A estas alturas del milenio, seréis pocos los que aún no os hayáis metido en un avión de la compañía irlandesa. Por si acaso, os comento cómo se juega: una vez comprado el billete a través de su página web, y a falta de pocos días para la salida del vuelo, es necesario hacer la facturación online que permite obtener la tarjeta de embarque. ¿Que cuántos días? Pues cada vez menos. Si mi memoria no me falla, hasta hace un par de años Ryanair daba dos semanas, hace poco el plazo se redujo a una semana y en estos días inciertos en que vivir es un arte, la facturación online se abre a cuatro días de la fecha del vuelo.
Todo esto si queremos un siento asignado al azar y no tener que pagar por reservar sitio, claro. Si uno está dispuesto a apoquinar una cantidad extra para poder plantar el culo en tal o cual plaza, Ryanair concede todo un mes para llevar a cabo la facturación. ¿Podemos mi novia y yo permitirnos este desembolso a mayores? Sí. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Por supuesto que no.
Así que, teniendo en cuenta que nuestro vuelo a Sofía estaba programado para el martes (reprogramado, pues originalmente iba a salir por la tarde pero... ¡Oh, sorpresa! Me llegó un correo hace un par de meses avisando de un cambio mediante el cual la salida sería a las seis y media de la mañana, así que tocó pedir más horas de vacaciones, dejar a mi gata en el veterinario el día antes, meternos un madrugón espantoso para llegar al aeropuerto y escribir este paréntesis tan largo), procedimos a realizar la facturación online el sábado por la noche. Había antelación suficiente, ¿no? Pues parece ser que no, porque el sistema nos asignó asientos ligeeeramente separados. Veinticinco filas entre mi asiento y el de mi novia, nada menos. Vale, no somos una pareja de agapornis y no pasa nada porque tengamos que pasar cuatro horas a más de medio avión de Ryanair de distancia, pero ya que el sistema me ofrecía en todo momento abrir un chat por si necesitaba ayuda y yo, más que ayuda, lo que necesitaba era consuelo, me dispuse a iniciar una conversación para saber si realmente habíamos llegado tan tarde como para encontrarnos con que todo el pescado estaba ya vendido, teniendo que conformarnos con asientos tan separados el uno del otro.
Accedí al enlace, y no había terminado de pensar qué iba a decir cuando un mensaje me avisó de que a esas horas todos los agentes de chat estaban durmiendo en sus casas. Afortunadamente, pude enviar un correo preguntando si no sería posible modificar los asientos, recibiendo al momento una respuesta automática con la promesa de que alguien se haría cargo de mi petición a la mayor brevedad posible.
"A la mayor brevedad posible", en este caso, fue el martes, a media hora de la salida del vuelo, cuando ya estaba a punto de acceder al avión. Un email con el asunto "¡Hemos resuelto tu ticket!" aparecía en mi bandeja de entrada y me explicaba que, lamentablemente, no era posible tramitar mi solicitud, y que tendría que abrir una sesión de chat para ello.
El "Me cago en Ryanair" que solté al leer el correo se pudo oír en toda la cola de embarque.
Inmediatamente después, un nuevo correo me solicitaba amablemente que valorase la ayuda recibida, y yo no tuve más remedio que saltarme mi código ético:
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Ryanair, me obligas a ser malo |
Insisto, no era el fin del mundo. Mi novia y yo nos habíamos preparado para hacer frente a cuatro horas de tedioso vuelo y, si ella contaba con una tableta llena de series y una Nintendo DS, yo disponía de varias películas en mi ordenador portátil y un megaminx que provoca que me aísle del mundo durante horas cada vez que le echo mano.
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Hay una fina línea que separa la genialidad del autismo en quienes jugamos con esta clase de artilugios |
Así pues, a pie de pista, me despedí de mi novia, quien procedió a tomar las escaleras delanteras, y entré al aparato por la puerta de atrás. Ocupé mi asiento, localizado detrás de un niño que se dedicaba a convertir todo lo que caía en su mano en un instrumento de percusión con el que improvisar solos de batería carentes de ritmo y delante de otro crío berreante a quien el capítulo del Pocoyó búlgaro que se reproducía a toda hostia en la tableta que su madre habia plantado en sus rodillas estaba introduciéndole en toda clase de estados, a cual menos apaciguante. A mi derecha, un irlandés de avanzada edad portaba un taco de periódicos que debía pesar, así a ojo, unos doce kilos. Y a mi izquierda no había nadie. NADIE, JODER. El asiento estaba vacío como el cráneo de Álvaro Ojeda. Aproveché que aún faltaban unos minutos para despegar y escribí un mensaje a mi novia dándole parte de mi situación asientil. Su respuesta fue de traca:
Pues el asiento que tengo a mi lado también está vacío. Y por esta zona no hay niños.
El "Me cago en Ryanair" que solté al leer su mensaje se pudo oír en todo el avión.
Como estaréis imaginando, en cuanto despegamos y fue posible levantarse, agarré mis cosas y me planté junto a ella. Aunque manda huevos, tanta guerra para poder sentarnos juntos y para poder estar entretenidos, y nos tiramos las cuatro horas que duró el vuelo durmiendo.
Pensaréis que habríamos aprendido la lección, y que hicimos la facturacion online del vuelo de vuelta con tiempo suficiente como para no tener que lamentar una nueva diáspora, ¿verdad? Pues sí, PERO. Y es que, si la facturación abría el martes a las seis y media de la mañana, yo saqué las tarjetas de embarque a las seis y treinta y ocho, mientras me calzaba un desayuno irlandés en el aeropuerto dublinés. Pues bien, a pesar de haber corrido tanto, los asientos asignados estuvieron, una vez más, en filas separadas.
¿Oís eso? Soy yo, que me estoy cagando en Ryanair.

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