—Lo bueno que tienes -que tendrás tus cosas malas- es que si te echo al pasillo te levantas y te vas sin protestar ni dar portazo.
Y era verdad. A pesar de que el contenido de su asignatura me chiflaba, lo de tener que pasarme casi una hora leyendo apuntes en voz alta suponía un coñazo infumable ante el que el irresponsable yo de hace casi veinte años reaccionaba dando por saco y ganándose un billete de ida al pasillo con una frecuencia de la que no me siento orgulloso.
No obstante, la profe tenía razón. Mi estoica y obediente reacción a sus "vete de clase, anda" era toda una virtud de la que muchos de mis compañeros, rebeldes y guerreros, carecían.
Si traigo a colación esta virtud que caracterizó el cómico periodo de mi vida al que llamo "mi adolescencia" es porque recientemente le he dado vueltas a otra de las cualidades que poseo, para bien o para mal: responder a toda clase de preguntas de forma lógica y argumentada sin tener ni puta idea de lo que estoy diciendo. Tal cual.
Semejante "don" me viene de perlas cuando quiero dármelas de listo sin que haya repercusiones por ello, pero me da más problemas que beneficios: no es la primera vez que el equipo al que pertenezco en un pub quiz pierde la partida porque logro convencer a todos de que cambien alguna que otra respuesta, originalmente correcta, por otra errónea, y tiendo a responder a dudas que compañeros de curro me plantean razonando mi ignorancia con una sutileza magnífica. Luego mis compañeros la cagan por hacerme caso y nadie se explica por qué.
En fin, que yo quería compartir con vosotros una vez más una historia de las de "así empezó todo" que aclare, como estaréis suponiendo, cómo empezó todo. Para ello os pido que en esta ocasión viajéis conmigo en el tiempo hasta el verano de dos mil tres. El estío empezó mal porque mi curso académico había sido un puto desastre. No calculando bien la que se me venía encima al meterme en el bachillerato de Ciencias de la Salud terminé la temporada con una colección de suspensos que no habría septiembre que rescatase (el de matemáticas de cuarto de ESO auguró que, con la trayectoria que llevaba antes de comenzar, mis notas en dicha asignatura bailarían entre el cero y el uno, con algún dos ocasional. Y lo bordó), por lo que decidí que lo más inteligente sería hacer borrón y cuenta nueva en el curso siguiente, pasar al bachillerato de Ciencias Sociales y procurar no repetir mis errores (al principio de este post me remito para confirmar que fue una decisión acertada). Pero bueno, mientras mi salud mental cogía aire durante esos tres meses yo aproveché para realizar toda clase de actividades poco o nada productivas, como dejarme una trenza, dedicar las noches a la lectura de tochos como Los Pilares de la Tierra, escuchar una y otra vez el disco debut de Rage Against the Machine o correr en compañía de Pablo, a quien paso a introducir en la historia metiendo mucha paja porque la entrada se me está quedando corta.
Aunque Pablo y yo ya nos conocíamos de vista porque íbamos al mismo instituto y entrenábamos en equipos de atletismo que compartían parque en la zona oeste de Valladolid, nos hicimos amigos una tarde de marzo insultando a franceses que no nos entendían en un campo de fútbol de Lille mientras nuestros correspondientes le daban patadas al balón y yo me moría de frío, pues había salido de casa a cuerpo tras entender erróneamente que lo de jugar iba también conmigo cuando en realidad sólo nos querían allí para verles a ellos (¿qué queréis? Yo aún no tenía suficiente nivel de gabacho en mi primer intercambio) y las tardes de marzo en Lille son muy traicioneras. A los pocos meses de esta anécdota me pasé de mi equipo al suyo, y no mucho después los dos nos largamos a otro equipo en el que mi frikismo por el correr alcanzó su máximo histórico. Nuestro equipo tenía programadas sesiones de entrenamiento en pista martes y jueves, y otra de gimnasio los viernes tras la que Pablo y yo pasábamos por la pastelería del Carrefour para atiborrarnos de quesada; pero no era de extrañar que a dichas sesiones añadiésemos una los miércoles tan intensa que solía suponerle lesiones a quienes se atrevían a unirse y alguna salida improvisada los lunes que acordábamos en diez minutos desde el MSN Messenger:
Pablo dice: salimos a correr una hora?
Yo dice: acabo de merendar
Pablo dice: y?
Yo dice: que me he metido media barra de pan con una tableta de chocolate con almendras y como me ponga a correr voy a vomitar a los diez minutos de empezar
Pablo dice: no digas bobadas. Vamos a ritmo suave y verás qué bien te viene
Y, efectivamente, a los diez minutos de haber empezado, la media barra de pan y la tableta de chocolate con almendras a medio digerir decoraban la acera. Qué buenos ratos pasábamos, oye.
Nuestra afición llegó a tal punto, que en el verano de autos, con el equipo declarando vacaciones estivales, Pablo y yo nos organizamos para salir a correr cada mañana. Entre su casa y la mía había sólo ochocientos metros (clavaos, que lo acabo de mirar en Google Maps), así que algunos días él venía a buscarme y otros iba yo a buscarle a él, y así variábamos la ruta. Lo que nunca cambiaba era el desayuno. Tras la paliza en ayunas cada uno se retiraba a su casa a recuperar el aliento y darse una ducha, y minutos después nos reuníamos en algún bar de la zona para dar cuenta de un cruasán a la plancha y un rato de cháchara sin trascendencia.
O no.
Resulta que Pablo, al igual que muchos de los chicos que acababan de llegar a los dieciocho años o que estaban a punto de hacerlo, aprovechó las vacaciones para intentar obtener el siguiente cromo:
![]() |
fuente: diariodetransporte.com |
No sé cómo serán los exámenes a día de hoy, habida cuenta de cómo ha cambiado todo desde que dejó de importarme, pero por aquel entonces el teórico incluía cuarenta preguntas con cuatro opciones por pregunta, de las cuales sólo una era válida. Pablo estaba haciendo muchísimos tests para prepararse, y la verdad es que no le estaba yendo nada mal: los que llevaba realizados hasta la fecha solían incluir dos o tres fallos (cuatro como mucho si bajaba la guardia), y aunque no puedo confirmarlo, es posible que el muchacho fuese tan aplicado porque (aparte de que tenía coco, las cosas como son) solía coincidir en la autoescuela con una compañera de su clase por la que llevaba meses bebiendo los vientos.
Y una de aquellas mañanas, al calor de los desayunos, Pablo tuvo la "brillante" idea de sugerir que le ayudase a completar un test sobre "parada, detención y estacionamiento", poco antes de la clase del día. A mí, que por aquel entonces ni siquiera sabía qué cojones era una luz de cruce.
¿Permití que el sentido común se impusiera a mi ignorancia vial y rechacé su oferta? Por supuesto que no. Me ofrecí encantado a recorrer todas las preguntas junto a él y, para cada una de ellas, le di la respuesta que consideraba más lógica:
—¿Que si puede parar un coche en medio de un túnel con las luces apagadas? ¿Qué mierda de pregunta es ésa? Pues claro que sí. Imagínate que mientras cruzas el Guadarrama se te jode el motor y la batería y el cuadro eléctrico no te responde. Pues ahí te quedas, parado y a oscuras, y no puedes hacer nada al respecto. ¿PUEDES O NO PUEDES? Marca la b, la que dice "sí, siempre".
—Joder, pues tienes razón.
—Por supuesto que tengo razón. A ver, la siguiente. ¿Está permitido estacionar en doble fila? Pues... Sí. Si te para la policía, por ejemplo, que igual no tienes sitio donde ponerte y te toca quedarte con los intermitentes al lado de otro coche aparcado. O delante de un garaje. Y un policía no te va a tener parado menos de tres minutos. Eso es estacionamiento te pongas como te pongas.
—Eres un genio.
Y así una detrás de otra, hasta llegar a cuarenta. La osadía de mi ignorancia crecía al mismo ritmo que la obnubilación que Pablo sentía con cada una de mis razonadísimas respuestas, y cuando completamos el ejercicio el pobre estaba convencido de que el profesor y cuanto alumno se encontrase en el radio de correción (incluyendo, con suerte, la chica que le gustaba) LO FLIPARÍAN al serles revelada la perfección hecha test. Pagamos los desayunos, salimos del bar y él se dirigió a la autoescuela mientras yo, que poco tenía que hacer en aquella época, me fui al Vallsur a tocarme un rato los huevos, no sin antes acordar que iría a buscarle al finalizar su clase teórica, pues yo también quería saber de las felicitaciones y loas que le iban a caer aquella mañana.
Total, que al par de horas me encontraba yo en la puerta de la autoescuela, y de lo que ocurrió a continuación hay detalles que recuerdo y otros que no. Por ejemplo, no recuerdo qué fue lo que me llamó Pablo al verme. Tampoco recuerdo si realmente hizo ademán de soltarme una hostia o si mi imaginación ha fabricado ese recuerdo posteriormente. Lo que sí que recuerdo es a Pablo diciéndome con un tono de voz ligeramente angustiado que la chica de sus sueños estaba aquella mañana en la autoescuela pendiente de la corrección. Eso, y que el profesor no logró entender muy bien qué coño le había pasado a uno de sus mejores alumnos para plantarse en su autoescuela, aquella mañana de verano, con un test que tenía veinte fallos.
