lunes, 26 de septiembre de 2016

La vida es sueño. O no

A pesar de que la semana pasada confesé que mi creatividad, por lo general, brilla por su ausencia, he de reconocer que a veces ocurre todo lo contrario. Esto suele pasar en aquellas ocasiones en las que me veo obligado a estar muchas horas sin dormir, pues es entonces cuando mi cerebro entra en modo "profesora durante un viaje de estudios". Y es que el asiento individual que hay en la parte delantera de los autocares está reservado, además de para guías, para profesoras que, convencidísimas de que el conductor va a dormirse en cualquier momento, dando lugar a que a la mañana siguiente los telediarios abran con una foto del vehículo convertido en transformer apaleao, se dedican a calentarle la oreja al sufrido chófer con una fluidez verbal digna de un comentarista de fútbol argentino. Y así, la señorita Maria Luisa castiga los tímpanos del conductor en el camino de Valladolid a Salou mientras que él, por otra parte, está deseando que la profesora haga como todos los ceporros que tiene sentados detrás y se duerma y le deje escuchar El larguero en paz. A veces me imagino que en Magisterio hay una asignatura troncal llamada "Fundamentos de conversación nimia con conductor de autocar de viaje de estudios I" o algo así.

Pues sí, a mi cerebro le pasa igual. Basta con que tenga que pasar una noche de empalmada, o que mi ciclo del sueño se vea reducido a un par de horas, para que el colega que tengo detrás de las cejas se plante en el asiento delantero, se ponga el cinturón de seguridad, y se líe a soltar gilipolleces sin descanso.

Pues bien, durante las últimas horas, mi cerebro ha tenido una oportunidad de oro para contarme sus cosas, ya que el Cosmos ha conspirado para torturarme mediante la privación del sueño. Y voy a desahogarme aquí, que para algo el blog es mío.

Para empezar, he tenido que salir de la cama a las 2:30 AM para ir al aeropuerto. Por mucha prisa que me he dado y por mucho que he corrido para llegar a la parada del autobús, he perdido el mismo, así que me ha tocado esperar media hora a que llegase el siguiente, en la noche irlandesa de septiembre, con un levante otoñal y dejando que el temporal desguazase mis huevos de frío. Sí, como en la canción de Serrat, más o menos.

Una vez ha llegado el bus y me he metido en el mismo, he creído inocentemente que podría dedicar la hora de viaje a cerrar los ojos y dejar que un bocadillo relleno de zetas surgiese sobre mi cabeza. Pues no. A mi lado se ha sentado una polaca que emanaba un embriagador (nunca mejor dicho) pestazo a alcohol y que, presa de la cogorza de varios gramos en sangre que traía, no ha podido evitar dormirse encima de mí durante todo el trayecto. Tania, se llamaba la muchacha (esto último lo sé porque el tío que había subido con ella y que había tenido que sentarse del otro lado del pasillo no paraba de zarandearla y gritar su nombre para evitar que cayera inconsciente o que directamente se muriese).

Tras este magical mystery tour, ha tocado la llegada al aeropuerto, con su saqueo de la tienda de chocolate y su media hora de pie aguardando el embarque y teniendo que soportar a un grupo de viejos ingleses colándose delante de mí mientras se hacían los suecos ante un mapa del metro de Madrid. Hago un paréntesis para manifestar mi más profundo deseo de que algún robaperas les desplume en cuanto pongan un pie en la ciudad del Manzanares. Porque me jode que la gente se cuele. Sólo por eso. Evidentemente, uno no se puede dormir mientras aguarda para embarcar, pero en todo momento conservaba la fe y creía que después podría echarme una siesta matutina a varios miles de pies de altura.

Ja, ja, ja. Que te lo has creído. Dos han sido los motivos que me han impedido dormir en el avión. ¿Los incomodísimos asientos y el hecho de que los azafatos de Ryanair abren la megafonía cada dos minutos para venderte cualquier mierda como si de tomboleros se tratase? No. El primer motivo ha sido el trío de niñatos con uniforme de colegio pijo (pero pijo, pijo) que tenía sentados delante y que han demostrado, una vez más, que la educación privada suele tener poco o nada de educación (y que parecían comerciales de Tecnocasa con aquellos uniformes, pero de eso que se encargue su colegio, que no es mi problema). El segundo ha sido la señora que iba a mi lado, porque no ha parado de toser mientras estaba despierta y no ha parado de roncar mientras estaba dormida. Pero no hablamos de un ligero ronroneo nasal, no. La vieja gruñía con toda la puta bocaza abierta metiendo más ruido que los propios motores del avión. Y así no hay quien duerma, coño.

fuente: Warner Bros. Pictures
Yo, intentando echar una cabezada durante un vuelo de Ryanair (dramatización)

Por lo tanto, y dispuesto a no llevarme una tercera decepción, tras llegar a Barajas, pasar por el McDonalds de la T4 (maldito seas, Ronald. Lo de dar juguetes y cartas de Pokémon con el Happy Meal es un golpe bajo. A mi cartera) y luego subir al ALSA con destino Valladolid, he preferido no hacerme ilusiones y convencerme de que en esta ocasión tampoco iba a pegar ojo. Y bingo, oye. Yo no sé si es porque mi viaje ha caído en el Día Mundial de Roncar en Público, pero llevaba a un matrimonio detrás cuyos miembros lo hacían a dúo. Suelen decir que la pareja que ronca unida permanece unida, así que en parte me alegro por ellos.

Y claro, en todo este tiempo, a mi cerebro no paraba de írsele la olla. Que si Jason Statham y Simon Pegg están encasillados, con gran acierto, cada uno en lo suyo (el primero en dar hostias y el segundo en hacer el payaso), que si que qué frase del guión de Avatar podría cambiarse por la expresión "Con Franco se vivía mejor" sin que el argumento se viese demasiado afectado, que si Rumba Tres supera en calidad a los Beatles por todas estas razones, que si la televisión en España tocó fondo con Hostal Royal Manzanares, etcétera. Completamente a su bola, mi cerebro. Os juro que no sé de dónde se sacaba tales chorradas.

El problema es que, tras tantas horas en vela, ahora no soy capaz de elaborar nada constructivo con todo el material que mi masa encefálica me ha proporcionado durante su breve fase dadaísta, así que lo mejor que puedo hacer ahora es irme a la cama. En cuanto me termine el Happy Meal.

Maldito seas, Ronald

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lunes, 19 de septiembre de 2016

A mí no se me ocurre nada

Un conocido mito griego relata cómo Mnemósine (diosa de la Memoria) y Zeus (albañil y pensador, director de todo esto) engendraron durante nueve noches consecutivas a las nueve musas de las artes y las ciencias, quienes se han encargado de alimentar la inspiración de creadores y compositores a lo largo de los siglos.

Así, Calíope es la musa de la belleza y la poesía épica; Clío ilumina a los historiadores; Erato llena las mentes de quienes escriben poesía amorosa; Euterpe se encarga de inspirar a los músicos; Melpómene no falta allá donde se está componiendo una tragedia; Polimnia da su soplo a los cantos sagrados; Talía lleva el arte de la comedia a lo más alto; Terpsícore le da impulso a la danza y, por último, Urania pone las ciencias exactas a alcance de los mortales.

Lo que no todo el mundo sabe es que el mito omite a una décima musa, mucho más poderosa que todas sus hermanas, pues su arte inspirador ayuda a los hombres cuando las otras nueve han fallado. Es la musa de quienes copian el trabajo de los demás, y lleva acompañándome toda la vida. Permitidme que os cuente...

A los que tengáis un mínimo de nivel de estudios la siguiente escena os traerá recuerdos: un profesor o profesora, plantando ante sus alumnos sendos folios en blanco y exigiéndoles hacer surgir de la nada un relato, un cuadro o una canción, creyendo que entre aquellos mocosos se encontraría el nuevo Pérez Galdós, el nuevo Pablo Picasso o el nuevo José Francisco Córdoba. De todas formas, no sé por qué iba a querer un profesor que uno de sus alumnos acabase como alguien tan obsesionado con las almejas. Y no, no me estoy refieriendo al Chivi, precisamente:

fuente: Tate
Picasso, Pablo (1968) Un coño, dos coños, tres coños [Aguafuerte sobre papel]. Tate collection

Suena paradójico, pero estos momentos de libertad creativa resultaban para mí una horrible condena. Primero, porque nunca he tenido imaginación, y en segundo lugar, porque siempre he sido un vago que prefiere seguir unos pasos bien establecidos a tener que arriesgarse a darse una hostia por elegir una ruta nueva por la que nadie ha pasado primero. Por ello, al igual que Steve McQueen tiraba de guante y pelota de béisbol durante su confinamiento en La gran evasión para que no se le fuese la olla, yo recurría a reproducir obras ya existentes cuando me exigían ser original para no tener que pasar por la vergüenza de entregar una hoja en blanco. Y había veces que el plan me salía a pedir de boca.

Una de estas ocasiones tuvo lugar durante una clase de Educación Plástica. Los deberes para el día siguiente consistían en inventar un cómic y yo, con la mente puesta en la partida de fútbol callejero que iba a echar con mis vecinos en cuanto acabase de dibujar el puñetero tebeo, di permiso a mi cerebro para que se saltase la parte de darme ideas, eché un vistazo rápido a la colección de Mortadelos que reposaba felizmente en una de las estanterías de mi habitación y reproduje, con la mayor fidelidad posible, la primera página de El atasco de influencias: el tamaño de las viñetas, la forma de los personajes, los diálogos... Sólo me faltó copiar los colores, pero ya os he dicho que siempre he sido un vago, así que decidí que era suficiente con el trazo para dar "mi" obra por finalizada. Eso sí, aunque calqué la página a lápiz, luego la pasé a boli, ojo. Que he dicho vago, no chapuzas.

Lo mejor vino al día siguiente, pues en la lotería que sorteaba el salir a la pizarra a explicar el trabajo, salió mi número. Así que de perdidos al río. Con todo el morro de quien sabe que está presentando como suyo algo que ha hecho otra persona (en este caso, Francisco Ibáñez), respondí con seriedad y entereza a todas las preguntas que la profesora (Patricia, se llamaba) me formulaba en relación con la disposición de los personajes y los bocadillos, o por qué había elegido diseñarlos así, qué otras opciones había descartado, etcétera. Y aunque conforme avanzaba mi exposición yo estaba cada vez más convencido de que Patricia iba a dejarme en evidencia delante de mis compañeros por ser un copión de mierda, ese momento no se produjo. Quizá fue porque la maestra no conocía lo suficiente a Mortadelo y Filemón, o quizá pensó que la jeta tan espectacular que le estaba echando merecía que fuese eximido de todo castigo, pero terminé de explicar el tebeo y me volví a mi sitio con una nota bastante alta y la sensación general de que yo era un genio creativo.

Éxito total. Pero éste no era siempre el resultado. Desgraciadamente para mí (y por fortuna para quienes creen que aún queda algo de justicia en el mundo), la mayoría de las veces mis "copias del original" eran descubiertas por profesores y/o compañeros. Una de las más evidentes tuvo lugar en mis primeros años de colegio. Esta vez se trataba de un cuento. Ni corto ni perezoso, volví a poner en marcha mi técnica emuladora y, tras llevar a cabo una pobre redacción, relaté en voz alta por orden de mi profesora (Angelita, en esta ocasión) la historia de una princesa que demostraba su sangre real al dormir sobre una pila de colchones y detectar un guisante bajo la misma (y encima tuve los huevazos de titular al cuento "La princesa y los colchones", no os lo perdáis). Fue más o menos a la mitad de mi exposición cuando una compañera (que por cierto, fue quien estuvo conmigo en el curso de natación de la urbanización pija al que me apunté con nueve años), la muy chivata, me acusó de plagio con gran indignación. Indignación a la que se sumó Angelita, por cierto. Y es que, tratando de que me sirviera de lección y escarnio, la profe me preguntó si me parecía bonito el haber presentado como mío ante el resto de alumnos algo que realmente no lo era. "No lo he hecho porque me pareciese bonito. Lo he hecho porque era lo más fácil" fue mi respuesta y a la vez mi billete de ida al rincón de la clase.

Lo cierto es que, considerando que mi tendencia a ser un copiota estaba llegando a un punto en el que me reportaba más tristezas que alegrías, aproveché un certamen de cuentos-cómics al que nuestro colegio nos presentó sin pedirnos permiso primero para sacudirle el polvo a mi creatividad y demostrar que, si me esforzaba, yo también podía crear buenas historias de la nada.

Según las bases del concurso, el cuento-cómic estaría formado por al menos cuatro viñetas, cada una de ellas acompañada por una descripción de la misma (vamos, como un pliego de coplas de ciego, pero sin rima). Como curiosidad, mientras que el trabajo final debía ser presentado en folios tan blancos como el culo de Franco en la versión del himno de España que conocemos todos, los bocetos los realizábamos en papel reciclado, que por aquel entonces era considerado como sucio y poco elegante por la comunidad educativa (la verdad es que en aquella época, lo único de color oscuro que la gente se tomaba en serio era al negro que hacía de Steve Urkel en Cosas de casa).

Os voy a describir el trabajo que presenté porque no tiene desperdicio. Mi cómic se llamaba "La casa sola". La primera viñeta del mismo incluía el dibujo de una casa (sin florituras. La típica fachada sin más detalle que una puerta y dos ventanas) con ojos y boca que mostraban una expresión triste, acompañada por la descripción "Érase una vez una casa que estaba triste porque nadie vivía en ella". Os vais haciendo una idea del nivel, ¿no? Sí, sí, sin colorear, por supuesto.

En la segunda viñeta, al lado de la misma casa (que esta vez cambiaba su expresión de tristeza por una de asombro), aparecían dos monigotes de palo cargando con dos cuadrados que pretendían ser cajas de mudanza. Debajo de semejante mierda, el texto "Un día, unos vecinos se mudaron a la casa".

En la tercera viñeta (tranquilos, que ya estamos cerca del final), la misma puta casa de la primera y segunda viñetas, pero esta vez con cara de alegría. Y acompañada por el texto "A partir de entonces, la casa fue feliz".

Y como el número mínimo de viñetas era de cuatro, la última de ellas contenía la palabra "FIN" con letras bien grandes. Debajo de las mismas podía leerse "fin". Con dos cojones.

Ahí lo tenéis, toda una joya de la literatura con su introducción, su nudo y su desenlace. Me puedo imaginar vuestras caras porque serán las mismas que la que puso el profesor encargado de recoger los trabajos y analizarlos cuando tuvo que examinar el mío. El pobre hombre no sabía si se encontraba ante un niño con un problema GRAVE de falta de creatividad o si yo me estaba riéndo de él. Me imagino que, al ver mi semblante serio y lleno de convencimiento, optó por pensar lo primero y aprobó mi obra para que pasase al concurso con un suspiro de resignación y pena.

La casa sola no ganó aquel concurso (lo cual no es de extrañar, pues ya se sabe que esta clase de certámenes siempre están amañados), y la derrota sufrida sirvió para alimentar aún más a la bestia plagiadora que vive en mí.

Así que, si alguna vez leéis algo en mis artículos que ya habéis oído o visto antes en otro sitio, sabed que existe una probabilidad altísima de que yo también lo haya oído, o visto, y plagiado miserablemente.

Por último, no quiero terminar este artículo sin pediros a todos los que estáis pensando en plagiar La casa sola que no lo hagáis, que eso de copiar está muy feo, hombre.

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lunes, 12 de septiembre de 2016

Marchando una de fauna ibérica

A pesar del gran esfuerzo llevado a cabo por los españoles a lo largo de nuestra historia para acabar con todo bicho viviente que se nos cruce por el camino, bien sea llamando "tradición" al torturar animales hasta la muerte para disfrute garrulil en las fiestas del pueblo, bien sea llevando a cabo una nefasta gestión de un vertido de petróleo en la costa gallega (gracias, Partido Popular), bien sea prendiendo fuego a todo lo mínimamente verde para luego recalificar el terreno mientras aún echa humo (gracias de nuevo, Partido Popular), nuestro país cuenta con una fantástica diversidad animal.

¿Queréis ejemplos? Tenemos al lobo ibérico entre el río Duero y el mar Cantábrico, así como en el norte de Andalucía. También podemos hablar del lince ibérico, que habita en Doñana y Sierra Morena. O del águila imperial ibérica, a la que encontramos sobrevolando el centro y suroeste españoles.

fuente: Álbumes Españoles S.A.
Pedir a mi hermano que rebusque el álbum de Vida y Color que tenemos perdido por casa y me mande fotos de los cromos y que el pobre lo haga sin preguntar qué cojones tramo. Con hermanos así da gusto

Sin embargo, existe un animal cuyo hábitat no se reduce a una región de nuestro país en concreto. Este mamífero se encuentra en casi todos los grandes núcleos urbanos españoles, Valladolid incluido. Por esta razón, he tenido el privilegio de poder analizar con atención su ciclo vital, costumbres y relación con otros miembros de su especie a lo largo de los años, y quiero compartir con vosotros todo lo que he aprendido acerca del mismo. Se trata del dependiente de El Corte Inglés.

Comencemos (y si leéis el resto del artículo imaginando la voz de José María del Río, MEJOR)...

fuente: Álbumes Españoles S.A.
No sé si es un lince ibérico o un señor difrazado de lince, pero me da igual porque es de la colección de Vida y Color y para hablar de la colección de Vida y Color os laváis la boca primero

Vale, he pasado los últimos cinco días intentando, por una parte, escuchar de principio a fin un disco de Tangerine Dream (un disco cualquiera, que al fin y al cabo son todos iguales) y, por otra parte, escribir este artículo como si se tratase del guión de un documental de la 2. El esfuerzo cerebral que me ha supuesto intentar llevar a cabo ambas tareas ha sido tal que ha estado a punto de freírseme el encéfalo; y como no quiero quedarme para echar azúcar a las tartas (expresión, por cierto, que he aprendido recientemente de boca de un compañero de trabajo cordobés), he decidido que a Tangerine Dream le pueden ir dando por saco (si algún día me da por tontear con las drogas volveré a intentarlo. De momento voy a conformarme con escuchar algo más acorde con mi capacidad mental) y que voy a contar el resto del post con mi estilo (por llamarlo de alguna forma) característico. Si alguno de vosotros se siente decepcionado ante las expectativas no cumplidas (lo cual tendría huevos, por otra parte, que ni que os cobrasen por estar leyendo esto), aquí os dejo un enlace a un vídeo de tomas falsas de los teleñecos para compensar el fiasco y levantaros la moral (conmigo, al menos, siempre funciona).

Tras conseguir empujar la pesada puerta que sirve de entrada y acceder a su interior, una hostia olfativa procedente de la mezcla de olores de quince o veinte colonias caras le da a uno la bienvenida al comercio de las letras verdes. Cada miembro de la manada que habita en su interior es ubicado en un lugar u otro en función de su edad y experiencia depredadora, y es en la planta baja donde nos encontramos con las crías de dependiente de El Corte Inglés, las cuales apenas han comenzado a dar sus primeros pasos en el salvaje mundo de la venta disfrazada de exclusividad y lujo. Las sencillas tareas a llevar a cabo en este entorno (esto es, ofrecer a todo objeto móvil que entre en su campo visual muestras de jeanpaulgaultieres, hugobosses o la última mierda que Antonio Banderas haya puesto a la venta metida en un frasco con pulverizador) hacen del mismo el lugar ideal para que los cachorros entrenen sus técnicas de ataque. A ello hay que unir que, debido a un inexplicable proceso de selección natural que tiene lugar en el departamento de Recursos Humanos, los jóvenes ejemplares SIEMPRE cuentan con una capacidad física conocida como "buena presencia". Gracias a ello, el Corte Inglés puede matar dos pájaros de un tiro y, además de emplear a los ejemplares más inocentes y maleables desde un punto de vista laboral, utilizarlos como cebo cual canto de sirena para que los incautos visitantes queden atrapados en el interior de esta madriguera desprovista de ventanas y se gasten la pasta.

Continuando nuestra exploración escaleras mecánicas arriba descubrimos a dependientes algo más curtidos gracias a la experiencia adquirida frasco de colonia en mano. Tras adaptarse poco a poco al medio, han logrado ascender en la jerarquía del grupo y situarse en lugares de mayor prestigio para la manada, tales como el departamento de electrónica, o la planta joven. No obstante, la cúspide de la pirámide de Maslow de un dependiente reza: "Sección de caballero/señora".

Así es. Al igual que el motivo que mantiene con vida a una abeja zángano es reproducirse con la reina de la colmena, al igual que el salmón realiza el enorme esfuerzo de nadar río arriba para desovar antes de morir agotado, el dependiente ve culminado su ciclo evolutivo y puede golpear su pecho con orgullo cual gorila de subidón una vez que es destinado aquí. Sólo sobrevivirán aquellos especímenes capaces de diferenciar con rapidez a los clientes pijos de bolsillo abultado (las presas que realmente importan) de quienes han entrado a El Corte Inglés con la idea de pasar la tarde sin apenas rascarse el bolsillo, agasajando a los primeros y ofreciéndoles una prenda de ropa detrás de otra (de marcas demasiado caras para lo poco conocidas que resultan, pero eso ya es otro cantar) tras la puerta de los probadores mientras ignoran sistemáticamente a los segundos (sé de lo que hablo, porque yo pertenezco a este último grupo de clientes y cuando voy allí los dependientes no me hacen ni puto caso).

Sin embargo, la dureza del reino animal no permite que una situación tan apacible dure eternamente, y el paso de los años afecta negativamente a estos líderes, quienes sufren la progresiva pérdida de sus capacidades depredadoras al tiempo que ejemplares más jóvenes, más fuertes y más guapos batallan para reemplazarles en estos privilegiados puestos. Cuando un dependiente ya no puede seguir demostrando su liderazgo, la manada lo envía a la última planta, donde se ve obligado a realizar tareas anodinas tales como asesorar a compradores de bicicletas y sillas de cámping. Al "esconder" a sus miembros de más edad y mayor deterioro físico en este lugar al que apenas acuden consumidores, el Corte Inglés vuelve a matar dos pájaros de un tiro, pues no sólo logra dar una imagen juvenil y dinámica de cara al exterior, sino que además, gracias a la alienación que sufren quienes ocupan esta planta (que se aburren como ostras aquí arriba, las cosas como son), consigue que muchos soliciten la jubilación anticipada. "El cementerio de elefantes" es como llamo yo a la última planta de El Corte Inglés.

Estaréis pensando que no puede haber mayor desgracia para un dependiente de El Corte Inglés que la de ser transferido a la última planta una vez que su olfato depredador y su buena presencia ya no son nada más que el recuerdo de un feliz tiempo pasado. Os equivocáis, pues existe un lugar aún peor: el Oportunidades. Desolado paraje al que puede ser desterrado un dependiente en cualquier momento de su ciclo vital. La crudeza con la que la manada juzga a cada uno de sus individuales provoca que quienes no cumplen con las exigencias del grupo sean enviados aquí, condenados al ostracismo y a pasar el resto de sus días entre ropa defectuosa y botes de Lacasitos puestos a la venta con el envase roto.

Y eso es todo cuanto sé. Cierto, he pasado por alto la planta sótano, pero resulta que mi conocimiento acerca de esta región se puede comparar, para que os hagáis una idea, al conocimiento que tiene el ser humano acerca de las dorsales oceánicas, o del clítoris. Hay un motivo que justifica mi ignorancia: que no me interesa lo que hay ahí (estoy hablando de la planta sótano, no del clítoris). Generalmente, lo único remarcable en el sótano de un Corte Inglés es el supermercado, lugar en el que se encuentran a la venta exactamente los mismos productos que en cualquier otro supermercado de la ciudad, pero con un precio insultantemente superior. Y la verdad, se me ocurren formas más inteligentes de malgastar el dinero. Quemándolo, por ejemplo. O teniendo que pagar una demanda del copón si alguien de El Corte Inglés llega a leer este artículo algún día.

fuente: Álbumes Españoles S.A.
No he hablado de osos en este artículo, pero ya que mi hermano se ha molestado en hacer esta foto también, PUES LA PUBLICO, que para algo el blog es mío

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lunes, 5 de septiembre de 2016

Yo on the water. And fire in the sky

A los seis años, mientras mis padres y yo disfrutábamos de una tierna escena familiar en la que ellos me ayudaban a saltar olas cogiéndome de las manos en una apacible playa de Asturias, una de dichas olas, con fuerza traicionera, me arrancó de manos de mis progenitores, arrojándome entre volteretas hacia la orilla. No recuerdo una irritación de garganta tan grande como la que me provocó el vomitar tanta agua de mar aquella tarde de verano.

A los siete años se me antojó un set de gafas + tubo de buceo que vi en un Todo a cien de Valladolid. Mi madre, que por aquella época me consentía más caprichos de los que debía, accedió a comprármelo (tampoco sería tan caro, me imagino), y yo quise probarlo ese mismo día en la piscina Toi que mi padre montaba en nuestro patio cada verano. Debido a que las gafas de buceo (tamaño adulto) quedaban demasiado grandes en mi carita infantil, tuve que conformarme con usar sólo el tubo, así que acoplé el mismo a mi boca, cerré los ojos, metí la cara en el agua y realicé una profunda inspiración... por la nariz. Pasada media hora de mi brillante prueba subacuática, aún seguía tosiendo agua.

A los nueve años mis padres me apuntaron a un curso de natación que tenía lugar cada verano en la piscina de una urbanización pija cercana a mi barrio. Para quienes no lo sepan, el calor veraniego en Valladolid tiene horario comercial, y a las nueve de la mañana (hora a la que comenzaba el curso todos los días) el agua estaba tan fría que era inevitable el odiar meterse en la piscina. Por otra parte, el monitor de natación tuvo que rendirse ante mi pánico (totalmente irracional, lo reconozco) a nadar de espaldas. No, no aprendí a nadar aquel verano.

A los diez años, como parte del programa de la asignatura de Educación Física del colegio, tuve que asistir, junto con todos mis compañeros, a clases de natación en una piscina municipal (la del polideportivo Huerta del Rey, por si queréis comprobar la veracidad de mi historia). Los alumnos hacíamos el viaje del colegio a la piscina en un autocar cochambroso y sin ventilación alguna, en el que cada hueco de dos asientos era ocupado por tres niños, y al llegar nos esperaban unas monitoras cuyas técnicas harían quedar a Ante Pavelić a la altura de Ned Flanders. Lo bueno de todo esto es que cada semana le tocaba a un padre, madre o tutor legal el supervisar la clase desde la grada, por lo que mi padre, que creía que exageraba con mi testimonio, pudo contemplar en vivo y en directo el método "La natación os hará libres" que aquellos monstruos llevaban a cabo con los que más miedo teníamos al agua. En concreto, vio como yo, su propio hijo, lloraba abrazado a una tubería porque no me atrevía a saltar a la piscina grande; y como una de las monitoras-Aufseherinnen, gritando aún más que yo, me arrancaba salvajemente de dicha tubería y me lanzaba a la piscina sin ningún tipo de consideración. Mi padre, como era de esperarse, no permitió que siguiese acudiendo a aquel curso.

A los doce años, durante unas vacaciones veraniegas en Oliva (Valencia), me adentré en el mar subido a una colchoneta de playa. Cuando quise darme cuenta, estaba bastante lejos de la orilla, y al pretender bajarme del hinchable artilugio descubrí horrorizado que mis pies no tocaban el fondo, por lo que volví a encaramarme al mismo con un ímpetu similar al que tiene mi gata cuando trata de escapar de la bañera cada vez que le estamos dando un baño y pedí a un crío de unos siete años que chapoteaba feliz a mi alrededor que me diese un empujón en dirección a la costa (no os riáis, cabrones). Aunque aún faltaba más de una semana para que mis padres, mi hermano y yo nos volviésemos a la seca Valladolid, decidí que aquel desafortunado incidente daba por finalizada mi temporada de baños en el mar hasta el año siguiente.

A los trece años, cuatro después del fallido primer intento, mis padres volvieron a apuntarme al curso de natación de la urbanización pija. Esta vez, además del agua fría y el desesperado monitor, entraron en escena un número considerable de alumnos (puesto que la primera vez sólo éramos dos), todos ellos muchos años más pequeños que yo, quienes disfrutaban de lo lindo al verme sufrir como si fuera una tortuga panza arriba cada vez que intentaba, sin éxito, nadar de espaldas. No, no aprendí a nadar de espaldas aquel verano. Y de frente, tampoco.

A los quince años un compañero de clase me retó a presentarme en la piscina a las ocho de la mañana de un sábado de febrero. Acepté el reto. Vale, la piscina era climatizada (Benito Sanz de la Rica, por si aún seguís sin creerme), pero impresionaba lo suyo ver caer una imponente nevada a través del cristal a quienes no llevábamos más que un raquítico bañador. Una vez allí, este mismo compañero me retó a hacer dos largos seguidos, sin parar a descansar entre medias ni mariconadas por el estilo. Acepté el reto. El esfuerzo que le supuso a mi cuerpo desentrenado en esto de moverse flotando sobre el agua completar la proeza (DOS señores largos, he dicho) fue tan grande que estuve a punto de perder el conocimiento preso de una peligrosa taquicardia, por lo que reté a mi compañero de clase a que se fuese a la mierda y me largué de la piscina sin esperar a comprobar si aceptaba o no mi reto, con un dolor de pulmones considerable.

A los dieciséis años, tras varios días disfrutando del mar sin complicaciones, comencé a sentir un dolor punzante en la planta del pie mientras me bañaba entre las olas del Mediterráneo. Tras acudir al puesto de socorro de la playa, el muchacho que me atendió confirmó que había pisado un pez araña y me dijo: "El otro día traté a un hombre que lloraba como un niño a causa del dolor por el mismo motivo, así que has tenido suerte". No, no tuve suerte. Tuve MUCHA suerte, ya que a los pocos días un alemán murió en Mallorca tras pisar un bicho de ésos (no he encontrado la noticia, pero os juro que salió en Gente, creedme por una vez). Y además de suerte, tuve una bonita cojera que me acompañó a todas partes durante el resto de aquel verano.

A los diecisiete años pasé una semana en Gijón, en una concentración de mi equipo de atletismo en la que corríamos por la mañana, corríamos por la tarde y corríamos por la noche. Pero también teníamos tiempo libre. Y parte de ese tiempo libre lo invertíamos en bañarnos en las aguas del Cantábrico. Fue durante una de estas zambullidas cuando, probablemente debido a lo fría que estaba el agua, sufrí un calambre en el pie que me dejó paralizado, por lo que empecé a gritar: "¡Un calambre! ¡Ayudadme! ¡Un calambre! ¡Ayudadme!", con el objetivo de que mis compañeros de equipo me ayudasen a salir del agua. Me ayudaron, sí, pero también se estuvieron cachondeando de mi llamada de socorro hasta que nos volvimos de Asturias. Incluso compusieron una canción al respecto que animó nuestros entrenamientos durante varios meses. Los muy hijoputas.

El mes pasado (a los veintinueve años, por si estáis llevando la cuenta, miserables), durante una visita en barco a las cuevas costeras de Albufeira, el capitán del pequeño navío nos permitió, mientras esperábamos a que un par de zodiacs nos acercasen en grupos a la orilla, nadar un rato junto al anclado barco. Mi novia pensó que aquella era una maravillosa idea, y disfrutó de lo lindo registrando el momento con su cámara Gopro bajo el agua. Yo no lo pasé tan bien, la verdad. Quizá fue porque no paré de respirar el humo del barco mientras intentaba nadar, o quizá fue porque mi incapacidad para flotar adecuadamente me hizo tragar una cantidad de agua salada que podríamos considerar "peligrosa" a nivel sanitario. O quizá fue porque el enorme esfuerzo físico que tuve que hacer para no morir en lo que yo considero "alta mar" (que estábamos por lo menos a cuarenta metros de la orilla, joder) hizo que el dolor en mis músculos no se me pasase hasta el día siguiente, pero he de reconocer que lanzarme al agua detrás de mi novia y su Gopro no fue una buena idea, mira tú.

¿Que a qué viene todo esto? Pues bien, viene a que esta última semana la he pasado en las costas de Granada, en las que han sido unas fantásticas vacaciones durante las que no he tenido que lamentar incidencias de ningún tipo a nivel acuático. He podido nadar y bucear entre peces, cangrejos y demás personajes del reparto de La Sirenita, ayudado por las aletas y el set de gafas + tubo de buceo (esta vez sí, de mi talla) que mi novia ha tenido a bien regalarme, alejándome de la costa más allá de lo que nunca me había atrevido, y sumergiéndome metros y metros en busca de las rocas y la arena del fondo.

Y durante todo el tiempo en el que me encontraba rodeado por el mar, sobre el mar o bajo el mar en estos últimos días, una voz dentro de mi cabeza no paraba de repetirme (no entiendo muy bien por qué, la verdad): "SAL DEL AGUA, INSENSATO".

Yo. En el agua. Y sin morirme


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