La verdad es que resulta agradable poder pasar unos días en Valladolid cada cierto tiempo y disfrutar de todo aquello que, en mi día a día allende el Cantábrico, no es más que un nostálgico recuerdo. Y es que, por muy bien que se viva en la Isla Esmeralda, allí no hay una niebla como la que fabrica el Pisuerga y se abraza a mi ropa de abrigo durante los nueve meses de invierno (lo sé, soy un bohemio), el Sol que apenas brilla tan al norte no tiene la fuerza con la que pega en Castilla durante los tres meses de infierno (lo sé, soy un masoca), y las napolitanas de chocolate que venden en Dublín son una mierda seca de tamaño irrisorio que no tiene nada que hacer frente a las delicias gastronómicas de cualquier pastelería vallisoletana (lo sé, soy un zampabollos). Pain au chocolat, llaman allí a las napolitanas. No tienen huevos ni de ponerle un nombre en inglés, de la vergüenza que les da vender semejante bazofia, para que os hagáis una idea.
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Cuánta belleza en una sola foto |
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Si es que la calidad de la cámara de mi móvil no le hace justicia a Valladolid |
Pensaba que en esta ocasión me iba a librar, pero las paredes del piso de protección oficial de mis padres son como altavoces, así que durante mi última visita he sido víctima, one more time, de la mierda de construcciones que se levantan hoy en día desde el punto de vista del aislamiento acústico. Esta vez en concreto ha sido mientras hacía un sudoku en la cocina, cuya pared colinda con el cuarto de baño del piso adyacente (estoy usando palabras que no habíais oído en vuestra vida, ¿verdad?), en el que el hijo de mis vecinos estaba dándose una ducha más larga de lo ecológicamente recomendable.
Y mientras se duchaba, cantaba. Empezó con Coldplay, pero cuando cerró el grifo y procedió (me imagino) al secado, empezó a cantar, wait for it, NESSUN DORMA. Como lo leéis. El cabrón se la sabía entera, y pronunciaba con un arte que me dieron ganas de llamarle al timbre para aplaudirle y lanzarle flores cuando abriese la puerta. Me sorprendió, más que nada, por la fase en la que está: tras conocerle siendo un niño (de hecho, lo primero que hicieron sus padres fue echar abajo medio piso para convertirlo en un pseudoloft de protección oficial, ganándose mi odio por haberme jodido la siesta con las obras durante tres semanas) al que mi madre decía en el ascensor cuando coincidían "Hola. ¡Vaya! ¡Qué niño más tímido!" y digievolucionar a prepúber al que mi madre decía en el ascensor cuando coincidían "Hola. ¡Vaya mozo te estás haciendo!" (lo de las madres usando la palabra "mozo" es una tradición que deberíamos conservar, y no la mierda de las corridas de toros), ahora está en la etapa en la que mi madre no le dice nada en el ascensor cuando coinciden porque coincidir con un adolescente en un ascensor es tan agradable como encontrarte un condón usado (y no por ti) dentro del portal.
He juntado un condón usado y a mi madre en el mismo párrafo. Si hay algún psicólogo leyendo esto, estará frotándose las manos en estos momentos.
En fin, que descubrir a un alumno de instituto interpretando a Puccini me sorprendió bastante, pero eso no evitó que se me quitasen las ganas de seguir haciendo el puto sudoku, así que me fui a la otra punta de la casa (que tampoco está tan lejos. No os penséis que mis padres viven en una mansión) para no tener que oírle mientras recordaba a todos aquellos vecinos que, de una forma u otra, se metieron en mi vida sin pedir permiso.
El que me pilla más cerca es un vividor. Lo de vividor lo digo porque el tío vive solo, físicamente es una fusión de los tres miembros de Café Quijano en su etapa fucker y tiene una Harley Davidson en el párking. Además, debe de tener otra casa, porque no siempre está en el piso (la forma de saber si está o no es por el olor. Fuma como un carretero y no sólo los ruidos pasan de piso a piso en este Rue 13 del Percebe en el que se han hipotecado mis padres). Y una vez montó un fiestón con drag queens a quienes dio mal la dirección (intuyo que a propósito, el muy cachondo), ya que no paraban de llamar a nuestro telefonillo y, posteriormente a nuestro timbre. ¿Alguna vez le habéis abierto la puerta de vuestra casa a quince o veinte drags a lo largo de una tarde? Salvo que vuestra vida sea interesantísima o seáis el portero de la Moncloa, vuestra respuesta será "no". Por cierto, en aquel momento me dio apuro, pero os juro que, como vuelva a pasar algo así, me uno a la fiesta.
Hablando de fiesta, ¿qué es lo que sale de unir a una madre histérica y tres hijas en la edad del pavo que compiten con la madre por ver quién discute a más decibelios? Fácil: un padre que se está quedando calvo a mayor velocidad que la que dicta su material genético (toma fiesta). A esta familia la tengo debajo, y no ha habido día que no se les haya oído tener bronca al menos una vez. De hecho, dicha bronca diaria suele coincidir con el momento en el que estoy sentado en el váter, y es muy desaconsejable desde un punto de vista médico el tener que soportar un capítulo de Al salir de clase mientras llevo a cabo una tarea que requiere tal nivel de concentración.
Más silenciosa era la familia con hijo único que teníamos encima. Y digo "era" y "teníamos" porque se mudaron justo cuando el niño empezaba a tocar la flauta en el colegio (Dios es misericordioso a veces). Cierto es que, de vez en cuando, al crío le daba por ponerse a pegar saltos y gritos en su habitación (que estaba justo encima de la mía), pero bastaba con que yo reprodujese a todo volumen un video porno al azar en mi ordenador conectado a mi potente equipo de sonido para que, a los primeros gemidos, la madre entrase en el cuarto del niño y le pidiese que se estuviese tranquilo. Y sin necesidad de subir a pedir las cosas. Gracias, Pavlov.
El padre del crío (poseedor de dos cochazos, por cierto) me hacía paradójica gracia porque no he visto a nadie tan estirado y serio en mi vida. Parecía que se hubiese tragado el palo de una escoba, el colega. Y a padre y madre les oía con claridad cada vez que le daban al tema (bueno, se les oía a ella y al colchón. A él, no), en un evento que tenía lugar cada seis meses (y duraba unos dos minutos). Voy a dejar que vosotros saquéis las conclusiones que queráis al respecto porque considero que no es correcto relacionar el comportamiento de las personas con su falta o exceso de vida sexual.
Por cierto, que debe haber unas instrucciones en ese piso explicando que el balcón se barre siempre hacia afuera, dejando que toda la mierda se cuele por el hueco del borde y así pueda caernos a nosotros. Los follapoco seguían dichas instrucciones a rajatabla, y los nuevos vecinos (a quienes no conozco) hacen lo mismo. Reconozco que a veces he deseado que la actividad barredora de mis vecinos me pillase comiéndome una napolitana asomado al balcón, para así poder subir con la misma llena de polvo y pelusas y arrojársela a la cara a quien me abriese la puerta, fuese madre, padre o niño. Pero
Y esto es lo más destacable en el edificio (que me pille cerca, quiero decir). También puedo deciros que en el bloque de enfrente hay al menos tres vecinos en pisos diferentes que gustan de pasearse en bolas por sus casas. El hecho de que sus estores y persianas no estén bajados del todo cuando esto ocurre, unido a la puntualidad británica con la que dichos vecinos nudistas se muestran a diario, hace que pueda responder a la pregunta "¿Qué se ve desde tu habitación?" con "El Big Ben, varias veces". Lo sé, soy un cachondo.
Para terminar con la visita, y como bonus, he de mencionar (porque mi hermano me lo ha recordado), a una niña que a todas horas llora que llora por los rincones. Desde hace ocho años. A veces pienso que en realidad es una psicofonía, o el teléfono de algún vecino con mucha guasa. Se trate de un bebé que no crece, o de una broma que está durando ya demasiado, la molestia que produce es la guinda de este pastel vecinal que me ayuda a echar menos de menos mi ciudad cuando no estoy en mi ciudad.
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Those mighty wheels keep rollin' on... |

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