero, joder, no es para tanto.

Para empezar, si lo primero que haces nada más levantarte es preparar un desayuno irlandés casero con ayuda de tu pareja para luego degustarlo mientras véis un episodio de Bola de Dragón, nada de lo que ocurra a continuación va a joderte el día. Y en cuanto a lo de cargar con la compra... no tendremos coche, pero contamos con un carrito que lleva años facilitándonos la adquisición y transporte de toda clase de bienes de consumo (de hecho, lo compré en IKEA para poder cargar con una estantería Billy). Boxer, llamamos al carrito. Exacto, como el caballo de Rebelión en la granja.

¿Que el viaje en bus es largo y pesado? Para eso inventó dios la Nintendo DS, los libros, los tamagotchis, los mightymaxes y la bonita costumbre de sacarse los mocos. Para no aburrirte durante el trayecto.

Lo primero que hice nada más entrar en el enorme local fue arrancar una tira de ésas de papel que miden un metro, doblarla en varios trozos y reemplazar la que llevaba un lustro en mi cartera. Queda muy friki llevar un metro encima a todas partes, pero es muy apañao porque nunca sabes cuándo te va a hacer falta. Y ahora vosotros también lo vais a llevar, frikis. De nada.

El motivo principal que nos había traído a IKEA fue el hacernos con un juego de cazuelas para reemplazar a las que estábamos usando en casa, pues el interior de las mismas estaba comenzando a adquirir tal tono oxidado que el agua que hervía en las mismas ya empezaba a teñirse de marrón. Que a lo mejor en algunos países con dudoso gusto gastronómico (no miro a nadie, Gran Bretaña) aprovechan esa circunstancia para dar condimento a la pasta o algo, pero yo no me fío. Y sí, nos hicimos con las cazuelas. Y con un huevo de cosas más.

Para empezar, varias macetas de cerámica que llegaron enteras a casa de puro milagro y que he utilizado para plantar los geranios que había de oferta en el Tesco. De oferta porque tienen pinta de no ir a dar flores en las próximas décadas:

Sí, la pared de mi patio necesita una mano de pintura. Que se la dé el casero, no te jode...

También me hice con un taladro de interior, pues el ventanal del salón estaba pidiendo a gritos un visillo o algo. Tengo que dejar claro que la gente de este país no es de husmear el interior de las casas cuando desde fuera se puede ver algo, pero no podíamos evitar sentirnos como participantes de un granhermano (a pesar de tener estudios) cada vez que nos sentábamos en el sofá. Por ello, y aprovechando el viaje, el taladro se vino a casa acompañado de una barra de cortina y un par de metros de visillo comprados al peso que nosotros mismos tuvimos que recortar del rollo (actividad que llevé a cabo pasándomelo como un enano, todo sea dicho):

No os enseño las cortinas en detalle porque el remate de los laterales me ha quedado hecho una mierda

Llegados a este punto, y tras haber incluido ya bastante mercancía en el carro, era obligatorio parar a degustar una tonelada de albóndigas (dicen que tienen carne de caballo, pero yo, ante semejantes afirmaciones, lo que hago es encogerme de hombros y seguir comiendo, qué queréis que os diga) y una porción de tarta de no recuerdo qué digna del mismísimo Jehová.

Una vez hubimos recuperado fuerzas, terminamos de hacernos con todo aquello que necesitábamos: trapos de cocina con los que reemplazar los que teníamos en la cocina (mugrientos a más no poder), velas aromáticas que han resultado no ser tan aromáticas, un tupper en el que poder meter la paella que me llevo al trabajo y que pone de los nervios a mucho tiquismiquis porque la preparo en una olla a presión, y la joya de la corona: una cama para nuestra gata. No, no. No estoy hablando de un cojín grande. Hablo de una cama con su somier, sus cuatro patas, su cabecero y su juego de sábanas:

Con esto hemos logrado que nos convaliden primero de Loca de gatos

Tras finalizar la adquisición de los productos, mi novia y yo nos dirigimos a las cajas a hacer lo que hace todo el mundo mientras la cajera escanea los productos en una caja del IKEA: mirarnos el uno al otro como si fuésemos concursantes de la prueba "La patata caliente" del Gran Prix mientras el total a pagar alcanza valores que no habíamos calculado durante nuestra impulsiva compra.

No sé en otros países, pero en Irlanda, si pasas la tarjeta IKEA Family al pagar, te toca un regalo. La cajera nos dijo al hacernos entrega del ticket: "Escaneadlo en los lectores que hay allí al fondo, que seguro que os toca un helado o algo". Y allá que fuimos, a por algo gratis. Y ¿qué fue lo que ganamos? Una cubertería de veinticuatro piezas valorada en dos mil pelas:

Lo sé. Con esto comen seis personas. Aún así no pienso invitaros a mi casa

Os juro que lo primero que pensé al enterarme de cuál era el premio fue "Vale, ¿y mi helado?", pero segundos después fui consciente de que esto era incluso mejor.

Para rematar la gloriosa tarde, descubrimos que en la sección de comida venden cebolla frita, la cual no es fácil de encontrar en este país y viene muy bien para echar por encima de los perritos calientes que solemos preparar los fines de semana, así que añadimos dos botes a la carga que Boxer llevaba encima sin quejarse y nos dispusimos a tomar la tartana de vuelta.

¿Sabéis qué frecuencia tiene el autobús que va de IKEA a Dublín los sábados por la tarde? Media hora. Y, ¿sabéis cuánto faltaba para que saliese el siguiente? Veintinueve minutos. Qué putada, ¿no? Pues sí, salvo que seáis capaces de disfrutar de veinte minutos de conversación con vuestra pareja al abrigo de un café y dos donuts en la cafetería del establecimiento.

Lo que bien empieza, bien acaba. Y si este día empezó con un desayuno irlandés y Bola de Dragón, el final fue incluso mejor: perritos calientes (con cebolla frita, lo habéis adivinado) y la peli Aterriza como puedas.

Os pensáis que sólo me ocurren desgracias en esta vida. Y ya véis que no.

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lunes, 8 de mayo de 2017

Feliz Disgusto de la Madre

No comparto la línea editorial del diario El Mundo. No obstante, he de quitarme el sombrero ante tres detalles relacionados con esta gaceta: su investigación periodística con lo del caso GAL, la bonita historia de amor entre Exuperancia y su ex director Pedro Jota y las colecciones que ofrecían los fines de semana. De estas últimas he de destacar dos: una de ellas es la de videojuegos (de hecho, fueron varias, y les dedicaré una entrada cuando tenga tiempo libre) y la otra es la colección "Las 100 joyas del milenio", compuesta por los cien libros más representativos elegidos por sus lectores.

"Elegidos por sus lectores". Claro que la democracia tiene sus cosas malas. En este caso, que se les colase "Fin de partida", de Samuel Beckett. Pero bueno, también incluyeron "Los Miserables". Una de cal y otra de arena.

Disfruté como un enano leyendo aquella maravilla de Victor Hugo. Es más, la última vez que estuve en París me hice con una edición en gabacho y ahora sólo me falta echarle œufs para redescubrir la historia de Jean Valjean y así confirmar un detalle del libro que recuerdo vagamente y que, de no ser cierto, me va a hacer quedar muy mal: durante la Batalla de Waterloo, chorromil soldados gabachos terminan liando el petate en una zanja por un malentendido comunicativo entre el guía Lacoste y Napoleón.

Como vosotros no os habréis leído Los Miserables, vamos a suponer que lo que acabo de describir no es una burrada, y así podré enlazarlo con la bonita anécdota que os quiero contar hoy.

Tuve suerte de crecer en un barrio en el que había adultos que se preocupaban por elaborar planes de ocio para los críos como yo. Uno de aquellos adultos era mi padre, que se curraba cada año un certamen de dibujos navideños al que dedicaré una entrada cuando haga más frío. Otro de dichos adultos era Carmen, una vecina que nos congregaba en la sede de la Asociación de Vecinos a todos los renacuajos los sábados que llovía con el objetivo de tenernos entrenenidos mientras elaborábamos todo tipo de manualidades que nos mantenían alejados de las drogas, la delincuencia y la Megadrive.

Fue en uno de aquellos talleres en los que elaboré un marco de fotos con cartón y papel de regalo PRECIOSO en el que, durante años, estuvo expuesta la imagen de un cactus antropomorfo que creció en nuestro patio. ¿Tiene esto algo que ver con mi historia? No, pero me apetecía contarlo.

En fin, vuelvo a encarrilar el artículo. Resultó que, a modo de bonus, la tarde de un viernes de abril de mil novecientos noventa y cuatro, Carmen nos abordó a dos vecinos de mi edad y a mí, quienes en aquel momento hacíamos el imbécil por las calles del barrio, y nos propuso ir a su casa para llevar a cabo una manualidad que podríamos ofrecer a nuestras respectivas madres aprovechando que el siguiente domingo sería el Día de las ídem. Y los tres mocosos nos marcamos un Lacoste de libro que derivó en una escena de lo más divertido. Vayamos por partes.

Lo primero que hicimos fue dirigirnos a nuestras casas con la idea de avisar de nuestra inmediata ausencia. Recuerdo que mi madre, que durante aquellos meses se encontraba gestando a mi hermano pequeño, estaba viendo la televisión en la cocina. Recuerdo que le avisé del proyecto que los tres amigos estábamos a punto de llevar a cabo. Recuerdo que le di un beso y salí por la puerta. Lo que no recuerdo muy bien es si yo le dije algo en plan "Mamá, nos vamos a ir a casa de Carmen AHORA a hacer unas manualidades" y la pobre mujer, por ser la hora de la siesta y encontrarse en estado de buena esperanza, no captó muy bien el mensaje, o si sólo dejé caer que en algún momento entre ese día y el año dos mil cincuenta íbamos a desaparecer durante unas horas debido a cierto tema. Habida cuenta de que siempre he sido bastante atolondrado y un poquito imbécil, estoy casi seguro que la segunda opción es la correcta.

Por otra parte, no sé qué contaron los otros dos en sus casas, pero intuyo que tampoco fueron muy específicos a la hora de dar detalles. Os estaréis haciendo una idea de por qué digo esto, ¿verdad?

La cuestión es que volvimos a juntarnos en la calle a eso de las seis de la tarde y de ahí nos dirigimos a casa de Carmen, que nos esperaba en el salón con un despliegue de folios, cartulinas, pegamentos, papeles charol, pinturas y rotuladores dignos de un especial de Art Attack. Una vez reunidos en torno a la mesa, y siguiendo instrucciones de la mujer, procedimos a elaborar tres magníficas tarjetas de felicitación cuyo diseño consistía en varias flores con pétalos recortados en cartulina y pegados por encima a modo collage. A esto habría que añadir el incluir un texto interior con las típicas chorradas que los niños ponen en las tarjetas de felicitación del Día de la Madre.

Qué detalle, ¿verdad? No como la mierda de collares de macarrones que seguramente hacíais vosotros. Esto era mucho más bonito y elaborado. Sobre todo elaborado, pues no sé si porque no contábamos con la destreza suficiente, o porque el diseño y fabricación de las tarjetas fue realmente laborioso, pero nos tiramos CINCO HORAS con el culo pegado a las sillas del salón de Carmen hasta que, bien entrada la noche primaveral, salimos de su casa portando el trabajo finalizado y una sonrisa de oreja a oreja fruto de la ilusión que iban a sentir nuestras madres el siguiente domingo por la mañana.

Las sonrisas nos duraron poco. ¿Alguna vez habéis visto una de esas películas de mierda que emiten en Antena 3 los sábados por la tarde, en las que el pequeño Timmy desaparece de su pueblo de montaña estadounidente, causando que todos los vecinos se armen con linternas y organicen batidas por el monte para buscarle mientras vocean su nombre? Al final, el cadáver del pequeño Timmy aparece flotando en el lago, la madre grita al conocer la noticia, hay un fundido a negro y tú te preguntas por qué echan semejante bazofia a una hora a la que deberían estar dando dibujos animados.

Cambiad ahora al grupo de yankis embutidos en camisas de cuadros y cazadoras vaqueras con forro de borrego por vecinos de mi barrio y al pequeño pueblecito de montaña por un barrio del sur de Valladolid que lo más parecido a un lago que tenía era una charca a la que nos acercábamos en verano a tirar piedras y os podréis hacer una idea del escenario que los tres amigos nos encontramos aquella noche.

En lo que consistió una operación coordinada una hora antes desde el bar del barrio, todos los vecinos se habían echado a la calle para intentar localizar a los tres críos gilipollas que habían desaparecido aquella tarde sin decir nada en sus casas (o sin haberlo dejado muy claro). Quizá fue debido a que el tema de las niñas de Alcasser aún andaba caliente por aquel entonces, pero la cosa se salió un poquito de madre: creo que alguien llegó a llamar a la policía, hubo sofocos y el perímetro de búsqueda a aquella hora ya incluía los barrios y urbanizaciones colindantes (a los cuales, todo sea dicho, nunca íbamos porque con la oferta de ocio que nos ofrecían las calles de nuestro barrio y la charca nos sobraba para pasar la tarde). Y nosotros flipando ante el pifostio organizado, imaginad.

Uno de los rastreadores encargados de la búsqueda allende nuestra parroquia fue mi padre, quien montado en la bici de montaña que usaba para echar kilómetros por los Montes Torozos algunos domingos por la mañana, se dedicó a tratar de localizarnos en la vecina urbanización de COVARESA (que suena pijo, pero cuando te enteras de que significa "Constructores de Valladolid Reunidos en Sociedad Anónima" pierde todo el glamour). Tras recorrer este lugar recientemente construido y no lograr el objetivo de encontrarnos, retornó al barrio sintiendo que una ligera desazón se adueñaba de su ser.

Mientras el pobre hombre enfilaba la calle principal de nuestro barrio, yo me encontraba al final de la misma rodeado por los vecinos que, en un ambiente ya distendido (pues la idea de que Pepe Navarro fuese a hablar de nosotros años más tarde en Esta noche cruzamos el Mississippi se había desvanecido) aprovechaban las circunstancias que les habían obligado a echarse a la calle aquella templada noche de abril para socializar amistosamente. En cuanto vi aparecer su figura sobre ruedas bañada por la luz de las farolas, y sabiendo la que me iba a caer, abrí los ojos como platos, sentencié un "Mi padre. Me mata" y corrí a esconderme al interior de mi casa mientras quienes me rodeaban se partían de risa ante mi presagio.

¿Qué queréis que os diga? A mí no me hizo ni puta gracia.

Cierto es que la bronca que me comí en cuanto mi padre cruzó la puerta de la cochera en su bici y me encontró en la cocina fue de órdago. Pero seamos sinceros: me la había ganado a pulso.

Pocos minutos después, mientras varios atiteparecenormales, sepuedesaberporquenohasdichonadas, tusabeslaquehabeisliados y estascastigadohastanuevoavisos aún hacían eco entre mis orejas, me dirigí a la mesita que había al final del pasillo de mi casa, bajo cuyo faldón escondía todos los regalos que tocase hacer en función de la festividad pertinente, agarré la tarjeta de los huevos y me planteé romperla en trocitos y arrojarla a la caldera.

Pero no lo hice. Tampoco requerí asistencia psicológica ni llevé el caso ante las cámaras. En los noventa éramos así. Llegado el domingo, salí de la cama a eso de las doce de la mañana (porque yo nunca he sido de madrugar), le di a mi madre el regalo que había llevado cinco putas horas elaborar y disfruté en familia de media docena de churros con chocolate que mi padre había adquirido en una churrería que ya no existe.

¿Queréis ver la tarjeta? Pues queredlo mucho, que mis padres llevan dos semanas removiendo Roma con Santiago por casa en su búsqueda y no han tenido éxito, los pobres. En su lugar, voy a aprovechar para fardar de que sigo siendo un hijo detallista aún en la distancia y voy a subir la foto de la taza que escondí en mi antigua habitación la última vez que estuve en Valladolid y que mi hermano le ha regalado a mi madre en mi nombre:

Ningún vecino ha tenido que echarse a la calle a buscar a niños perdidos durante la elaboración de esta taza

Mamá, papá, os lo agradezco mucho, en serio, pero ya no hace falta que sigáis buscando la tarjeta.

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lunes, 1 de mayo de 2017

Qué deleite

En 1972, los Scorpions lanzaron su disco debut: Lonesome Crow. Una maravilla musical que dejaba bien claro que aquel grupo rezumaba calidad. Al virtuosismo que los alemanes mostraban en el manejo de los instrumentos había que añadir el chorrazo de voz de Klaus Meine. Cada pieza del álbum está llena de sonidos psicodélicos y experimentales que invitan a dejar de lado todo lo que se está haciendo y dedicarse en cuerpo y alma a disfrutar de cuarenta maravillosos minutos de surrealismo melódico.

No obstante, y a pesar del éxito de crítica, los Scorpions descubrieron decepcionados una realidad que cayó sobre la banda como un jarro de agua fría: haciendo esa clase de música no follas.

Por ello, dos años después, los de Hannover publicaron Fly to the Rainbow, que constituía un giro radical en su forma de hacer música, dando paso a un estilo caracterizado por alternancia de rock durísimo y baladas ultrapastelosas en las que la voz de Meine insinúa un "tengo otra clase de chorrazo para ti, nena" en álbumes de portadas pseudoeróticas que llegan a rozar la ilegalidad. Este estilo ha perdurado hasta hoy y ha permitido a los Scorpions protagonizar un reparto de semilla a nivel mundial que ríase usted de Monsanto. Final feliz.

Permitidme que os hable ahora acerca de otro tipo de leche.

Durante mi infancia, mi relación con la secreción vacuna fue bastante problemática. Imagino que, de haber nacido varias décadas antes, en una España sumida en una durísima posguerra, no le habría hecho tantos ascos a los vasos de leche que mi madre plantaba ante mí sobre la mesa de la cocina cada mañana. Pero es que en mil novecientos noventa y dos todo iba de maravilla: la Expo de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona, el cantante Francisco ganando por segunda vez el Festival de la OTI con A dónde voy sin ti... Para mí, "vacas flacas" era una marca de ropa que promocionaban en el Club Disney. Además, yo era excesivamente escrupuloso y de un especialito que te cagas, y si la leche (calentada en cazo porque el microfondas llegó a nuestra cocina un lustro más tarde) no estaba colada ANTES Y DESPUÉS de haber sumergido en la misma las dos docenas de galletas TostaRica que me metía de una sentada, sabía Dios que no pensaba beberme ni una gota.

Qué hostia tuve y qué paciencia tuvieron en casa conmigo.

No obstante, al igual que los Scorpions cambiaron su forma de hacer música para lograr bajar más bragas que el común de los mortales, yo cambié mis hábitos alimenticios con respecto a la ingesta de leche años más tarde a raíz de la aparición en mi vida de ese manjar de los dioses llamado café. Algún día daré más detalles al respecto, que aún no se me han ocurrido suficientes chorradas como para sacar una entrada de ello. Ahora sólo diré que el café me gusta con leche, y fue a raíz de la degustación de esta mezcla que comencé a incluir cada vez más al lácteo básico en mi dieta.

Pasaron los años y emigré a Irlanda, hace ya casi un lustro. Una de las muchas cosas buenas que tiene la Isla Esmeralda es que la leche que venden habitualmente en supermercados y tiendas de comestibles es fresca. De hecho, es complicado encontrar tetrabriks UHT tan comunes en España de los que te aguantan meses en un rincón de la cocina hasta que te decides a abrir el siguiente. Que lo de la leche fresca viene muy bien si en casa tienes un frigorífico en condiciones, pero mi novia y yo estuvimos viviendo en dos pisos distintos cuyas neveras tenían el tamaño de una lavadora y la capacidad de enfriamiento de un niño de tres años soplándole a un plato de sopa. Por esta razón, era bastante habitual que el contenido de una botella de dos litros de leche adquirida un par de días atrás tuviese que irse por el retrete convertido en cuajo maloliente.

Pero ahora somos clase media, y la casa de tamaño decente en la que vivimos ahora posee una cocina de tamaño decente en la que hay una nevera de tamaño decente que nos permite guardar la leche de pie en perfecto estado de conservación hasta a última gota.

A partir de aquí, voy a dar detalles acerca de nutrición con la confianza que me otorga el haber buscado toda la información en la Internet, ese lugar en el que cualquier idea tiene tantos argumentos a favor como en contra, por lo que uno siempre encuentra lo que quiere oír. Así que, si descubrís alguna burrada, sabed que yo puedo encontrar un artículo que a su vez os quite la razón.

Y nos hemos dado cuenta de que bebemos MUCHA leche. Entre la que usamos para prepararnos los copos de avena del desayuno, la que añadimos al té/café y la de los polvos de proteínas de después del gimnasio, hay días que nos metemos entre medio litro y un litro entre pecho y espalda. De leche entera, ojo, pues la vitamina D (y la mitad de los componentes saludables), tan necesaria en un lugar en el que sol brilla por su ausencia (jajajajajajajajajajajaja jajajajajajaja jajajaja ja) está en la grasa y la leche desnatada la pierde. Por otra parte, si uno se bebe un vaso al día, no hay mucha diferencia en cuanto a la ingesta de grasas, pero con este nivel de trinque, más nos valía cambiar nuestros hábitos (segunda vez que hablo de cambios en mi historia. Podéis ver que la chorrada que he dicho al principio acerca de los Scorpions no estaba tan fuera de lugar, listos) y encontrar una alternativa.

Y cuando digo alternativa, me refiero a alternativa dentro de lo que es la leche de verdad, porque esas mierdas de leche de soja, leche de almendras, leche de arroz, leche de papel de periódico, leche de arena de gato, etc. que las modelos de Instagram anuncian a bombo y platillo no nos sirven, pues no dejan de ser mezclas de agua con azúcar y una cantidad ínfima de lo que pregonan llevar.

Pero claro, cuando las marcas le quitan la grasa a un producto y quieren mantener su conservación y sabor, lo que hacen es atiborrarlo de azúcar. Con esta idea en mente, el que está escribiendo estas líneas se pasó un buen rato el otro día en el Tesco durante el descanso de la jornada laboral sacando fotos a la información nutricional de todas las leches a la venta y mandándoselas por Whatsapp a su novia mientras el vigilante de seguridad se paseaba por allí con cierta inquietud ante lo que estaba haciendo semejante elemento.

Subo la foto para que veáis que no me lo estoy inventando

No esperaríais que subiese sólo una foto, ¿no?

¿Os imagináis esto en los noventa? Después de hacer las fotos, tendría que haber esperado a terminar el carrete, ir a revelarlas y luego pagar veinte pelas por cada una. Bueno, imagino que habría apuntado la información nutricional en un papel. Seguro que eso habría puesto aún más nervioso al segurata. Hum, lo de enervar al de seguridad suena divertido... Creo que la próxima vez que necesite información de algún producto lo voy a hacer así, sí. Y si llego tarde al trabajo por ello, le pondre a mi jefe exactamente esa excusa: "lo siento, pero he llegado tarde porque estaba en el Tesco poniendo nervioso a un segurata". Me pregunto cómo le sentará a mi jefe que le diga eso. ¿Se reirá? ¿Creerá que soy idiota? La verdad, siendo irlandés, no creo que pille la gracia, que esta gente tiene un sentido del humor muy distinto al nuestro. Con mi anterior jefa era una lucha constante. No paraba de echarme en cara que yo fuese muy sarcástico en el trabajo, y yo le respondía de la forma más irónica posible. Claro que en aquel puesto las cosas eran distintas y uno podía permitirse hacer un poquito el imbécil sin miedo a terminar en la cola del paro. Qué recuerdos... En fin, ¿por dónde íbamos? Ah, si. Yo estaba subiendo aquí la mierda de las fotos

Tranquilos, que ya estamos cerca del final

Ya está. Ésta es la última. Tampoco ha sido para tanto, quejicas

La conclusión a la que llegamos es que no había realmente mucha diferencia entre aquellas leches y la leche entera que por aquel entonces se encontraba dentro de nuestro frigorífico. Por ello, aplazamos lo de modificar nuestra lista de la compra sine die.

Y entonces el Lidl hizo una aparición estelar. Hay que reconocer que dicho supermercado está infravalorado. Partiendo de que tiene los productos colocados en los estantes con menos estilo que un mercadillo de bragas y que casi todo lo que vende proviene de ciudades cuyos nombres un español medio sería incapaz de pronunciar correctamente sin tragarse la lengua, se ha creado una leyenda negra en torno suyo que da por sentado que antes de comprar allí hay que dejarse en la puerta las ganas de encontrar género de calidad. Pues no siempre es así. En el Lidl también hay cosas buenas.

El Lidl es como Murcia.

Veréis: el otro día, mientras mi novia y yo descubríamos en el Lidl una crema hidratante DE LA HOSTIA que te deja las manos como si acabases de acariciar a un pulpo, encontramos una variedad de leche fresca desnatada con todas las vitaminas que habitualmente le faltan a la leche desnatada añadidas a mayores y otros nutrientes de los que no me acuerdo (podría levantarme del sofá, acercarme a mirarlo y completar la información, pero... No) a buen precio. Ante tal aparición, mi novia y yo nos abrazamos quizá demasiado efusivamente mientras el vigilante de seguridad se paseaba por allí con cierta inquietud ante lo que estaban haciendo semejantes elementos y minutos después, esa leche tan maravillosa pasó a alojarse en nuestra nevera de tamaño decente. De pie.

Hasta aquí la historia, ¿no? Pues no, porque acaba de llamar a la puerta de nuestra casa un representante de Avonmore (la marca de los vasos mezcladores que mencioné en esta otra entrada) a decirnos que de ahora en adelante tenemos la opción de encargar su leche a domicilio. Con entregas tres veces por semana y el producto en nuestra puerta antes de las seis de la mañana.

Y qué queréis que os diga. Yo aceptaría esta oferta. Siempre y cuando el repartidor esté dispuesto a colarme la leche antes de que me la tome, claro.

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