—¿Cuánto quieres que te lo corte?
—Mucho.
Esta conversación tiene lugar cada vez que visito una peluquería. Y no porque mis preferencias estéticas me inclinen a tener el pelo corto (que también, pues cometí el error de tenerlo largo durante parte de mi adolescencia y cada vez que veo una foto de la época no puedo para de preguntarme "¿Por qué lo hice?" una y otra vez, como la señora que salía en el Pianista), sino porque así me aseguro de que voy a tardar el mayor tiempo posible en en volver por allí.
Pues no, no me gusta nada ir a cortarme el pelo. He navegado en mis recuerdos (y en mi subconsciente, que es un sitio en el que, por otra parte, tengo que meterme algún día a hacer limpieza porque aquello está que parece una leonera), y no encuentro un motivo que justifique de forma definitiva mi adversión (aunque tengo varias teorías). Aún así, desde que entro por la puerta de una peluquería hasta que vuelvo a salir por la misma para sentir el aire ahora frío y antes no, no puedo evitar sufrir la misma tensión que cuando tengo que adelantar a un coche de la Guardia Civil por la autovía. Os podéis hacer una idea.
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Pavor. |
Claro que hay excepciones. Dos en concreto: la primera tuvo lugar hace unos diez años, cuando el manojo de estopa que tenía por cabellera empezaba a cobrar vida propia y decidí poner fin a su desarrollo adentrándome en una barbería regentada por un señor con voz de pito. No obstante, quien se hizo cargo de mí en aquel lugar fue una peluquera cordobesa que, tras un lavado de cabeza que casi me lleva al Valhalla (creo que se me escapó algún gemido durante el proceso, pero no puedo asegurarlo al cien por cien), procedió a esquilarme a navaja con una paciencia y una maestría merecedoras de cinco estrellas en mi tripadvisor cerebral particular y de mi retorno al lugar cada vez que mi pelo volvía a crecer. Lamentablemente, al señor de la voz de pito no debía de gustarle mucho la ciudad del Pisuerga, pues cerró el local y se largó a vivir más al sur. Y yo me quedé sin mi peluquera cordobesa [emoticono triste].
La segunda excepción, esto es, peluquería en la que me encuentro a gusto, aún no ha cerrado sus puertas (por suerte para mí) y deseo que así continúe hasta que la genética decida que por aquí arriba ya no es necesario que pasen tijeras, por lo menos. Es un pequeño comercio familiar escondido bajo un enorme bloque de viviendas de Valladolid y el peluquero, además de ser amable y saber cómo quiero que me corten el pelo, está convencido de que yo, por haberme ido a trabajar fuera de España, estoy forrado de pasta (igual influye el hecho de que siempre le doy propina, pero es que me cobra la tercera parte que un peluquero de Dublín y yo estoy contento con el trabajo que hace), por lo que siempre que voy allí me recomienda que me compre casas o que haga inversiones o algo por el estilo. Por ello, a visitar su local (porque sí, como si no fuera suficiente con todo lo que tengo que hacer cada vez que voy a Valladolid, una de las cosas que suelo hacer es aprovechar para cortarme el pelo) lo llamo "jugar a los burgueses". No obstante, debido a la rapidez con la que mi pelo crece, el número de visitas a la peluquería a lo largo del año supera al de visitas a mi ciudad natal, y como los números no cuadran, me veo obligado a frecuentar una barbería dublinesa de cuando en cuando. Así que mierda.
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Pánico. |
Os cuento la última. Para empezar, ni mis profesores de inglés del colegio y del instituto, ni el curso por fascículos "English Junior Everyday" que pagaron mis padres cuando yo era pequeño me habían preparado para comunicarme con fluidez durante esta desagradable experiencia. Además, está el hecho de que, como ya os he comentado, yo en las peluquerías entro acojonado, por lo que mi cerebro suele quedarse esperándome en la puerta. Por ello, mi respuesta al "Buenos días, caballero, ¿cómo se encuentra usted hoy?" del atento peluquero fue una mezcla entre el ladrido de un perro cuando le pisan la cola y el balbuceo de un niño de pocos meses que se está cagando encima.
"Siéntese aquí, por favor", me indicó el hombre, y yo me sentí en ese momento como un condenado a la silla eléctrica, aunque en este caso las descargas eléctricas las recibí en el cuello en vez de en la mocha. Bueno, no fueron descargas eléctricas exactamente; fue el repelús que me dio el alzacuellos ése elástico que te ponen para evitar que se te cuele el pelo por el cuello de la camisa y que no sirve de nada porque sabes que después te va a picar todo hasta que vuelvas a pasar por la ducha.
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Terror. |
Y luego vino la peor parte, ésa en la que el peluquero necesita saber qué quieres que haga con tu pelo porque el pobre no es adivino. Pero claro, yo ya me había convertido en Mr. Bean a aquella altura del proceso y sólo me salió un tartamudeante y forzado "Bastante corto, con máquina y tijeras". Así que el artesano echó mano de susodicha máquina y comenzó el proceso de rapado mientras yo podía ver a traves del espejo su mueca, la cual reflejaba con toda claridad lo que estaba pensando: "Este chico es imbécil".
¿Alguna vez os han sugerido, mientras os están afeitando la cabeza, hacer lo mismo con vuestras cejas? Lo pregunto totalmente en serio, porque a mí me pasó durante la visita que os estoy contando. Y claro, yo ya no sabía si el hombre se estaba cachondeando de mí o si realmente es habitual hoy en día que te pelen las cejas y yo soy muy mayor para estar al tanto de ello. De todas formas, como me asustaba la idea de acabar con el look de un rapero convicto, le dije que se limitase a pelearse con el pelo que yo tenía de frente para arriba. Eso sí, antes de terminar con la afeitadora eléctrica, el peluquero tuvo el detalle de apretarme demasiado la sien con la misma (nuevamente dudo si lo hizo a propósito), causándome una vibración cerebral fortísima que derivó en
flashback de la Guerra de Vietman del que aún me estoy recuperando.
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Horror. |
Y tras el afeitado, el corte en sí, con su agua pulverizada que me chorreaba por las orejas, picando que no veas, y el mechón de pelo que cae siempre sobre la nariz, picando también que no veas. Y no sé vosotros, pero para mí la sábana que un peluquero me pone por encima es como una camisa de fuerza, por lo que tuve que sufrir sin poder rascarme mientras ponía cara de Clint Eastwood aguantándose un pedo hasta que la llegada del secador acabó con semejante calvario. Fue entonces cuando el peluquero me ofreció un café, y yo pensé: "Déjate de putos cafés y acaba de una vez, que quiero largarme de este sitio" (imaginad cómo estaría yo en aquel momento para rechazar un café gratis), decliné su invitación educadamente, pagué por el corte, recogí a mi cerebro que estaba llorando en la puerta y me largué del lugar, deseando que el siguiente corte pudiese dármelo en Valladolid, mientras mi peluquero de confianza me sugiere que me abra un plan de pensiones o que me compre un par de esclavos.
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Desesperación |
Podría ser peor. A lo anteriormente descrito, podría añadir el hecho de que, en el caso de las peluquerías de señora, el precio por hacer básicamente lo mismo es tres o cuatro veces superior, y yo tengo la suerte de no tener vulva propia. La última vez que mi novia fue a cortarse el pelo ("¿Vas a hablar de mí en tu blog? Pues aprovecha y di que aquí no saben hacer capas") y me dijo cuánto había tenido que pagar, se me cayeron los huevos al suelo. "Por lo menos me han invitado a un café", me dijo. "A dos copas tenían que haber invitado. O a tres" respondí yo.
En cuanto a las razones que puedan justificar mi miedo a pasar por la tijera... Eso ya os lo contaré en
otro artículo, que sois unos ansiosos.
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Esperanza Aguirre. |
Para hacer algo con la leonera de tu subconsciente te recomiendo la meditación. Para beginners siempre sugiero el body scan. Una forma estupenda de escucharse a uno mismo. Ya me contarás qué tal te ha ido :)
ResponderEliminarEstimada Victoria:
EliminarSi mi subconsciente estuviese ordenado, con los recuerdos e ideas colocados en su sitio, no habría podido escribir la mitad de entradas de este blog.
No obstante, prometo que haré todo lo posible para intentar sacar tiempo que me permita tratar de echar un ojo a eso de escanearse el cuerpo.
Saludos.