lunes, 30 de enero de 2017

Días de cine

Permitidme que dedique la entrada de este lunes al séptimo arte, pues quiero hablaros de una de las trilogías cinematográficas más destacables desde puntos de vista tales como el argumental, el visual o incluso el filosófico. "Esto suena a cultura de la que pesa un huevo" estaréis pensando. Y no os falta razón.

¿Me estaré refiriendo a Tres colores, de Krzysztof Kieslowski? Pues no. ¿Será acaso la trilogía de Apu, de Satyajit Ray? Tampoco. ¿El Padrino, de Coppola, quizá? Nuevo error.

Hoy voy a hablaros de una trilogía que dejaría a las que acabo de mencionar a la altura del betún. Tres obras maestras, tres joyas cinematográficas, tres... ¿A quién quiero engañar? Tres truños como una casa: la trilogía de xXx. Haced sitio en vuestras mentes al camión de cine cutre que acaba de aparcar en la puerta de mi blog y está a punto de descargar toneladas de mierda fílmica sin que nadie pueda evitarlo, pues el pasado sábado me encerré con mi novia en casa a ver las dos primeras mientras abusábamos de Red Bull gratis y, como si no nos bastase con eso, el domingo vimos la tercera en el cine (en 3D, eso sí). Y necesito desquitarme de alguna forma.

Es comprensible que muchos de vosotros ni hayáis visto ni tengáis pensado ver ninguna de estas películas (aunque sería aún más comprensible que fuéseis unos adoradores de lo cutre como yo y ya hubiéseis disfrutado del visionado de estas tres joyas). En todo caso, os aviso de que a partir de aquí os vais a comer unos spoilers como roscas.

Primera entrega: el xXx de Móstoles


Para entrar a analizar esta cinta hay que echar mano de su contexto histórico. La peli es de 2002, y en esta época aún nos escocía la cura de humildad que el Tercer Milenio traía debajo del brazo. Todos esperábamos que la entrada en el siglo XXI nos metiese de repente en una realidad futurista de cagarse (o en un holocausto tecnológico debido al Efecto 2000, que también habría molado lo suyo), y el descubrir que entre 1999 y 2001 no había NINGUNA diferencia cayó a nivel mundial como un jarro de agua fría. Y gente como los creadores de esta película aún se negaban a reconocer que el cambio de centuria no era para tanto. Por ello, el ambiente es de un futurista tan forzado que cae en lo hortera en dos de cada tres escenas: las armas incluyen añadidos metálicos en plan tunning y los colorines fosforito aparecen de repente y te penetran las córneas sin aplicar antes un poco de vaselina.

fuente: Revolution Studios
Voy a decir que llevar anillo en el pulgar es de canis. No es cierto, pero mi compañero de trabajo cordobés (que leerá esto en algún momento) lleva uno, y como me ha pegado un catarro horrible la semana pasada, digo lo del anillo para vengarme de él

En cuanto a los personajes, destacan Samuel L. Jackson dándoselas de sobrao (porque Samuel L. Jackson SIEMPRE se las da de sobrao) y Vin Diesel en el papel de cruasán que parece sacado de votamicuerpo.com y que en la primera escena ya está robando un coche para después dejarlo caer por un viaducto mientras lo graba todo en vídeo, en plan Callejeros. Añadamos a esto una estética merdellona y se nos revelará uno de los secretos mejor guardados de América: en Estados Unidos también hay canis. O al menos los había a principios de milenio.

fuente: Revolution Studios
El abrigo es de marca Rottweiler

Y aquí tiene lugar una encrucijada de la que los guionistas salen bastante airosos: siendo nuestro protagonista un cani es necesario que se vaya a buscar bronca con gente que esté a su altura, y nada mejor que un grupo de mafiosos de Rusia o de la Europa del Este (que desde un punto de vista cani son prácticamente lo mismo) a punto de acabar con una ciudad entera vía misiles que sueltan gas tóxico para que el muchacho se entretenga. Sin embargo, si dicha ciudad fuese Moscú o San Petersburgo la película quedaría coja, pues a nadie le importaría que algo así ocurriese. En serio, probad a decirle a quien sea que están barriendo Moscú del mapa y como mucho se encogerá de hombros. Para resolver este conflicto argumental la ciudad elegida es Praga, pues es bonita y europea pero posee el nivel de barriobajez suficiente como para que xXx (lo del alternar mayúsculas y minúsculas es TAN cani que justifica todo lo que llevo dicho) se encuentre como pez en el agua.

Así que el clímax llega con xXx tratando por todos los medios de evitar que un barquito cargado de misiles que navega por el río Moldava a toda hostia alcance su destino y arrase con todo bicho viviente en la capital checa. Como si eso tuviese algo de malo.

A ver, que yo he estado en Praga y guardo muy buenos recuerdos de mi estancia allí; como mi visita al Hooters, el haberme hinchado a cafés y bollos a un precio irrisorio o el que mi novia y yo cambiásemos de sitio el sofá de la habitación del hotel para ponerlo frente al espejo clavado en la pared por una razón que no viene al caso y que encontrásemos tantas monedas en el suelo como para cenar gratis aquella noche. Sin embargo, defiendo a ultranza la idea de que la población de una ciudad que tiene candaditos en sus puentes merece ser exterminada por no haber hecho nada para evitar semejante atentado a la inteligencia.

En fin, Vin Diesel acaba evitando la masacre y podemos ir pasando a la segunda parte de la saga.

Segunda entrega: el xXx de Las Barranquillas


En esta ocasión, un enemigo mucho más sofisticado que los rusos canis de la primera peli ataca una de las sedes de la NSA, por lo que Samuel L. Jackson (que sigue yendo de sobrao) necesita la ayuda de un nuevo agente xXx que sea más duro que Vin Diesel, más chulo que Vin Diesel, más chungo que Vin Diesel... En definitiva, más NEGRO que Vin Diesel (eso que pita, ¿son vuestros ofensiómetros, millenials?). Ice Cube, por ejemplo, que encaja en el papel de negrata perfectamente, pues hace muy bien eso de mirar a todos los hombres en plan "te voy a partir la cara" y a todas las mujeres en plan "te voy a partir el ojete".

fuente: Revolution Studios
Dar cera, pulir cera

Y como poner cara de portada de disco de hiphop durante toda la película no es un estereotipo negrata lo suficientemente marcado, hay que añadir una banda sonora plagada de rap, conflictos tó chungos entre negratas que se resuelven gracias a la magia de Hollywood y demasiado tunning. En serio, hay momentos en los que los personajes hablan entre sí de mierdas relacionadas con coches de las que no tengo ni puta idea. Pero es que a mí me basta con que un coche consuma poco y tenga reprís suficiente para pasar a un camión cuando voy cuesta arriba por el puerto de Pajares, que estoy bastante contento con el tamaño de mis genitales.

El malo malísimo en esta ocasión, por cierto, es Daniel Defoe (que junto con Jeremy Irons y Christopher Walken forma el trío Calatrava angloparlante. Buscad sus caras si no entendéis de lo que hablo). Y del argumento no os voy a dar muchos detalles porque sólo de pensar en ello bostezo. Sin embargo, el colofón cutre llega con la existencia de un tren bala generado por ordenador (en 2005, así que se nota que el trenecito es más falso que las tetas de la Veneno, Dios la tenga en Su Gloria) y xXx destrozando los neumáticos de su buga ultratuneado y clavando las llantas en los raíles para darle alcance. Si esto no es cutre, decidme vosotros.

Tercera entrega: el xXx de Móstoles, el retonno 


Teniendo en cuenta que nos encontramos en una época en la que la correción política está acabando con lo cutre tal y como mi generación lo conocía (y esto en parte puede que sea bueno, ojo), yo fui a ver esta película con miedo a encontrarme algo relativamente serio, pero ya en la primera escena, junto con Samuel L. Jackson (sobradísimo, ¿lo dudábais?) aparece nada más y nada menos que... Neymar (sí, el jurgolista). Así que pude relajarme sobre mi butaca y ser consciente de que estaba a punto de disfrutar de noventa minutos supercutres en 3D. Y así fue.

Porque el tener a Donnie Yen repartiendo hostias y tiros a partes iguales (y eso que el muy cerdo tiene cincuenta y tres añazos) puede restarle cutrismo al asunto, pero el que Tony Jaa se haya transformado en un ladyboy para esta película pone la balanza de lo cutre en equilibrio. Si a esto añadimos a Vin Diesel surfeando en seco por lo que intuyo es una selva brasileña con el objetivo de conectarse a la televisión de gratis y así permitir que todo el pueblo pueda ver el fútbol (si la escena estuviese ambientada en España, los guionistas habrían cambiado fútbol por toros o por un Eurovisión mariachi. Me juego lo que queráis), podemos respirar tranquilos y confirmar que, en lo que a trilogías macarras se refiere, no hay dos sin tres.

De esta película no voy a compartir capturas con pies de foto chorras, que no era plan de ponerme a sacar el móvil en mitad de la sala (y más siendo la peli en 3D. Hay veces que, viendo una de estas peículas, me quito las gafas para confirmar que sin ellas se ve raro). Si lo hiciese, lo más seguro es que la captura incluyese alguna jamelga en bikini o lencería semierótica. Y no por decisión personal, que conste. Es que la concentración de mujeres objeto por escena supera con creces incluso a vídeos subidos a xhamster.

En fin, tampoco quiero daros muchos detalles acerca del argumento, pues es algo así como la suma de las dos películas, en plan cierre redondo de la trilogía. ¿Lo más destacable, desde el punto de vista cutre? Que Neymar no aparece sólo al principio. También sale al final. Así que yo le doy las gracias a los guionistas por partida doble. Qué coño. Por partida triple, que se lo han ganado.

Larga vida al cine cutre.

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lunes, 23 de enero de 2017

Por favor y gracias

Aquellos de vosotros que no hayáis visto Los Goonies sois basura. Fuera de mi blog, hombre. Al resto os recordaré aquella escena de la peli en la que Gordi y Sloth están encerrados en el sótano de los Fratelli. Sloth está viendo cómo preparan un postre con chocolate en la televisión, y Gordi le ofrece una chocolatina. Sloth la acepta sin dudarlo, y Gordi, debido a que ha sido más o menos inmovilizado, debe arrojársela desde su sitio. El problema es que golpea con ella a Sloth en la cara, dejándola fuera de su alcance (él también está encadenado) y provocando que éste entre en modo UIP hasta el punto de romper sus cadenas entre berridos y aspavientos. Bueno, tardo menos si os paso directamente el enlace a la escena.

Analicemos la reacción de Sloth. Pensaréis que su comportamiento se debe a que el muchacho tiene "capacidades diferentes", pero no es del todo cierto. La clave está en la chocolatina, y en la frustración que a Sloth le produce el, repentinamente, verse obligado a renunciar a algo que le iba a salir GRATIS.

Sé muy bien de lo que hablo porque yo soy como Sloth. Además de que mi cara también se parece a la de un míster potato con defecto de fábrica y de que mucha gente piensa que no estoy bien del todo de la olla, a mí también me gusta que algo gratis se presente en mi vida sin avisar, y me jode que no veas que, una vez me haya hecho ilusiones, Matrix me haga un control + Z y me quede sin ello. Hablando del tema, cada vez que un crío en heelys se me cruza pienso que han cambiado algo en Matrix. Ni dejavu ni pollas, Neo. UN CRÍO EN HEELYS.

En fin, que me distraigo. No voy a entrar a analizar si está justificado o no que tanto Sloth como yo nos pongamos tan de mala hostia cuando nos quedamos sin algo que, ni nos iba a costar dinero, ni originalmente existía para nosotros (más que nada porque el resultado de dicho análisis no nos iba a dejar en muy buen lugar a nivel de inteligencia emocional). Si estoy hablando del tema es porque algo así me ha ocurrido más de una vez. Y siempre con frustrante resultado.

Hace unos meses, mientras yo me dedicaba a mi rutina de gimnasio, uno de los monitores apareció en la sala de máquinas portando una caja enorme llena de vasos mezcladores de proteínas que promocionaban una marca de leche irlandesa. Yo me froté las manos pensando en el nuevo objeto que iba a formar parte de mi vida a partir de ese momento, pero al puto monitor le dio por comportarse como a los soldados nazis de El Pianista y hacer un "tú, tú, tú y tú" (y yo no, por supuesto), repartiendo los vasos de forma selectiva a quien a él le parecía como si éstos fueran disparos de luger y los que estábamos allí sudando fuésemos judíos de vuelta a nuestros barracones tras una agotadora jornada de trabajo. Vale que comparar el quedame sin un vaso mezclador con el Holocausto me convierte en alguien horrible, y más aún teniendo en cuenta que yo ya tenía un vaso mezclador mejor y más grande que aquellas birrias que el monitor nazi estaba repartiendo según el criterio que le dictaban sus nazis cojones, pero coño, quería uno.

"Y, ¿por qué no te acercaste a pedírselo?" pensaréis. Pues porque no tengo huevos. Mi ansiedad social me impidió soltarle un "Oye, cruasán, ¿me das uno?", y ese día me volví a casa con ganas de romper cosas. Porque, si están regalando algo, yo quiero. Aunque sea mierda en lata.

Y quien dice mierda en lata, dice Red Bull (que viene a ser más o menos lo mismo), porque el pasado martes tuvo lugar en el gimnasio al que estoy yendo ahora (éste libre de monitores nazis) una situación similar. En esta ocasión, mientras yo me encontraba al borde de la lesión muscular por no tener cuidado al levantar las mancuernas, dos promotoras de la bebida azucaradísima, acompañadas por un fornido operario que empujaba un minifrigorífico, entraban y salían del gimnasio cargando latas de Red Bull, sin dejar muy claro qué iban a hacer con ellas. Yo estaba ya a punto de finiquitar mi rutina, y cuando finalmente di por terminada la misma, allí nadie estaba regalando nada. No obstante, la nevera, felizmente situada en un rincón, estaba llena de latas.

Tras cambiarme en el vestuario, volví a pasar por la sala de máquinas para ver si sonaba la flauta, pero lo único que vi fue a un grupo de culturistas rodeando la nevera sin atreverse a abrirla, no fuese a sonar una alarma o a explotar una bomba o algo. Les hice una foto:

fuente: Metro-Goldwyn-Mayer
"Acho, ¿esto es de balde?"

Las dos promotoras, que en aquel momento flanqueaban la puerta de salida, no me ofrecieron Red Bull, por lo que no me atreví a pedírselo y salí de allí sabiendo que, si hubiese sido ligeramente más valiente o si hubiese esperado unos minutos, habría podido llevarme por la patilla una lata de una bebida que ni necesito, ni me gusta. Pero qué rabia, tú.

Al día siguiente, cuando volví al gimnasio (porque voy al gimnasio todas las tardes, pues soy un muchacho sano sin un ápice de vida social), la nevera seguía aguardándome, llena hasta los topes, y yo me pasé toda la sesión de pesas pensando en la canción de George Harrison Got my mind set on you. Bueno, en realidad la canción en la que pensaba era Niña, no te modernices, de El Payo Juan Manuel, pues no conseguía quitármela de la cabeza tras haberla escuchado por primera vez horas antes dentro de un episodio de La vida moderna. Lo que ocurre es que basta que una canción tenga algo de homófoba, de xenófoba o de misógina (o una mezcla de todo lo anterior), para que mi cerebro me trolee y no me deje librarme de ella. Pero, dejemos a un lado toda esa basura y volvamos a la pieza del beatle, pues una de las cosas que la misma dice es que para conseguir algo que tienes en mente se necesitan paciencia y tiempo. Pues bien, os presento a Paciencia y Tiempo:

MUAHAHAHA (x2)

Efectivamente, tras llevar a cabo mi rutina y trabajar un poquito mi confianza en mí mismo, me acerqué a la nevera y trinqué una de las latas, sabiendo que una segunda oportunidad no se debe desaprovechar nunca. Después, antes de salir, fui directo hacia una de las promotoras y no me hizo falta abrir la boca más que para darle las gracias cuando ella me ofreció una segunda. Y me largué de allí como un niño con zapatos nuevos.

Ya os he dicho que voy al gimnasio todos los días, ¿no? Pues bien, el jueves fui, vi y trinqué:

Donde caben dos, caben tres

El viernes, tras una nueva sesión, consideré que era suficiente con haber acumulado un bote de tres latas de Red Bull, por lo que decidí no seguir rapiñando.

Vale, me habéis pillado. Lo que pasa es que la nevera ya no estaba allí el viernes. Si no, os aseguro que me habría llevado otra. Pero no penséis que soy un egoísta, no. He compartido la captura con mi novia. Aunque a ella tampoco le gusta el Red Bull, ninguno de los dos le hemos hecho ascos a este jarabe apestoso. ¿Que por qué? Pues porque sabía a GRATIS, el mejor sabor que algo puede tener. Con permiso de la vainilla.

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lunes, 16 de enero de 2017

Hijo, haz un poco de limpieza

Las tres leyes de la robótica. Los frikis de la ciencia ficción dura habréis aplaudido con la entrepierna al leer la frase. Los demás, o bien tendréis una ligera idea de a qué me refiero, o bien tenéis deberes: en primer lugar, repasar esta entrada de Wikipedia que explica qué son las puñeteras leyes, y en segundo lugar, leeros la Saga de la Fundación de Isaac Asimov antes de que Jonathan Nolan se presente sin avisar con su serie alusiva para la HBO. Que la parte de naves espaciales, robots e idas de olla futuristas les vaya a salir de lujo no lo dudo (ya lo han demostrado con Westworld), pero aún quiero saber cómo van a encajar la obra de Asimov, tan célibe y mojigata ella, bajo el sello de la HBO, cuyas producciones se caracterizan por colarte una picha o un par de tetas en dos de cada tres escenas.

Bien. Ahora que todos sabemos de qué estoy hablando, voy a cambiar de tema. No sé vuestros abuelos, pero los míos vivieron la Guerra Civil. Y no sé vuestros padres, pero los míos vivieron la posguerra. Estas dos infelices circunstancias han dado lugar a que en mi casa se apliquen las tres leyes del hogar español de mediados del siglo XX:

1. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe terminarse toda la ración que tenga en el plato (y el pan que sobra al final del día se guarda para hacer pan rallado), que la comida vale un dinero.

2. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe apagar las luces cuando vaya a salir de la habitación y no vaya a quedar nadie en la misma, que la luz vale un dinero.

3. Un habitante de un hogar español de mediados del siglo XX debe conservar todos sus bienes materiales y no tirar nada a la basura, que las cosas valen un dinero.

Recuerdo que hace un par de meses, mi novia y yo nos jalamos sendos desayunacos irlandeses en un pub a las afueras de Dublín y contemplamos horrorizados cómo los locales dejaban la mitad de la comida en el plato antes de irse. Nosotros no. Nosotros incluso rebañamos hasta el extremo con las tostadas la yema de los huevos fritos y la salsa de las judías, para sorpresa de la camarera que vino a recoger la mesa, pues exclamó: "¡Vaya! Si que os ha gustado el desayuno". Que yo pensé: "No, hija de puta. Lo que pasa es que no se deja comida en el plato, que la comida vale un dinero", pero fui educado y no dije nada.

Por otra parte, siempre intento reducir al máximo mi gasto energético, especialmente ahora que vivo en una casa en la que el patético aislamiento térmico y el irrisorio sistema de calefacción eléctrica se dan la mano para jodernos a mí y a mi novia cada dos meses, cuando la factura de la luz hace su aparición estelar y pregunta "¿qué hay de lo mío?".

El problema llega al intentar cumplir la tercera ley, pues vivir en una época de consumismo alocado radicalmente distinta a la que le tocó sufrir a mis ancestros entra en conflicto directo con dicha ley. El resultado es que me paso el día comprando cosas que no necesito y de las que no puedo deshacerme, no vaya a deshonrar a mis antepasados. Así que aquí estoy, acumulando mierda.

Esta situación alcanza un límite desmesurado en la que hasta hace pocos años fue mi habitación en la casa de mis padres. Allí hay ropa, juguetes, libros y toda clase de material al que nadie hace ni puto caso, pero no me atrevo a tirar nada a la basura. Y claro, mi última visita a Valladolid ha incluido el obligatorio "a ver si recoges esto un poco" por parte de mi madre. Yo, con toda mi buena intención, he tratado de cumplir sus deseos, pero al abrir la primera caja he descubierto mi juego de Mighty Max (al que mi padre, con gran acierto, definió como "Mighty Max, una chorrada más" el día que me lo compró), la versión para niños de Polly Pocket (sí, millenials. Antes los juguetes se diferenciaban por sexos descaradamente), y me he dado cuenta de que la araña gigante de plástico es, en realidad, un piso del centro de Dublín.

Veinticinco años de polvo os contemplan

¿Que por qué sé que es un piso de Dublín? Pues porque es un habitáculo pequeño con un aislamiento térmico muy deficiente, tiene humedades y en el centro de una de las habitaciones hay un agujero enorme por el que se cuela en frío en invierno. Y lo peor de todo es que Max está pagando mil doscientos euros al mes por este cuchitril, sin contar lo que le cuesta la mierda de internet de Virgin Media.

Y Max tuvo que pedir una carta de recomendación en el trabajo para poder entrar a vivir aquí, no os lo perdáis

Al menos Max no tiene que compartir su piso con otros doscientos expatriados (se han dado casos), y cada tarde, tras salir del trabajo y pasarse dos horas atrapado en un atasco dentro de un maloliente autobús de dos pisos dublinés, llega a su casa, donde disfruta de unos instantes de tranquilidad.

Los esqueletos del suelo ya estaban cuando Max entró a vivir, pero es mejor que Max no los tire, no vaya a perder el depósito

Una noche, Max se olvida de cerrar con llave, provocando que un extraño ser se cuele en su piso. Max sabe que no se trata de un yonki ávido de metadona, pues el bicho tiene cabeza de mosca, cuatro brazos y unos músculos que ya me gustaría tener a mí, y los yonkis suelen estar bastante esmirriados, las cosas como son.

He probado a meterle a la foto filtros nocturnos del Snapseed para darle un toque Sin City, pero el resultado ha sido un desastre

Tras unos instantes de desconcierto en los que Max trata de averiguar quién puede ser ese bicho y a qué ha venido, el muchacho deduce que se trata de un fiscal que quiere endosarle a Max dos años y medio de cárcel por aquella vez en la que publicó un tweet que empezaba con un "Silke, ¿a qué huelen las nubes?", continuaba con Silke pidiendo el comodín de la llamada y terminaba con cierto presidente del gobierno franquista poniéndose al teléfono para ayudar a Silke a responder la pregunta. Y Max, siguiendo sus más primarios instintos, echa a correr para intentar alejarse lo más posible del diabólico fiscal. Sin embargo, en el piso tamaño zulo en el que vive Max no hay mucho margen de maniobra, por lo que nuestro protagonista es irremediablemente acorralado ante el agujero absurdo que hay en medio de la habitación.

Arquitectura irlandesa. No le busquéis una explicación

Max, a punto de ser arrojado al abismo, puede mirar al ser a los ojos y darse cuenta de que el fiscal es en realidad una cortina de humo (porque cada acto de presencia de la Fiscalía es una cortina de humo para distraernos de alguna gorda que prepara el Gobierno), y lo que tiene frente a sí no es más que el conjunto de todos sus miedos (la explicación a semejante ida de olla por parte del joven puede estar en la gran cantidad de plomo que hay en el agua del grifo de Dublín, quién sabe). Es entonces cuando recuerda lo que dice Karra Elejalde cuando hace de fraile adicto al opio en Los últimos de Filipinas: que a lo que más miedo tenemos es a aquello que al final nunca ocurre (tampoco tengo muy claro si dice eso exactamente porque a Karra Elejalde no se le entiende muy bien cuando habla). Y esta revelación, mira tú, le da fuerza a Max para enfrentarse al conjunto de todos sus miedos. Bueno, la revelación y una viuda negra enorme interpretada por Florinda Chico que curiosamente pasa por allí (véase Deus ex machina) y que no sólo está de parte de Max, sino que tiene un hueco en lo alto del lomo en el que Max encaja perfectamente de pie.

¡Ataca, Florinda Chico!

Max, con la ayuda de la araña, arroja al conjunto de todos sus miedos al interior de la jaula de los esqueletos. Y eso que Max, cuando entró a vivir al piso, creía que lo de tener una jaula en el salón era una estupidez y que sólo le iba a servir para guardar maletas vacías. Lo que es la vida.

Muy apañao, lo de la jaula

Encerrado y carente de todo poder, el conjunto de todos sus miedos pierde su forma de mutante adicto a los anabolizantes y se transforma en una imagen del mismo Max, que puede volver a disfrutar libremente del agua del grifo con una concentración alarmante de plomo en su carísimo piso de Dublín. Colorín colorado, señores.

Seguro que esto lo hace Kubrick y decís que es la hostia, pero lo hago yo y es una mierda, ¿no? Os podéis ir a cagar

Escena de después de los títulos de crédito, en plan peli de Marvel: Max, en lo que constituye la máxima fantasía erótica a la que un hombre pueda aspirar, se lo monta consigo mismo en lo alto de una araña gigante de plástico.

+18

A pesar de mi escasa creatividad (algo que dejé bien claro cuando hablé de La casa sola), he de reconocer que me cuesta poco entretenerme con cualquier gilipollez. Y mi habitación sigue sin recoger, oye.

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lunes, 9 de enero de 2017

Hablando se trolea a la gente

Quienes tengáis por costumbre socializar con no hispanohablantes habréis podido comprobar que en los coloquios en los que participa al menos un español siempre acaba cayendo nuestro país como tema de conversación. Y con razón, pues todos los extranjeros han estado el menos una vez en su vida en Canarias o Alicante o Almería o Torremolinos o Sanchidrián pasando sus vacaciones y han gozado como enanos (perdón, como gente pequeña) torrándose al sol y deleitándose con nuestra gastronomía. Da igual que el nivel culinario de la comida ofrecida en restaurantes orientados a guiris pueda catalogarse como "bazofia" si la comparamos con cualquier receta patria medianamente decente. La comida inglesa haría vomitar a una cabra (gracias por esta magnífica frase, Coronel Trautman) y el precio de los menús en España, comparado con lo que pagan los irlandeses en su país por llenar el buche, es una ganga nada despreciable.

Sin embargo, por muchas veces que un angloparlante haya estado en nuestro país atiborrándose de pitanza made in Spain, jamás será capaz de pronunciar correctamente los nombres de los platos.

Cierto es que la fonética castellana supone un desafío tan insuperable para esta pobre gente como el moverse con soltura por una zona en el que se conduce por la derecha. Pero, si somos honestos y humildes, tenemos que reconocer que a nosotros nos pasa lo mismo cuando de hablar en inglés se trata (jelou. Ai llam espanis). Además, seamos honestos y humildes una vez más, pues puedo comprobar casi a diario cómo compatriotas recién aterrizados en Dublín están a punto de volver a casa metidos en una caja por mirar primero a su izquierda antes de cruzar la calle. Que las streets no tendrán name por aquí (vale, por muy dublineses que sean los de U2, la canción habla de Belfast, aunque eso no tenéis por qué saberlo), pero los pasos de cebra vienen con instrucciones para tontos, no me jodas.

Con su flechica y todo

Sin embargo, "honestidad" y "humildad" son dos palabras que no me definen en absoluto, así que hoy quiero centrarme en esta vulnerabilidad (la del idioma, no la de mirar mal antes de cruzar) propia de los guiris para echar unas risas. Y, para tal fin, necesito la colaboración de todos aquellos que vivís fuera de España o que habéis tenido la suerte de poder quedaros pero, por un motivo u otro, interactuáis con gente de fuera.

Lo que tenéis que hacer es muy sencillo. La próxima vez que os encontréis en un grupo heterogéneo desde el punto de vista idiomático, sólo tenéis que esperar al momento en el que alguien, tras saber que sois españoles, comience a relatar su última estancia en la piel de toro. Primero resaltará el buen tiempo del que disfrutó, después elogiará lo riquísima que estaba la (seguramente aguada) sangría de la que pudo ingerir litros y litros y, como colofón, hará referencia (siempre lo hacen, lo tengo comprobado) a aquella vez que comió...

—Paela? Pallela? Paelia? Sorry, how do you pronounce it?

Os juro que aún no ha llegado el día en el que un guiri no ha hablado de la paella sin pronunciar la palabra mal al menos tres veces, pedir perdón por ello y preguntar, acto seguido, cuál es la forma adecuada de nombrar este plato.

Un español bien educado se pondría a la altura del respeto que esta gente nos tiene cuando no se encuentra hasta arriba de todo en Magaluf y respondería que la fonética correcta de este preparado valenciano es "pa 'e λa". Y lo haría una, dos, tres o las veces que hiciese falta hasta que la improvisada lección de pronunciación en castellano le entrase bien entrada a míster Englishman.

Pero a estas alturas, llevando ya veinte entradas publicadas, sé que quienes aún seguís este blog tenéis dentro mayor concentración de hijoputa que de buena persona, por lo que es en ese momento cuando, mirando con seriedad a vuestro interlocutor, vais a responder:

—POLLA. Se pronuncia "POLLA".

Si quien está hablando con vosotros tiene la mínima noción de español, os mirará con una ceja levantada, oliéndose el pastel. No pasa nada. La explicación a semejante columpiada viene de la mano de nuestros amigos franceses, pues tradujeron del latín la palabra patella (que significa "sartén"), convirtiéndola en poêle. Y esa letra O la importamos nosotros junto con el cruasán, el gotelé y el echarse colonia en lugar de darse una ducha. Si lo decís con convicción, cuela.

A partir de aquí, la conversación puede continuar por el cauce habitual: que si no es necesario irse a Valencia para comerse una buena POLLA porque se pueden encontrar en cualquier punto de España, que si es normal no tener bastante con una ración de POLLA y quien la prueba acaba repitiendo, que si una POLLA no sabe a nada cuando se enfría, que si una POLLA tiene que tener sabor a marisco pero sin pasarse, que si es tradición en las fiestas de muchos pueblos el que haya una POLLA gigante para repartir entre todos los vecinos, que si lo de Jamie Oliver ni es POLLA ni es ná, que si lo normal cuando se viaja en familia es encargar una POLLA con antelación para que en el restaurante les dé tiempo a tenerla lista...

Y todo esto mientras vuestro miserable yo interior se deleita imaginando a ese pobre turista durante sus próximas vacaciones, sentado en la terraza de Casa Manolo y diciéndole al camarero, con orgullo fruto del avance en su nivel de español hablado: "quiero una POLLA, por favor".

No, no. No tengo doce años. Tengo treinta.

fuente: espaella.es
Mmm... POLLA

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lunes, 2 de enero de 2017

Para ser conductor de primera

Quizá sea porque el nivel de emoción y aventura de mi día a día desde mi niñez hasta que me vine a Irlanda fue bastante mediocre, pero sólo he tenido que pasar por los Juzgados de Valladolid en contadas ocasiones (una de ellas fue porque me mangaron una bici, y os prometo que algún día hablaré de la relación que mantuvimos aquella bici y yo, porque no tuvo desperdicio). Sin embargo, TODAS las veces que he estado allí he podido ver a conductores de AUVASA, la empresa municipal de transportes, que habían sido llamados a declarar a causa de diversos incidentes ocurridos dentro de un autobús urbano. O debajo del mismo, que algunos cruces y pasos de peatones de la ciudad del Pisuerga están pensados para que la gente despistada salga en el periódico. Como el de Plaza Zorrilla, al que yo llamo "el mataviejas":

De la calidad de la cámara de mi móvil ya me quejé en su día

Y es que casi todos los días, cuando no todos, uno o dos buseros deben darse cita ante la justicia. A veces están allí a consecuencia de una neglicencia, pero seamos honestos: la mayoría de accidentes ocurridos en un autobús se producen por culpa de pasajeros gilipollas. Y de uno de estos accidentes (bueno, más bien incidente, que todo quedó en un susto) vengo a hablaros hoy. No sólo porque fui testigo del mismo, sino porque podría haber hecho algo para evitarlo, pero no lo hice. Llamadme miserable si queréis, que me lo tomaré como un halago.

El hecho tuvo lugar hará unos quince años. Por aquel entonces, la línea de autobús número 5 partía de la Plaza Zorrilla y terminaba su recorrido en la apartadísima urbanización Entrepinos, la cual era (y es) conocida como Entrepijos por todos los vallisoletanos debido a razones que considero innecesario aclarar. El bus tenía una frecuencia de treinta minutos, y aunque este detalle no tiene nada que ver con la historia, lo escribo aquí porque me recuerda que mi abuela, Dios la tenga en Su Gloria, siempre aprovechaba cualquier evento al que acudía en el que estuviese presente el anterior alcalde (tan querido por los ciudadanos) para exigirle, tras darle dos toquecitos en el hombro, que "pusiera el cinco cada veinte minutos". Lamento deciros que mi pobre abuela no logró su objetivo, pero sé que, de haber existido Twitter por aquel entonces, mi abuela LO HABRÍA PETADO con sus peticiones.

Pues bien, me dirigía yo a mi casa situada en el sur de Valladolid en uno de dichos autobuses, un sábado a eso de las dos de la tarde, y a pesar de que el trasto iba casi vacío, yo realizaba mi trayecto de pie (porque siempre he sido un mozo bien educado que respeta a los putos viejos), cerca de la puerta de salida del vehículo. A mi lado, también de pie, iban dos crías de unos diez u once años, junto con el hermano pequeño de una de ellas (de unos tres años). Atendiendo a que la ropa que llevaban costaba más que lo que ganaba mi padre en aquella época en un mes y a su, osea, tía, tono de voz, era más que evidente que se dirigían a Entrepijos.

Las dos muchachas estaban demasiado ocupadas manteniendo entre sí la clásica conversación prepúber ("Osea, entonces luego vamos a la cabina y llamamos a estos chicos, ¿sabes?" "Sí, tía, pero tenemos que hacerlo con número oculto, osea.") como para darse cuenta de que el mocoso, totalmente libre de vigilancia responsable, corría el riesgo de darse una hostia. Dicho riesgo se incrementó cuando, estando ya cerca mi parada, el conductor entró en una rotonda con la fuerza de un ciclón, como la pena-penita-pena corriendo por las venas de Lola Flores (de cosas corriendo por las venas de la familia Flores podría hacer un chiste ahora mismo, pero no voy a caer tan bajo). Mientras el busero hacía la curva de la rotonda a una velocidad endiablada y debido a un simple principio físico, el mocoso, que se estaba dedicando a lamer los cristales de la puerta, fue lanzado contra ésta, y de no ser por el eficiente cierre de la misma, se habría ido a buscar a Antonio Flores en aquel momento.

Viendo que se mascaba la tragedia, reparé en que las dos chicas seguían, osea, tía, a lo suyo, por lo que consideré oportuno el llamarles la atención respecto a lo que estaba sucediendo:

—Pero, osea, lo que tienes que hacer es cambiar la voz cuando les llames para que parezca que eres como más mayor, ¿sabes? Y entonces vas y...
—Perdonad que me meta donde no me llaman, pero es que el niño va suelto por el autobús y al final aquí va a haber un accidente.
—¿Quién eres tú, chico pobre? ¿Qué quieres de nosotras? ¡SOCORRO! ¡POLICÍA! ¡UN VIOLADOR!

Así que sacudí la cabeza, reconsideré esa opción y concluí que sería mejor seguir siendo un mero espectador de los acontecimientos y dejar que las chavalas aprendiesen la lección a costa de la integridad del niño, que ahora se dedicaba a golpear con ambas manos los babeados cristales.

Y pasó lo que tenía que pasar. Antes de continuar relatando esta historia, tengo que aclarar que las puertas del autobús no eran como las actuales, tó modernas ellas y abriéndose hacia afuera, quedando paralelas al vehículo. Las puertas antiguas se abrían hacia dentro y quedaban perpendiculares, impactando contra un tope clavado en el suelo al final del recorrido (si no habéis entendido esto, la culpa es vuestra por no prestar atención durante las clases de matemáticas de quinto de Primaria).

Es más, a los jóvenes que estéis leyendo esta batallita de abuelo sobre cuán peligrosa era nuestra vida hace décadas, os diré que esos mismos autobuses solían tener en las lunas unas pegatinas en las que aparecía una jeringuilla tachada junto con la expresión "ENGANCHATE A LA VIDA". Sin tilde ni hostias. Muy loco todo.

fuente: fad.es
Ahora ya os puede estallar la puta cabeza

Volviendo al incidente, os podéis imaginar lo que pasó. El niño tenía el pie pegado al tope del suelo cuando el bus llegó a mi parada, y al abrirse las puertas hacia el interior del vehículo, una de ellas le sacudió en la pezuña. El mocoso, asustado por el impacto (que no fue para tanto, insisto), empezó a llorar como si le hubiesen arrancado la pierna, trayéndose con sus gritos a su hermana de vuelta de los Mundos de Yupi en los que llevaba metida por lo menos cuatro paradas.

El conductor, tras echar un ojo a la escena a través del retrovisor, salió de su cubículo con agilidad (se nota que el hombre tenía experiencia en esto), portando en su mano una libreta que utilizaba para tomar nota de todos los partes de accidente que tenían lugar. Dicha libreta, por cierto, se encontraba bastante manoseada y desgastada por el uso (lo cual confirma lo que acabo de decir de la experiencia). Mientras niño y hermana competían por ver quién lloraba más fuerte y la amiga se llevaba las manos a la cabeza y caminaba nerviosa por el interior del bus, el chófer se acercó al trío y preguntó a la desconsolada hermana por el nombre del niño para tomar nota. La hermana, entre sollozos, miró al busero y dijo con un hilo de voz:

Borja Ricardo.

Y a mí, que me encontraba en pleno estado de superioridad moral en aquel momento ("Si es que se veía venir", "Esto iba a acabar pasando", "Mira que lo sabía" y tal), se me puso cara de incrédulo gilipollas al oír semejante nombre. El conductor, con una expresión bastante similar a la mía, tardó unos segundos en recuperar la compostura y empezar a escribir el nombre en la libreta. Los mismos que tardé yo en percatarme de que ya estábamos en mi parada. Entonces, abriéndome paso entre los personajes de aquella tragedia, bajé del vehículo, aún dándole vueltas a las dos palabras que había dicho la cría.

Mientras me alejaba del autobús pensé: "con ese nombre, pillarte el pie con la puerta del bus es lo menos malo que puede pasarte en la vida, Borja Ricardo".

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