lunes, 28 de noviembre de 2016

El pupitre metálico

¿Alguna vez habéis vivido una guerra civil? Me imagino que no. Afortunadamente, un alto porcentaje de la población de nuestro país no ha tenido que sufrir la tragedia que supone levantarse en armas contra un enemigo. Sólo los viejos de más de ochenta años pueden dar testimonio de algo así. Bueno, ellos, y mis compañeros y compañeras de cuarto de la ESO.

Nuestra clase se encontraba dividida en dos bandos. Por un lado, estaban ellas, atentas y responsables. Acudían cada mañana al instituto con la idea de adquirir conocimientos y sacar adelante un curso académico con esfuerzo y atención. Sin embargo, los del bando contrario no teníamos tal idea en mente. Casi todos mis compañeros habían tirado la toalla estudiantilmente hablando a principios de curso, y yo simplemente me aburría muchísimo en clase, pues cosideraba que todo el conocimiento que un ser humano necesita estaba contenido en las revistas Quo, CNR y Muy interesante que mi padre me compraba cada mes.

Por cierto, la elección del género en el párrafo anterior no es casual. Ellas eran quienes conformaban el grupo formal y nosotros (salvo dos muchachos neutrales que se sentaban en primera fila y se hacían los suizos cada vez que había movida) éramos los folloneros. Cosas de la edad, supongo.

En definitiva, encerrar al grupo de mastuerzos en el que yo me incluía durante seis horas dentro de un aula nos obligaba a buscar formas de entretenimiento. Bien fuese volcando mesas para construir una jaula dentro de la cual echar partidas de futbito durante el recreo, bien fuese haciéndonos reír los unos a los otros cuando había que guardar silencio, bien fuese lanzándonos rotuladores cuando la profesora de biología (que lo había prohibido expresamente) se daba la vuelta, bien fuese creando arte con restos de manzana, no había día en el que no sacásemos de sus casillas a la sección femenina de la clase. Así que unos y otras estábamos en guerra. Una guerra que comenzó en septiembre de dos mil uno y finalizó en junio de dos mil dos.

Si la actitud imbécil anteriormente descrita era nuestra más poderosa arma, con la que atacábamos a diario al adversario, el contraataque de nuestras compañeras solía darse en la hora de tutoría, pues era entonces cuando aprovechaban para dar al tutor un detallado parte de guerra y largar todas las anormaladas que hacíamos durante la semana y que impedían que las clases se pudiesen impartir de forma adecuada. Estas reclamaciones chocaban de frente con nuestra inevitable estupidez adolescente masculina (que dicha estupidez no respetase sexos y también les afectase a ellas en mayor o menor medida ni lo afirmo ni lo desmiento, pues en mi adolescencia yo a las chicas sólo las veía de lejos y no cuento con datos para sacar una conclusión fiable), haciendo que cada tutoría se convirtiese en una especie de Furor en el que sólo se divertía el equipo de los chicos (que, paradójicamente, era el que siempre perdía). Por otra parte, a pesar de los rapapolvos y de los castigos, nuestro tutor era bastante más soportable que Alonso Caparrós. Bueno, en realidad cualquier ser humano, animal, planta, mineral o virus patógeno es más soportable que Alonso Caparrós.

Visto con perspectiva, está claro que elegí el bando erróneo. Pero mira, que me quiten lo guerreao.

Pues bien, a pesar de lo encarnizado del conflicto, durante el mismo tuvo lugar un breve pero noble cese de las hostilidades. Una de esas escasas ocasiones en las que el ser humano recupera la fe en sí mismo. Y todo gracias a un enemigo común: la profesora de inglés y sus absurdas ideas.

Hablemos primero de la asignatura de inglés durante los cuatro años de Educación Secundaria Obligatoria a finales de los noventa y principios de los dos mil en España. "Completa los huecos con do, does, don't y doesn't". Eso es todo. Eso es todo lo que un estudiante de la lengua de Shakespeare aprendía durante esos putos cuatro años. Vale, cierto que es que todos los profesores de esta asignatura solían entrar por la puerta el primer día de clase haciendo el esfuerzo de hablar en inglés y asegurando que allí no se iba a oir una palabra en español entre septiembre y junio, pero cejaban en su empeño a los veinte segundos, que era lo que tardaban en soltar el primer "Do you understand?" y recibir como respuesta la mirada perdida de un grupo de borregos adolescentes.

Y yo, que había comprobado que el temario de inglés de primero y segundo de la ESO era EXACTAMENTE EL MISMO, decidí que no quería protagonizar otro Groundhog Year, por lo que me centré en el francés (María Luisa, si estás leyendo esto, quiero que sepas que tu as été la meilleure professeure du monde y mi francés está oxidadísimo porque he tenido que buscar cómo se escribía la frase anterior y a pesar de ello no tengo muy claro que la haya escrito bien) durante tercero y rellené el hueco del segundo idioma con la asignatura de informática, en la que un profesor entregadísimo que se parecía al presentador de Bricomanía nos enseñó a contar en binario, a programar en HTML y a destripar torres, entre otras cosas.

fuente: Bainet TV
Mis cojones 100001

Y fue entonces cuando empecé cuarto de ESO. Y la profesora, repasando mi expediente, reparó en que yo no había cursado inglés el año previo, por lo que me preguntó si sería capaz de mantener el nivel de la clase. Le dije que of course y, conforme avanzaba el curso, le demostré que mi nivel no es que estuviese a la altura, sino que era superior. Y todo gracias a que el año anterior, mientras la gente de mi edad echaba a perder su gusto musical escuchando a Estopa, yo descubrí a los Beatles. Y no sólo me dediqué a recorrer su discografía, no. Me esforcé por saber qué coño decían en sus canciones (sólo en la versión al derecho, que no soy un psicópata) y llegué al punto pedante de marcarme un Stannis Baratheon cada vez que les escuchaba cantar and she don't care en el estribillo de Ticket to ride.

fuente: HBO
And she doesn't care, HOSTIAS

Hasta aquí, todo bien. El problema que tenía esa teacher es que, sin necesidad de haber tonteado con las drogas, se creía las mierdas que vende gente como Deepak Chopra o Paulo Coelho (que en castellano es Pablo Conejo y pierde mucho), y tenía por costumbre poner música "relajante" durante los exámenes, con la supuesta idea de activar partes adormecidas del cerebro de los alumnos que ayudasen durante la resolución de aquéllos.

Y claro, esta noticia marcó profundamente a quienes, a pesar de llevar sólo unos días de curso, ya estábamos en plena guerra con los bandos claramente diferenciados. Bueno, al equipo de los chicos no nos afectó demasiado. En realidad nos la peló a todos. Pero para el equipo de las chicas aquello resultó devastador. Necesitaban concentrarse durante el tiempo que duraba cada examen, pues para ellas el curso era realmente importante (y con razón, que estamos hablando de labrarse un porvenir, joder). Y lo mejor para concentrarse es, ha sido y será EL PUTO SILENCIO (algo que también viene muy bien para dormir, por cierto), no un casete reproduciendo música de ocarinas y flautas, acompañada de ruido de agua y de pajaritos (porque TODA la música supuestamente relajante tiene putos pájaros sonando de fondo). Vamos, que la profesora pretendía convertir la clase en un Natura, pero sin pestazo a incienso ni atrapasueños colgados por las paredes.

Y llegó el día del primer examen de inglés. Mientras esperábamos a que la profesora apareciese por la puerta con el taco de ejercicios y el radiocasete, una de mis compañeras –particularmente estudiosa–, con unas ojeras que se podían ver desde Palencia, presa de la desesperación causada por el estrés (a ver si no por qué iba a dirigirle la palabra a su más acérrimo enemigo), me confesó que no había dormido bien la noche anterior, pues aunque se había dejado los cuernos empolling, daba por supuesto que la musiquita de los cojones le iba a hacer la puñeta. Y yo, que había pasado la víspera entre Rubber Soul y Revolver y estaba más relajado que Whitney Houston la víspera de los Grammy 2012, le dije que no se preocupase, que seguro que el examen le saldría bien a pesar de todo.

De vuelta en mi pupitre, y esperando a que el reparto de ejercicios comenzase, eché un rápido vistazo al resto de compañeras y descubrí un panorama desolador: sus caras reflejaban el miedo a un fracaso inmerecido, todo por culpa de la gilipollez que se le había ocurrido a la teacher (y a la falta de huevos que tenían para decirle a la maestra "oye, por favor, no pongas música, que nos distrae"). En ese momento, un sentimiento totalmente desconocido para mí hasta entonces llamado "compasión" empezó a darme golpecitos con el dedo en el hombro y decidí que no era justo que nuestro enemigo perdiese una batalla que no estaba luchando contra nosotros. Además, sabía que los de mi bando se unirían a mí en la campaña que estaba a punto de iniciar, no tanto por fidelidad sino porque siempre agradecíamos que se diesen situaciones como la que estaba a punto de ocurrir en aquel aula.

Cuando la profesora terminó de repartir los folios y todos habíamos puesto el nombre en los mismos (niños, recordad que eso es lo primero que hay que hacer), aquélla pulsó el botón de PLAY y empezó a sonar la música. Pocos segundos después se oyeron los primeros trinos de pájaro acompañando a la ocarina, y yo lancé mi ataque sorpresa.

Dije "pío, pío".

Y se desató el caos. Diez maromos de quince años, cargados hasta arriba de hijoputismo y sorna, imitando toda clase de pájaros y aves, gruñendo, balando, barritando, relinchando, haciendo coros con voz de eunuco borracho y dando por saco a más no poder. Años después, el artista barcelonés Augusto Ferrer-Dalmau (a quien considero el mejor pintor español de todos los tiempos) plasmaría esta escena en uno de sus más espectaculares cuadros (y quien diga que en realidad son lanceros carlistas en Viana y que el cuadro no tiene nada que ver con lo que estoy contando y que soy un caradura, miente):

fuente: A. Ferrer-Dalmau
Ferrer-Dalmau, Augusto. La carga de los zánganos [óleo sobre lienzo]

Nuestra ofensiva provocó que la profesora, visiblemente cabreada (y ligeramente dolida) al descubrir lo que el equipo de los chicos pensaba de su maravilloso método psicológico-musical, desenchufase con violencia el radiocasete de la pared (ni siquiera dio primero al botón de STOP, así que imaginad su mala hostia) mientras gritaba "Pues vale. No hay música". Y no hubo más música ni en aquel examen, ni en los que estaban por venir. Os lo juro.

Segundos después, mientras se disipaba la humareda en el frente, descubrí que mi estresada compañera me estaba mirando. En aquel momento éramos dos soldados de distinto bando que se acababan de encontrar en una tierra de nadie silenciosa que te cagas. Su gesto preocupado había desaparecido por completo, hasta el punto de que no podía disimular una ligera sonrisa. Mantuve su mirada y ella susurró un suave "gracias" al que respondí con una leve inclinación de cabeza. Tras este respetuoso intercambio, cada uno se volvió a su correspondiente trinchera, donde nos esperaban huecos que rellenar con do, does, don't y doesn't.

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lunes, 21 de noviembre de 2016

Mira quién pinta

Uno de mis momentos favoritos del libro El Principito es ése en el que —spoiler alert— el autor y el crío se encuentran por primera vez, y éste le suelta a aquél su famoso "Por favor, dibújame un cordero".

Los que os hayáis leído el libro ya sabéis cómo sigue la historia. A los que no, aparte de llamaros vagos (joder, que El Principito se lee en cuarenta minutos) os diré que el pequeño príncipe rechaza el primer dibujo y pide al autor que se lo rehaga una y otra vez, pues ninguno de los corderos le agrada lo suficiente. Al final —spoiler alert one more time— el autor acaba hasta los huevos y pintarrajea una caja, alegando que el cordero está dentro de la misma. Personalmente, considero que esta última jugada es el "Niño, vete a tomar por culo" más elegante que he visto nunca. Y, por si fuera poco, el principito se queda encantado con la caja y con el supuesto cordero que la misma encierra.

Si pensáis que la historia habla del valor que tiene la imaginación, del "sólo se ve bien con el corazón" y de chorradas por el estilo que vuestra compañera un poco rarita de primero de bachillerato solía escribirse en la carpeta, os equivocáis. Antoine de Saint-Exupéry era francés, y la escena de su libro que acabo de resumiros se limita a reproducir la típica relación entre cliente tocapelotas y dependiente borde que se da de forma tan habitual entre la gente de su país.

Pero hoy no quiero meterme con los franceses. Bueno, en realidad SIEMPRE quiero meterme con los franceses, pero esta entrada no va de eso. Si os he hablado de ese fragmento de El Principito es porque he protagonizado una escena parecida recientemente, cambiando al cordero por la imagen de cabecera de este blog. Otras diferencias han sido que la autora de dicha imagen no es ni borde ni francesa (es de algún punto entre Madrid y Gibraltar, pero no me interesa tener más detalles porque no me meto en la vida de la gente), que yo no he sido tan tiquismiquis (creo) y que, desde un primer momento, dejé bien claro que iba a pagarle por ello. No sólo porque pueda permitírmelo y me seduzca la idea de sentirme como un mecenas cuando se lo cuente a mi peluquero vallisoletano la próxima vez que juguemos a los burgueses, sino porque, al contrario que toda esa gentuza gorrona que vive para aprovecharse de los demás y generalmente pone "liberal en lo económico" en su bio de Twitter, considero que todo trabajo merece ser recompensado económicamente por quien se beneficia del resultado del mismo.

¿Podría haber hecho yo la cabecera? No. No. No. Definitivamente, no. Mi nivel artístico dejó de desarrollarse cuando cumplí cinco años, y si no me creéis, os voy a mostrar varios ejemplos que dan fe de mi falta de talento. Y voy a dejar que seáis vosotros quienes adivinéis lo que hay en cada imagen (soluciones al final de la entrada). Están sin pintar, que no sé colorear sin salirme.

Joseá (2016) Imagen cutre número 1 para entrada de blog [Bolígrafo sobre servilleta de papel del Starbucks]. Colección particular


Joseá (2016) Imagen cutre número 2 para entrada de blog [Bolígrafo sobre servilleta de papel del Starbucks]. Colección particular


Joseá (2016) Imagen cutre número 3 para entrada de blog [Bolígrafo sobre servilleta de papel del Starbucks]. Colección particular

Y yo creo que ya vale, que la camarera me ha pillado un par de veces y me está mirando con cara de pena. Que si me apellidase Picasso podría pretender que mis garabatos tienen algún valor, y hasta cobraros sólo por ver mi mierda de dibujos, pero como no es el caso, tengo que delegar en alguien que controle esto de darle a las pinturas. Por suerte, cuento con Isa Gómez para que lleve a cabo dicha tarea y le aporte algo de vida a mi blog desde un punto de vista ilustrativo.

Conocí a Isa en Twitter hace unos años, cuando Twitter molaba (no como ahora, con todos esos pelotas llamando "Don Arturo" a Pérez-Reverte sin conocerle de nada, como si esperasen una invitación a su yate o algo: "Como siempre, muy audaz, Don Arturo". "No le falta razón, Don Arturo". "Verá cómo las féminas se le echan encima por eso que acaba usted de decir, Don Arturo". Me están dando arcadas). En aquella época, mi novia y yo sobrevivíamos con mis trescientos euros mensuales de becario y sus ahorros en un piso del centro de Valladolid con vistas a una familia de gatitos y wifi gratis porque el vecino no lo tenía protegido, y entonces Isa, que es muy seria en su trabajo pero en persona está como una regadera, me cayó bien. Me cayó muy bien. Además, tuvo el detalle de regalarnos a mi novia, a mi hermano y a mí un diseño para una taza que aún utilizo con nostalgia cada vez que voy a Valladolid, mientras evoco aquella época prepeloteo perezrevertiano, y lo único que nos pidió a cambio fue nuestra amistad en Facebook, pues quería vernos la jeta y ninguno estábamos para viajes y quedadas interprovinciales, monetariamente hablando.

Pues bien, gracias a tener a Isa entre mis contactos de Facebook, he visto cómo ha ido perfeccionando su técnica y definiendo su estilo en los bocetos que ha ido colgando en su muro de cuando en cuando, al tiempo que compartía estados con hilarante contenido, fruto de los ataques de nervios que le entraban en época de exámenes mientras finalizaba sus estudios de algo relacionado con Bellas Artes (si queréis más detalles al respecto, esperad a que la chica tenga página de Wikipedia propia, de aquí a un par de años), y sé que la imagen que corona este blog no será el último diseño que veréis con su firma en una esquina.

Para que veáis de lo que hablo, aquí tenéis un enlace a su cuenta de Instagram, con varias de sus obras (su reciente serie dedicada a Halloween con motivo del último inktober me ha dejado con el culo especialmente torcido), a su página de Facebook y a su dirección de Tictail, donde podréis adquirir pegatinas diseñadas por ella con las que dar alegría a vuestro aburrido mobiliario adquirido en Ikea un triste domingo por la tarde. Sosos.

Desde aquí le deseo lo mejor en su carrera artística. Casi puedo imaginar que, dentro de unos veinte años, Isa será portada del periódico que mayor tirada a nivel nacional tenga entonces (y que espero que no sea El País, por otra parte), junto con una entrevista en la que ella misma describirá el proceso que ha seguido para elaborar el retrato del Presidente del Gobierno Aless Gibaja. Y yo, señalando su foto, le diré con orgullo a mi compañero de celda:
—¿Te acuerdas del blog que tuve una vez, en el que escribí que a Aznar le olía el pis fuerte y me metieron aquí porque eso se consideraba terrorismo de acuerdo con la Ley Mordaza-Antimemes del PP? Pues la que sale en esta foto diseñó la portada de aquel blog.
De momento, y mientras Isa se convierte poco a poco en una estrella de los pinceles capaz de bañar en billetes a los cinco o seis seguidores que me leéis cada lunes, le dedico esta entrada y le dejo a deber un desayuno irlandés por si algun día pisa Dublín. Qué menos.

fuente: Isa Gómez
Aprovecho para robarle esta imagen de su Facebook y colarla aquí, que tengo que compensar mis aberraciones con algo bonito

Soluciones: imagen 1: pingüino; imagen 2: gato; imagen 3: Torbe.

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lunes, 14 de noviembre de 2016

Navajeros (y II)

¿Qué tal va vuestra memoria? La mía fatal. Pero eso no me impide recordar que hace un par de semanas, cuando hablé de mi barbafobia (que significa tener miedo a cortarse el pelo, no miedo a la gente con barba. La gente con barba sólo me da asco) dejé un asunto pendiente.

Os conté el qué, pero no el porqué. Y de eso va a ir esta entrada.

Ésta es la última foto tétrica de una peluquería que subo. Palabra

Reflexionemos. ¿Qué motivo puede ser el causante de que prefiera una patada (flojita) en los huevos a meterme en una peluquería? Pues he barajado cuatro hipótesis. En primer lugar, está el hecho de dejar que un desconocido se dedique a manejar tijeras, navajas y toda clase de utensilios afilados alrededor de mi cabeza, pues no me fío de nadie que no sea yo. Y a veces ni eso. Imaginad por un momento que al peluquero de turno se le cruzan los cables y decide comprobar si sus tijeras pinchan lo suficiente clavándomelas en la base del cráneo. O igual le da un ataque de creatividad y considera que el generoso tamaño de mis orejas no va con mi reciente corte de pelo, dándole por reducirlas à la Van Gogh. También puede que le entren ganas de estornudar pero quiera apurar todo lo posible mientras me recorta las patillas a navaja antes de taparse la boca y echarse a un lado y no controle bien la sucesión de acontecimientos, haciendo que mi yugular abierta riegue la barbería. O simplemente, que piense que le estoy mirando mal a través del espejo, se le junte esa idea con el hecho de que pueda tener un mal día y me haga un perro andaluz (qué grima me da esa escena, en serio. Maldito seas, Buñuel). Son muchas posibilidades y ninguna me da buen rollo.

La segunda teoría está relacionada con la estética. Concretamente, con MI estética, la cual estoy dejando en manos de otra persona en esta situación. Y esa persona puede hacer un buen trabajo o arruinar por completo mi imagen. Y vale que la mayor parte de la jornada tengo la cara pegada a un monitor de ordenador que no va a decirme si soy guapo o feo, pero no descarto que pueda llegar un día, teniendo en cuenta lo rápido que avanza la tecnología cuando de inventar gilipolleces se trata, en el que mi pantalla pueda decirme "Vaya desastre te has hecho en el pelo, colega". ¿Se os ocurre algo más humillante que un ordenador haciéndote un "contigo no, bicho"? A mí, no.

Una tercera opción tiene que ver con el hecho de que, mientras me están cortando el pelo, me veo obligado a ver mi puta cara en el espejo y no puedo mirar hacia otro sitio. Y yo, que pertenezco a una generación que siempre ha huído de aparecer en las fotos y que no comprende (ni comprenderá) dónde tienen la gracia los selfies, acabo sintiéndome incómodo tras varios minutos viéndome a mí mismo sin una razón que lo justifique.

Ahora bien, si le doy un par de vueltas más, lo que acabo de escribir realmente no justifica mi adversión peluqueril. En cuanto al primer argumento, he de decir que ojalá fuese una peluquería el único sitio en el que pongo en peligro mi integridad física: un autobús de dos pisos arrimándose mucho al adelantarme mientras voy camino del curro en mi flamante bici, un resbalón tonto al salir de la bañera, esforzarme más de lo que mi organismo pueda soportar mientras intento impresionar a alguna compañera del gimnasio... Joder, cualquiera de mis compañeros podría estrangularme con el cable del ratón mientras bajo la guardia en la oficina, y eso no impide que vuelva allí cada mañana. Así que no, descartamos esa opción.

¿Qué hay de lo de la amenaza a mi estética? "Pero vamos a ver, piltrafilla, ¿de qué estética estás hablando?" pensaréis los que me conocéis en persona o al menos en foto. Vale, no soy ningún supermodelo, y veo difícil que la actividad del peluquero me vaya a afear aún más. Por otra parte, un corte de pelo, sea bueno o sea malo, no dura más de dos semanas. Así que seamos realistas, que esta posibilidad tampoco vale.

Y aprovecho lo que acabo de contar para enlazarlo con mi tercera hipótesis. De acuerdo, a alguien con semejante idea de sí mismo desde un punto de vista estético puede resultarle incómodo plantarse delante del espejo durante varios minutos, pero también lo hago mientras me afeito, me lavo los dientes o intento invocar a la hija del Diablo cada martes a la luz de dos velas en el lavabo (y no, no es ningún eufemismo relativo a hacer de vientre. Algo que, por otra parte, no hago sólo los martes), y ninguna de esas actividades me incomoda. Por lo tanto, tercera opción descartada también.

Entonces, ¿a qué viene mi miedo al señor de las tijeras y la navaja? Para encontrar la respuesta a esta pregunta vamos a tener que sumergirnos a bastante profundidad en mi subconsciente, pues ahí está la clave que me fue revelada durante una de las muchas introspecciones que suelo llevar a cabo mientras (ahora sí) hago de vientre. Así que emulemos a Jacques Cousteau (o a James Cameron, que no se sabe muy bien qué coño hace con tanto batiscafo y tanta polla, pero le tiene que estar quedando una secuela de Avatar DE LA HOSTIA) y adentrémonos en el cajón de sastre en el que encierro bajo llave mis más perturbadores recuerdos para echar mano de uno especialmente traumático...
Otoño de mil novecientos noventa y tres. Una noche de sábado, tras haber dado cuenta de unos deliciosos sanjacobos preparados por mi madre con todo su cariño, me encuentro en plena sobremesa de la cena, acompañado por mis progenitores y mi abuela. Los cuatro estamos pendientes de la televisión. Antena 3 emite El gran juego de la oca, un concurso que, como su nombre indica, emula el conocido juego de mesa en el que los consursantes, a modo de fichas humanas, parten por turnos de la casilla de salida con el objetivo de alcanzar en primer lugar la casilla número 63, debiendo participar en disintas pruebas en función del resultado obtenido tras el lanzamiento de los dados.
A mi yo de aquella época, que acababa de cumplir siete años, le gustaba aquel programa. El contenido del mismo era entretenido, y el estar acompañado por mi familia tras haber ingerido una deliciosa cena hacía que me sintiese cómodo ante la pantalla. Por ello, cual cría de gacela incauta que se acerca a beber despreocupada a la orilla de un lago infestado de cocodrilos, mi cerebro no se encontraba alerta ante posibles amenazas sensoriales que pudieran perturbar mi inocencia, por lo que los acontecimientos de los que fui testigo a continuación me marcaron profundamente. Volvamos pues a la cocina de aquella casa molinera de Valladolid...
La cámara fija el plano sobre uno de los concursantes: Ramón, de Murcia, que desde la casilla 48 descubre con desolación el valor de los dados que acaba de arrojar: dos y dos. Eso significa que debe dirigirse a la casilla número 52, donde le espera El Flequi, un supuesto peluquero que se parece al hermano pobre del príncipe de Beukelaer. Ramón se sienta en la silla de El Flequi y aguarda a que Emilio Aragón, presentador del concurso, le haga tres preguntas de cultura general a las que debe responder de forma acertada si quiere superar la prueba y mantener su integridad capilar.
Primera pregunta: "¿En qué año tuvo lugar el primer viaje de Cristobal Colón a América?" 
Ramón, perplejo ante una pregunta tan fácil de responder, tartamudela un "mil cuatrocientos noventa y dos" (bueno, "mil cuatrocientoh noventa y doh", porque es murciano) que le supone el visto bueno del presentador. Ramón suspira aliviado mientras le es enunciada la segunda pregunta: 
"¿Cuál es la capital de Francia?" 
Ramón sonríe, se envalentona y declara "París" (bueno, "Parih") y aguarda confiado, mientras se desvanece el aplauso del público provocado por su segunda respuesta correcta, a que la tercera pregunta (que será tan fácil como la primera y la segunda, ya verah, acho), le sea formulada. 
Es entonces cuando Emilio Aragón, mirando fijamente al murciano, dice: 
"¿Cómo se llamaba el químico suizo que descubrió el iterbio?" 
Ramón palidece, titubea y no es capaz de articular palabra. Ni siquiera sabe qué es el iterbio. Nadie en Alcantarilla sabe qué es el iterbio. Pasan varios segundos que a Ramón se le hacen eternos y es entonces cuando un suave "no lo sé" se escapa entre sus labios. En ese momento, El barbero de Sevilla, de Rossini, comienza a sonar, dando a entender que Ramón NO ha superado la prueba, y El Flequi, preso de un éxtasis incontrolable, procede a castigar la ignorancia del murciano afeitando su cabeza con estudiada torpeza, mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan por encima del jaleo del público.

Mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan por encima del jaleo del público.

Mientras las carcajadas de Emilio Aragón resuenan.

Las carcajadas de Emilio Aragón.

Emilio Aragón.

EMILIO ARAGÓN.

fuente: Atresmedia
Como para no traumatizarse, no me jodas.

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lunes, 7 de noviembre de 2016

Ceci n'est pas une pomme

Considero que mis hábitos alimenticios podrían definirse como "saludables" (al menos desde el lunes por la mañana hasta el viernes por la tarde, todo sea dicho). Suelo huir del azúcar y la bollería industrial (y no sólo porque la bollería de Irlanda sea una mierda, como ya mencioné en este otro artículo), y opto por fruta y verdura cada vez que mi estómago me avisa de que se está quedando sin pilas (es más, me estoy jalando una zanahoria cruda mientras escribo esto, en plan Bugs Bunny).

Sin embargo, no siempre fue así. Los almuerzos y meriendas de mi niñez y adolescencia no tuvieron nada de sano: phoskitos, bonys, tigretones, panterarrosas, mimeriendas (sí, el bollo sin relleno que venía con una tableta de chocolate adjunta), bollycaos, bimbocaos cuando a mi padre le encargaba bollycaos y el pobre hombre se equivocaba, cañas de chocolate, pepitos de chocolate, triángulos de chocolate, círculorrojos y ochos de crema fueron la bollería industrial nuestra de cada día. Y digo "nuestra" y no "mía" porque era tendencia general entre la chavalada ("chavalada", qué carca suena y qué viejo me estoy haciendo, joder) el cerdear toda clase de productos azucarados. Bueno, y lo sigue siendo.

Mención especial merece el emparedado de crema al cacao con avellanas en pan de molde (vamos, el bimbo de Nocilla de toda la vida) que, envuelto en papel de aluminio, viajaba con nosotros al colegio/instituto cada mañana. Al chute de azúcar que suponía su ingesta durante el recreo, había que añadirle el uso que se le podía dar después al envoltorio, una vez convertido en pelota, pues soliamos servirnos de ésta para improvisar partidillos de futbito dentro del aula o para lapidar a algún compañero incauto (dicho compañero incauto, por cierto, solía ser yo bastante a menudo).

La felicidad tiene cuatro lados. Sí, es pan integral

Pues, por increíble que parezca, fui capaz de cambiar esta realidad y lograr que mis compañeros y yo sustituyésemos las golosadas por manzanas durante la hora del recreo, al menos durante unos pocos días. Todo gracias a la psicopedagogía y a un resultado inesperado protagonizado por Gersio, un chaval de mi clase.

Quizá unos análisis de sangre habían evidenciado por enésima vez que mis niveles de colesterol estaban por las nubes, o simplemente se me cruzaron los cables, pero una mañana de primavera, mientras llenaba la mochila, decidí meter dentro de la misma una manzana, en lugar del bocata nocillero habitual. Una vez llegado el recreo, y tras ingerir la pieza de fruta, acerqué el corazón restante a Gersio y le dije (y aquí viene la parte de psicopedagogía que os comentaba antes):

–No tienes huevos a estrellar esto contra la pared.

Y vaya que si tuvo huevos. Y fuerzas, porque el corazón de la manzana impactó con tanta energía contra la pared, que la fruta estalló en pedazos, provocando un asombroso efecto visual similar a una explosión de fuegos artificiales. De día. Dentro de clase.

Y no sólo eso, sino que los restos de manzana quedaban pegados en la pared, a modo de biografiti tó reshulón. Este resultado inesperado (os lo dije), a los adolescentes ligeramente macarras que integrábamos nuestro grupo estudiantil nos pareció LA HOSTIA. Y había que repetirlo.

Ni campañas del Ministerio de Sanidad, ni desayunos cardiosaludables, ni Manuel Torreiglesias dando el coñazo en Saber Vivir, ni pollas. Lo que provocó que nuestros almuerzos a partir de aquel día pasasen a consistir en una pieza de fruta fue el vandalismo (ay, la ironía). Reinetas, goldens, galas, grannysmithes e incluso alguna pera de agua despistada eran ingeridas a toda prisa en aquella clase para poder llevar a cabo una manualidad Art Attack (nunca mejor dicho) con los restos. Comer, lanzar, estrellar, repetir. La performance que comenzó Gersio (no, no lo estoy escribiendo mal. El chico se llamaba Sergio, pero le llamábamos Gersio porque tenía dislexia y nosotros éramos muy hijoputas) era copiada por los compañeros cada recreo con alegría y despreocupación ante el nivel de mierda que estaba alcanzando el aula, que empezaba a parecerse a una obra de Miquel Barceló (si he usado "mierda" y "Miquel Barceló" en la misma frase no ha sido por casualidad. Ahí lo dejo).

Hasta que llegó el día en el que el jefe de estudios (a quien llamábamos el Ruffles porque su pelo muy corto y muy rizado se alineaba en surcos a lo largo de la cabeza) apareció por la puerta para decir, con una voz muy similar a la de Marlon Brando en El Padrino:

–Me comentan que ha aparecido compota de manzana por los rincones de esta clase. No voy a buscar culpables ni a tomar represalias. Pero sé que esto no va a volver a repetirse.

Y oye, no volvió a repetirse. Más que nada porque se nos pusieron a todos los huevos por corbata. A ver, por supuesto que continuamos haciéndolo. La diferencia es que, tras haber recibido el toque del Ruffles, pasamos a lanzar las manzanas por la ventana, estrellándolas en esta ocasión contra la fachada del colegio que teníamos enfrente.

De todas formas, nuestra etapa artístico-manzanil duró poco. Siendo como éramos una generación que enseguida se cansa de todo, en poco más de una semana perdimos el interés por crear nuestro anuncio de Bravia particular, y la Nocilla volvió a recuperar el dominio sobre nuestros almuerzos y nuestras arterias.

Si aquí no veis ARTE es que sois poco vanguardistas. O poco cabrones

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