lunes, 1 de mayo de 2023

Yo vs. el alemán. Décimo asalto

A estas alturas ya deberíais estar al tanto de que en este blog se venera al dúo cómico Gomaespuma con la mayor de las devociones. Aunque tengo que reconocer que hay algo de postureo en dicha afirmación, pues quien escribe esta entrada tuvo que sufrir la desgracia de encontrarse escolarizado y, por consiguiente, no poder disfrutar en directo de las emisiones radiofónicas de los dos cómicos en la ya desaparecida cadena M-80 porque me pillaban en clase. Exceptuando el rato que pasaba escuchándoles de camino al instituto, alguna que otra vez en la que me tocó hallarme donde trabajaba mi padre por motivos que no os importan (y donde Gomaespuma era el hilo musical irreemplazable), una cinta de casete con sus mejores momentos que me aprendí de memoria y reposiciones a horas intempestivas, se podría decir que poco escuché yo a Gomaespuma para lo mucho que fardo de ello.

No obstante, recuerdo que uno de sus recurrentes números, el cual nunca fallaba en hacer mis delicias, era aquel en el que, para comentar noticias o situaciones que se salían de lo corriente o lo lógico, improvisaban un inventado subprograma dentro de su programa llamado "Expediente Renfe: historias de mucho miedo contadas a bordo de un tren". Tras una estudiada intro bajo la que se oía el tema de Twin Peaks, lo que en principio iba a ser un espacio sobre fenómenos paranormales se convertía en una chanza en la que siempre aprovechaban para dar cera a Miguel Blanco, el presentador del programa "Espacio en blanco" que la misma emisora programaba para las noches de los viernes y que, en este caso, yo no me perdía, a pesar de que me cagaba de miedo con lo que se contaba ahí porque yo era un chiquillo muy impresionable.

Que a qué viene esto, ¿verdad? Pues a que os voy a hablar de una cosa que me pasó hace no mucho en un tren y no se me ha ocurrido mejor forma de introducir el post, ya veis.

Y es que mudarme a Austria me ha hecho redescubrir el ferrocarril. En los siete años que pasé en Irlanda apenas pude viajar en tren porque, básicamente, allí no hay tren debido al meticuloso desmantelamiento que la red ferroviaria irlandesa sufrió durante el siglo XX. Uno puede subirse al DART que va de Howth a Greystones para ver lo cuqui que es la costa y ya. Joder, pero si es que la estación central de Dublín no tiene nada de central, que pilla a tomar por culo del centro...

¿Veis? Habida cuenta del traumita ferroviario que me dejó la Isla Esmeralda, no es de extrañar que ahora, cada vez que me adentro en la Hauptbahnhof de Graz (a diez minutos andado de casa que la tengo. Aprende, Dublín) o viajo en alguno de los vagones de la ÖBB, la compañía austriaca de ferrocarriles, sienta un gustirrinín de lo más agradable. A pesar de las zancadillas que el coronavirus nos ha puesto a todos, de momento he podido desplazarme en tren a Eslovaquia y Hungría, y también han caído varios viajecitos por la región a pueblos pintorescos, lagos muy bonitos y la fábrica de chocolate loquísima de la que ya os hablé en su día

Sí, el tren austriaco me hace sentir como si fuese una risueña Greta Thunberg a punto de desayunarse despreocupadamente los huevos de Andrew Tate

fuente: twitter
Mi historia también va de desayunos, pero no adelantemos acontecimientos

De todas las rutas ferroviarias del país, de la que os puedo hablar con más propiedad es de la que conecta Graz con la capital del país, pues por conveniencia soy usuario de la misma con cierta asiduidad. En algo menos de tres horas, su trazado comienza serpenteando junto al río Mur para minutos después adentrarse en el paso de montaña de Semmering y recorrer túneles y viaductos que se han ganado por derecho propio engrosar la lista de lugares Patrimonio Mundial de la UNESCO.  Este escenario de naturaleza, altas cumbres y barrancos, que nunca falla a la hora de dejarme boquiabierto por su espectacularidad, da paso poco después al bullicio vienés, con sus nuevos rascacielos fruto de un urbanismo inteligente que busca asombrar al espectador sin resultar desagradable. 

Y como colofón a esta magnífica experiencia visual, si uno quiere ir un poquito más allá y dirigirse al aeropuerto, puede disfrutar de las vistas que ofrece la horrenda refinería de OMV. La zona, por cierto, huele como la fábrica de tripas de celulosa que hay (o había, ya no sé) en Dueñas (Palencia). Un olor que no sé cómo describir pero que os puedo asegurar que no tiene nada de bonito.

Considerando la descripción que os acabo de hacer y habida cuenta de cómo soy yo. Adivinad de qué tramo os voy a poner foto a continuación.

Bingo, de la puta refinería:

Una foto que se puede oler

Venga, otra más y ya:

En mi defensa, he de decir que había una mujer en el vagón sentada delante de mí que también sacó fotos del engendro

La turra que llevo dada hoy, y todavía no me he puesto con la historia... En fin, intentaré darme prisa que se me está haciendo tarde y aún tengo que prepararme la cena. Resulta que hace unas semanas mi novia y yo tiramos de tren para ir a Viena, pues se nos había antojado ver Avatar 2 en IMAX, y la sala que hay en la ciudad en la que vivimos sólo ofrecía la versión doblada al alemán. Y si os parece un derroche gastar en dos billetes de tren, con su ida y con su vuelta, a lo que habría que añadir el precio de las entradas (porque el cine IMAX no tiene nada de barato), comer y cenar en Viena y gastos a mayores como una boa de plumas que desarmaría días después para elaborar un disfraz de ajolote (todo a su tiempo, tranquilos), os diré kemedaiwá, que la peli lo vale y que no me pienso bajar de ese burro.

Otro burro del que nunca me bajaré es el de los desayunos de McDonalds, pues sigo manteniendo que es difícil encontrar algo mejor cuando de comer fuera de casa por la mañana se trata. Y como en la estación de partida hay uno, mi plan consistió en hacernos con sendos para llevar y dar cuenta de ellos a bordo del tren como hacía Greta en la foto que habéis dejado a tomar por saco arriba porque no contaba yo con que esta entrada me quedase tan larga.

Ése era mi plan, y mi ÚNICO plan, he de aclarar, que con tanto no querer bajarme de burros a veces cometo el error de no contar con alternativas cuando las cosas no salen según lo previsto. Lo cual, precisamente, ocurrió en el día de autos, pues entre pitos y flautas acabamos llegando a la estación a dos minutos de que partiese el tren, resollando a causa de la carrera que nos tocó pegarnos y sin la posibilidad de pillar el ansiado desayuno. Y yo, como acabo de decir, no fui capaz de llevarme algo de casa para comer, ya que mi cerebro sólo consideró dos opciones: desayuno mcdonelero o hambre y mala hostia hasta nuestra llegada a Viena.

Llegados a este punto, mi novia y su paciencia infinita se encargaron de aplicar una solución que a mi cuadriculada materia gris no se le había ocurrido y que pasaba por hacer uso del vagón restaurante. Dicho vagón, además de (¡oh, sorpresa!) servir desayunos, se encontraba muuuy lejos, pues el convoy era largo como una mañana sin desayunar y mi novia y yo habíamos ocupado dos asientos con mesita justo al final, en el extremo opuesto al del restaurante. Dispuestos a no perder el privilegiado sitio y a mantener vigilados en todo momento abrigos y mochilas porque somos unos desconfiados asquerosos, acordamos que ella se encargaría de traer algo de comer y yo montaría guardia.

Tras varios viajes entre vagón restaurante y asientos, mi novia logró que en la mesita que había ante nosotros se desplegase un cebatil digno de aplauso: dos botellas de agua (de cristal porque quien se encarga de la vitualla en la ÖBB no le tiene miedo a NADA), un par de cafés, lonchas de queso y de jamón york a tutiplén, una cantidad nada desdeñable de rebanadas de pan, mantequilla, queso de untar y una tortilla francesa con queso por encima a la que atacar con cubiertos de plástico porque las temeridades se limitan a las botellas de agua. La simple contemplación de estas viandas sumió a mi cerebro en un estado de felicidad absoluta; sensación que se prolongó mientras jalábamos y el tren se abría paso entre peñas y riscos austriacos.

Estando a medio desayunar, y con la mente puesta ya en el diseño de mi disfraz de ajolote que poco después mi novia plasmaría en una de las servilletas sobrantes, el ferrocarril hizo breve parada en no recuerdo dónde, y pocos minutos después, una vez reanudada la marcha, vi como un hombre y una mujer de avanzada edad se acercaban por el pasillo. Él hizo una breve parada al hallarse a la altura de nuestros asientos, y en un par de segundos me dio tiempo a pensar cosas muy feas que paso a desarrollar porque total, mira la hora que es ya y yo sigo sin hacer la puñetera cena.

Sin rodeos. Mi relación con la gente de este país se ha estancado bastante. No sé si es que yo tengo mala suerte o qué, pero las pocas veces que me toca interactuar con austriacos suelo tener que enfrentarme a gente hosca y sin paciencia para cambiar al inglés o al menos hablar un pelín más despacio en alemán con este sucio inmigrante. Y como la falta de práctica provoca que los escasos conceptos que aprendo estudiando por mi cuenta abandonen mi cerebro como si fuesen ratas huyendo de un barco que se hunde, pues ni sé alemán ni tengo forma de aprenderlo. Si a esto añadimos que no es la primera vez que estando a mi bola, sentado en un asiento al azar, alguien viene a decirme que ahueque porque lo ha reservado para sí, tiene cierto sentido que la presencia de aquel hombre me pusiera un poquito a la defensiva, que pensase que nos iba a decir que los sitios ocupados por nosotros eran en realidad los suyos y que nos fuese a tocar recoger a toda prisa un desayuno que tendríamos que terminar sabe Dios dónde.

Lo que no tiene mucho sentido es que echase un vistazo rápido al cuchillo de plástico con el que me había untado de mantequilla una rebanada de pan sobre la que reposaba felizmente un trozo de tortilla francesa y que empezase a preguntarme qué merecería más la pena: si ver Avatar 2 en una sala IMAX de Viena o comprobar a cuánta distancia de la siguiente parada se encontraba la comisaría de policía más cercana. No obstante, el yayo me sacó de mi enfermizo ensimismamiento y me hizo caer en el estupor con una sola palabra acompañada de una amable sonrisa: Mahlzeit. Habida cuenta de la ristra de pensamientos negativos que os acabo de soltar, no es de extrañar que me quedase clavado en mi no reservado asiento, sujetando la rebanada de pan a medio comer, mientras mantequilla derretida comenzaba a derramarse por mi brazo (porque hay que ser gilipollas para untar mantequilla en pan y luego poner algo caliente encima, la verdad). Al final, pude reaccionar al tiempo que el matrimonio continuaba su camino por el pasillo, agradeciendo su comentario (porque seré un psicópata, pero soy un psicópata educado) y pensando que de aquí puedo sacar una lección de vida y otra de alemán, sabiendo que voy a olvidar ambas más pronto que tarde.

La de vida es que no todos los austriacos me odian. La de alemán es que Mahlzeit equivale a decir "que aproveche".

Y hablando de aprovechar, me voy a preparar la cena.


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