viernes, 6 de mayo de 2022

Bajo el sol en febrero. Epílogo

Acabemos con esto, que ya toca.

Al final de mi anterior entrada dejé plantado el cliffhanger más cutre jamás visto, pues el tarugo que escribe estas líneas no sólo olvidó su ebook en el asiento del avión, sino que pensó que de su proceso de recuperación se podría sacar un post entero que sirviese como colofón a una serie que ha resultado, seamos sinceros, bastante mediocre (y yo que me alegro, considerando que mis mejores entradas suelen ser aquéllas en las que cuento desgracias y en esta ocasión no ha sido así).

Le he dado varias vueltas a dicho proceso, y la verdad es que todo lo que pasó no da para una entrada entera NI DE COÑA. Yo me esperaba enfrentarme a una odisea burocrática de ésas que te dejan con ganas de abandonar la civilización para siempre o de seguir los pasos de Unabomber, pero no fue así. Por ello voy a meter un pelín de paja antes, si os parece bien (y si os parece mal os jodéis, que nadie os obliga a ver esto). Hablemos de lectores de libros electrónicos.

Mentiría si dijese que compré mi primer ebook allá por dos mil diez. Más que nada porque quienes lo compraron fueron mis padres, ya que yo no tenía ni un duro por aquel entonces pero sí muchos caprichos. El aparato, un Wolder Mibuk Gamma 6.0 costaba ochenta eurazos en Carrefour pero gracias a un chequeahorro salió por veinte menos. Que lo sigo considerando una ganga, pues el mismo cacharro, meses y meses después, seguía ofertándose por doscientos tazos en El Corte Inglés. El aparato, además de serme útil para almacenar todos los apuntes de la carrera a los que no presté la atención necesaria y darme buenos ratos cuando de soportar viajes en los autobuses de Dublín se trataba (recuerdo haberme tragado toda la saga de la Fundación de Asimov y la trilogía de Heliconia de Brian Aldiss, entre otros, a bordo de aquellas tartanas infectas), constituía todo un ejemplo de cómo debe ser la tecnología y ya no es. Y es que una tapa trasera daba acceso a las tripas del bicho y permitía retirar su batería y una tarjeta SD en la que guardar los archivos. Vamos, un enemigo acérrimo de la obsolescencia programada.

Peeero... Podéis olvidar lo que acabo de decir. Hace menos de un año mi compañero electrónico empezó a mostrar signos de fatiga y, entre otros achaques, su imagen perdía nitidez si le daba el sol a la pantalla, lo cual arruinaba mis planes consistentes en tirarme al sol en las playas del sur de Granada en su compañía durante una semana ignorando todo a mi alrededor. Tuve que buscar un sustituto, y mi mejor amigo (que hasta la fecha sólo se ha equivocado en vaticinar la muerte de Constantino Romero) me recomendó el Kobo Clara de Rakuten. Todo un acierto. Vale que no tenía un teclado precioso que por otra parte nunca llegué a usar, y su forma de mostrar archivos era bastante farragosa, pero al menos contaba con luz propia y un refresco de páginas rapidísimo.

Mi viejo Wolder pasó entonces a habitar un cajón de la habitación en la que duermo cada vez que visito a mis padres, junto con otros objetos de los que aún tengo pendiente hablaros, y el recién llegado Kobo no tardó en incorporar en su memoria más libros de los que me voy a leer en mi vida.

Y entonces, recordemos, cuando el avión procedente de Dubai tomó tierra en Viena, yo me bajé del mismo y el ebook no.

Tardé bastante en ser consciente de mi olvido, pues la recogida de maletas y la carrera al tren que conectaba con la capital austriaca se produjeron a un ritmo algo trepidante. Fue una vez nos subimos al segundo tren, dispuestos a chuparnos las tres últimas horas de viaje, cuando eché mano a mi bolso y descubrí que tenía un lector de libros menos de lo habitual. Decidí entonces (tras cagarme en todo en voy alta y provocar que más de un viajero se girase sobresaltado) llamar al teléfono de Emirates correspondiente al aeropuerto vienés, pero allí no había nadie para descolgar, pues yo estaba intentando contactarles a última hora de la tarde y su horario de atención al público terminaba a mediodía (algo que, por otra parte, no vi reflejado en ningún sitio y deduje tras unos cuarenta minutos en los que mi novia y yo no dejamos de escuchar la estridente musiquita de espera desde nuestros respectivos terminales).

A la mañana siguiente, descansado y recuperado de la paliza viajera, volví a intentar lo de llamar a Emirates, y tras otros cuarenta minutos de espera en los que me dio tiempo a tender una lavadora y preparar la comida, di con una agente que me indicó, tras escuchar atentamente lo que me había pasado, que aquello no era problema suyo, y que tendría que contactar con la oficina de objetos perdidos del aeropuerto.

Tras agradecer la información obtenida (porque, y no me cansaré de decirlo, quienes vertéis vuestras frustraciones en el personal de atención al cliente sois unos miserables), accedí a la web de lost and found como se me había indicado: una página con una navegabilidad anclada en otro tiempo en el que la conexión a internet se hacía a través de módems de 56kbps. No teniendo muy claro que la información que se me presentaba fuese de fiar y temeroso de que aquel sitio web fuese en realidad un timo, localicé un teléfono de contacto al que llamé inmediatamente, recibiendo como respuesta una locución que me invitaba amablemente a volver a la fea web y tramitar mi solicitud desde allí.

Viendo que no me quedaría más remedio, rellené el formulario describiendo mi ebook lo mejor que podía recordar, especificando, entre otros detalles, que contaba con el libro American Gods, de Neil Gaiman, a medio leer (en la descripción no dije que dicho libro me estaba pareciendo UN TOSTÓN INFUMABLE porque no procedía, pero ganas me dieron).

Minutos después recibí un email en el que se me indicaba que, qué alegría, qué alboroto, otro perrito piloto, mi ebook se hallaba en sus manos y que sólo tenía que pagar el rescate y contactar con la empresa de transportes de turno si quería recuperarlo.

Alternativamente, tenía la opción de plantarme en el aeropuerto y recogerlo yo mismo, pero ni el horario de la oficina de objetos perdidos me cuadraba, ni el precio del billete de tren a Viena me salía rentable. Mantuve entonces dos líneas de comunicación por correo electrónico con los de lost and found y la empresa de transportes en las que, básicamente, me dediqué a enviar justificantes de pago (no sin cierto mosqueo porque aquello me seguía pareciendo un timo) y procedí a esperar los dos o tres días laborables que supuestamente tardarían en enviármelo.

Al final, y sin que sirva de precedente en esta mi vida de hombre blanco heterosexual que no tiene problemas y necesita inventárselos, un repartidor se presentó en mi casa con una caja en cuyo interior había viajado el lector:

Sí, lo sé. Tengo que limpiar la mesa

Éste venía con la retroiluminación a tope y la batería casi descargada, lo cual provocó que me mosquease, y me da la impresión de que desde entonces se queda sin pilas antes de lo normal, pero lo más seguro es que esta idea se deba a mi imaginación de drama queen. Lo importante es que hayáis sacado una lección de todo esto. Yo, desde luego que no he aprendido nada, pues hace poco volví a subirme a un avión y en esta nueva ocasión me olvidé un termo de metal que me regalaron en mi primer día de curro. Pero no voy a contar nada más al respecto porque me dio igual.

Y hasta aquí mi viaje a Dubai. Yo ahora podría meter una conclusión de la hostia reflexionando acerca de geopolítica, derechos humanos y demás, pero no lo voy a hacer. Primero, porque internet ya está saturadísimo de esa clase de contenidos, y no tengo nada nuevo que añadir. Y en segundo lugar, porque no veáis qué pereza sólo pensar en ello.

Así que hasta otra, supongo.

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