lunes, 31 de octubre de 2016

This is the rhythm of the night, the night, oh yeah

Podéis felicitarme (o sentir lástima por mí. No lo tengo muy claro). Soy, oficialmente, un señor.

Me explico. Todos los que leéis este blog habéis pasado por la infancia y la adolescencia, lo que me recuerda algo importante que tengo que decir:

Si eres un niño... No deberías estar aquí. Mejor vete a decirle a papá y mamá que son muy malos padres por dejarte entrar en internet sin su supervisión y luego haz clic en este enlace que tiene contenido muy chuli sobre Peppa Pig.

Bien, ahora que he limpiado el artículo, me dirijo a los que os encontráis en la edad adulta, o incluso en la madurez o en la senectud, vete tú a saber. El problema es que las fronteras entre todas estas etapas suelen estar difusas y uno no tiene claro cuándo sale de una para meterse en otra hasta que ya lo ha hecho. Vamos, es como cuando mi gata acerca el hocico a su ración de comida con efecto control de apetito, y cuando se quiere dar cuenta se lo ha jalado todo y está llorando para que le rellene el cuenco otra vez.

fuente: Royal Canin
Control de apetito, mis cojones

Pues bien, resulta que el otro día fui protagonista de una situación que me hizo percatarme de que ya no me encuentro en la adolescencia y soy lo que podría considerarse un "señor". Vale, hace unos meses, estando yo en el Toys R us de Valladolid por un asunto que no viene al caso, un niño me señaló y gritó: "¡Mamá! ¡Ese señor se ha metido en el abrigo un peluche de My little pony!". Pero aquella vez no cuenta, que los niños llaman "señor" a cualquiera que les saque una cabeza, no me jodas.

Antes de continuar he de aclarar que, para bien o para mal, siempre he vivido en casas/pisos ubicados en zonas relativamente tranquilas, por lo que mi organismo no tolera nada bien el más leve ruido cuando de intentar dormir se trata (aunque, paradójicamente, duermo como un ceporro cuando lo consigo y no hay dios que me despierte). Mención especial requiere el lugar en el que pasé los primeros 20 años de mi vida: una casa molinera frente a un restaurante especializado en bodas, comuniones y comidas/cenas de empresa. Fui testigo de cómo un serio yupi con traje y corbata se desplomaba contra la ventana de mi habitación mientras entonaba el Asturias, patria querida añadiendo licencias de su propia cosecha con sorprendente calidad métrica (recuerdo perfectamente que llegó a colar un "hijossssdeputa" en medio de la canción que no sonó nada mal), y he tenido que aguantar a más de un grupo de críos que celebraban la comunión de alguno de ellos jugando al fútbol ante mi tapia pasadas las 11 de la noche.

El problema es que, siendo niño o adolescente, no resulta muy convincente el asomarse a la ventana para reclamar unpocodesilencioquelagentetienequedormirynosonhorasjoderhombreya: nadie le hace caso a un puto niño cuando exige a desconocidos en la calle que se callen, y nadie cree a un adolescente cuando intenta parar una fiesta nocturna, pues lo habitual es que dicho adolescente forme parte de la misma.

En fin, volvamos a la situación que protagonicé el otro día, a eso de las doce de la noche. Mis vecinos estaban celebrando una fiesta de Halloween (a los que que estéis echando espuma por la boca con "las mierdas yankis que nos invaden" y tal, aclaro que Halloween es una celebración de origen irlandés y yo vivo en Irlanda y sois un poquito bocazas) en su jardín, con sus risas, su jolgorio, su jarana, su jaleo y más sinónimos que ahora mismo no se me ocurren.

Y yo quería dormir. Y sólo consiento que mi gata me impida dormir. Y mi gata no estaba invitada a la fiesta.

Así que les di quince minutos de gracia, pasados los cuales procedí a solicitarles, con la educación y urbanidad que me caracterizan, que tuvieran a bien el reducir el volumen de su ameno coloquio. Vamos, que abrí la ventana y grité "SHUT UUUUP!" con toda la fuerza que mis pulmones me permitieron.

Y mi propia voz me dio miedo, pues sonó especialmente profunda y fuerte (en serio, me costó reconocerme a mí mismo. Fue una mezcla entre Ramón Langa y Constantino Romero). Pero lo más fuerte vino justo después: mis vecinos SE CALLARON. Jamás había logrado algo así (y mira que he intentado veces, sin éxito, y siguiendo el mismo método, que no me jodan el sueño), y el silencio que siguió a mi grito y que duró toda la noche resultó incluso algo tenso.

Aún así, me volví a la cama con una satisfacción maravillosa, dispuesto a caer en los brazos de Morfeo de una puta vez, mientras un poblado bigote aparecía sobre mis labios, mi peinado sufría una permanente con raya a un lado, un fuerte aroma a Varón Dandy invadía mi piel y mi camiseta de dormir se convertía en un pijama de botones comprado en Galerías Preciados.

fuente: RTVE
I shit in the milk, Merche. Que no me dejan dormir

Que vosotros estaréis pensando: "Qué malo eres. Podrías haberte acercado a su casa y haberles pedido por favor que bajasen la voz sin necesidad de vocear como una verdulera". Sí, y también podría haberles arrojado aceite hirviendo. Y no lo hice (que el aceite aquí está muy caro), así que a callar todo el mundo. Empezando por mis vecinos.

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lunes, 24 de octubre de 2016

Navajeros (I)

—¿Cuánto quieres que te lo corte?
—Mucho.
Esta conversación tiene lugar cada vez que visito una peluquería. Y no porque mis preferencias estéticas me inclinen a tener el pelo corto (que también, pues cometí el error de tenerlo largo durante parte de mi adolescencia y cada vez que veo una foto de la época no puedo para de preguntarme "¿Por qué lo hice?" una y otra vez, como la señora que salía en el Pianista), sino porque así me aseguro de que voy a tardar el mayor tiempo posible en en volver por allí.

Pues no, no me gusta nada ir a cortarme el pelo. He navegado en mis recuerdos (y en mi subconsciente, que es un sitio en el que, por otra parte, tengo que meterme algún día a hacer limpieza porque aquello está que parece una leonera), y no encuentro un motivo que justifique de forma definitiva mi adversión (aunque tengo varias teorías). Aún así, desde que entro por la puerta de una peluquería hasta que vuelvo a salir por la misma para sentir el aire ahora frío y antes no, no puedo evitar sufrir la misma tensión que cuando tengo que adelantar a un coche de la Guardia Civil por la autovía. Os podéis hacer una idea.

Pavor.
Claro que hay excepciones. Dos en concreto: la primera tuvo lugar hace unos diez años, cuando el manojo de estopa que tenía por cabellera empezaba a cobrar vida propia y decidí poner fin a su desarrollo adentrándome en una barbería regentada por un señor con voz de pito. No obstante, quien se hizo cargo de mí en aquel lugar fue una peluquera cordobesa que, tras un lavado de cabeza que casi me lleva al Valhalla (creo que se me escapó algún gemido durante el proceso, pero no puedo asegurarlo al cien por cien), procedió a esquilarme a navaja con una paciencia y una maestría merecedoras de cinco estrellas en mi tripadvisor cerebral particular y de mi retorno al lugar cada vez que mi pelo volvía a crecer. Lamentablemente, al señor de la voz de pito no debía de gustarle mucho la ciudad del Pisuerga, pues cerró el local y se largó a vivir más al sur. Y yo me quedé sin mi peluquera cordobesa [emoticono triste].

La segunda excepción, esto es, peluquería en la que me encuentro a gusto, aún no ha cerrado sus puertas (por suerte para mí) y deseo que así continúe hasta que la genética decida que por aquí arriba ya no es necesario que pasen tijeras, por lo menos. Es un pequeño comercio familiar escondido bajo un enorme bloque de viviendas de Valladolid y el peluquero, además de ser amable y saber cómo quiero que me corten el pelo, está convencido de que yo, por haberme ido a trabajar fuera de España, estoy forrado de pasta (igual influye el hecho de que siempre le doy propina, pero es que me cobra la tercera parte que un peluquero de Dublín y yo estoy contento con el trabajo que hace), por lo que siempre que voy allí me recomienda que me compre casas o que haga inversiones o algo por el estilo. Por ello, a visitar su local (porque sí, como si no fuera suficiente con todo lo que tengo que hacer cada vez que voy a Valladolid, una de las cosas que suelo hacer es aprovechar para cortarme el pelo) lo llamo "jugar a los burgueses". No obstante, debido a la rapidez con la que mi pelo crece, el número de visitas a la peluquería a lo largo del año supera al de visitas a mi ciudad natal, y como los números no cuadran, me veo obligado a frecuentar una barbería dublinesa de cuando en cuando. Así que mierda.

Pánico.
Os cuento la última. Para empezar, ni mis profesores de inglés del colegio y del instituto, ni el curso por fascículos "English Junior Everyday" que pagaron mis padres cuando yo era pequeño me habían preparado para comunicarme con fluidez durante esta desagradable experiencia. Además, está el hecho de que, como ya os he comentado, yo en las peluquerías entro acojonado, por lo que mi cerebro suele quedarse esperándome en la puerta. Por ello, mi respuesta al "Buenos días, caballero, ¿cómo se encuentra usted hoy?" del atento peluquero fue una mezcla entre el ladrido de un perro cuando le pisan la cola y el balbuceo de un niño de pocos meses que se está cagando encima.

"Siéntese aquí, por favor", me indicó el hombre, y yo me sentí en ese momento como un condenado a la silla eléctrica, aunque en este caso las descargas eléctricas las recibí en el cuello en vez de en la mocha. Bueno, no fueron descargas eléctricas exactamente; fue el repelús que me dio el alzacuellos ése elástico que te ponen para evitar que se te cuele el pelo por el cuello de la camisa y que no sirve de nada porque sabes que después te va a picar todo hasta que vuelvas a pasar por la ducha.

Terror.
Y luego vino la peor parte, ésa en la que el peluquero necesita saber qué quieres que haga con tu pelo porque el pobre no es adivino. Pero claro, yo ya me había convertido en Mr. Bean a aquella altura del proceso y sólo me salió un tartamudeante y forzado "Bastante corto, con máquina y tijeras". Así que el artesano echó mano de susodicha máquina y comenzó el proceso de rapado mientras yo podía ver a traves del espejo su mueca, la cual reflejaba con toda claridad lo que estaba pensando: "Este chico es imbécil".

¿Alguna vez os han sugerido, mientras os están afeitando la cabeza, hacer lo mismo con vuestras cejas? Lo pregunto totalmente en serio, porque a mí me pasó durante la visita que os estoy contando. Y claro, yo ya no sabía si el hombre se estaba cachondeando de mí o si realmente es habitual hoy en día que te pelen las cejas y yo soy muy mayor para estar al tanto de ello. De todas formas, como me asustaba la idea de acabar con el look de un rapero convicto, le dije que se limitase a pelearse con el pelo que yo tenía de frente para arriba. Eso sí, antes de terminar con la afeitadora eléctrica, el peluquero tuvo el detalle de apretarme demasiado la sien con la misma (nuevamente dudo si lo hizo a propósito), causándome una vibración cerebral fortísima que derivó en flashback de la Guerra de Vietman del que aún me estoy recuperando.

Horror.
Y tras el afeitado, el corte en sí, con su agua pulverizada que me chorreaba por las orejas, picando que no veas, y el mechón de pelo que cae siempre sobre la nariz, picando también que no veas. Y no sé vosotros, pero para mí la sábana que un peluquero me pone por encima es como una camisa de fuerza, por lo que tuve que sufrir sin poder rascarme mientras ponía cara de Clint Eastwood aguantándose un pedo hasta que la llegada del secador acabó con semejante calvario. Fue entonces cuando el peluquero me ofreció un café, y yo pensé: "Déjate de putos cafés y acaba de una vez, que quiero largarme de este sitio" (imaginad cómo estaría yo en aquel momento para rechazar un café gratis), decliné su invitación educadamente, pagué por el corte, recogí a mi cerebro que estaba llorando en la puerta y me largué del lugar, deseando que el siguiente corte pudiese dármelo en Valladolid, mientras mi peluquero de confianza me sugiere que me abra un plan de pensiones o que me compre un par de esclavos.

Desesperación
Podría ser peor. A lo anteriormente descrito, podría añadir el hecho de que, en el caso de las peluquerías de señora, el precio por hacer básicamente lo mismo es tres o cuatro veces superior, y yo tengo la suerte de no tener vulva propia. La última vez que mi novia fue a cortarse el pelo ("¿Vas a hablar de mí en tu blog? Pues aprovecha y di que aquí no saben hacer capas") y me dijo cuánto había tenido que pagar, se me cayeron los huevos al suelo. "Por lo menos me han invitado a un café", me dijo. "A dos copas tenían que haber invitado. O a tres" respondí yo.

En cuanto a las razones que puedan justificar mi miedo a pasar por la tijera... Eso ya os lo contaré en otro artículo, que sois unos ansiosos.

Esperanza Aguirre.

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lunes, 17 de octubre de 2016

Más allá del muro

Absolutamente todas las ciudades que visito me dejan tan entusiasmado como al grimoso aquél que salía en los dibujos de Vickie el vikingo. Están aquellas ciudades que desde puntos de vista tales como el arquitectónico, el ecológico o el gastronómico pueden considerarse "bonitas", o puede que simplemente la simpatía de la gente que habita en ellas haga que disfrute de mi estancia y siempre quiera volver. Por otra parte, he estado en ciudades caracterizadas por la suciedad de su aire, la inseguridad de sus rincones, el embrutecimiento de sus gentes o una arquitectura deprimente y oscura. El entusiasmo en estos casos me lo produce el pensar que no tengo que vivir en ninguna de ellas.

Pues bien, siempre he considerado que Belfast pertenece a este segundo grupo. Vale que mis visitas a la capital de Irlanda del Norte, por el momento, no han sido muchas, así que calculo que este artículo no va a ser muy largo. Porque sí, amigos. Hoy voy a hablaros de mis experiencias en dicha ciudad (eso sí, si lo que queréis es información cultural, geográfica o histórica, os vais a la Wikipedia, que yo no soy una agencia de viajes, guapos).

No voy a dar muchos detalles acerca de mis dos primeras estancias porque formaron parte de sendos tours de un día a la Calzada de los Gigantes, que pilla un poco más arriba y merece la pena ver (especialmente los días de mal tiempo, ya que es entonces cuando aumentan las posibilidades de que el oleaje se lleve a algún turista incauto).

Por cierto, un tercio de la financiación del centro de visitas de la Calzada de los Gigantes ha salido del Fondo Europeo de Desarrollo Regional, así que aprovecho este dato para desear un feliz Brexit a los hijos de la Gran Bretaña.

En ambos casos, el autocar de la agencia paró en el centro de la ciudad y tuve el tiempo justo para entrar al McDonalds y dejarme más pasta de la que yo creía porque mi cerebro no está acostumbrado a pagar en libras. Y eso es todo.

Mi tercera visita fue como mi vida amorosa durante mi adolescencia: me quedé a ocho kilómetros de entrar en mi objetivo (en este caso, Belfast. Durante mi vida amorosa, un considerable porcentaje de la población femenina de Valladolid). Y es que, volviendo de un viaje de fin de semana por la Península de Ards, aproveché para hacer parada técnica (vamos, para mear) en Holywood (con una ele), donde pude disfrutar de un café (de hecho, SIEMPRE que me tomo un café disfruto, salvo que el café sea francés) con un trozo de tarta, para después poner rumbo a Dublín sin detenerme ni mirar atrás hasta llegar al aeropuerto y devolver el coche de alquiler.

La cuarta visita tuvo lugar durante este verano ya que, aprovechando que mis padres habían venido a verme ("ay hijo mío cuánto tiempo qué lejos te has tenido que ir a vivir que hace mucho que no llamas hay que ver lo que llueve aquí parece mentira que sea verano qué raros son en este país que no te ponen pan en los restaurantes cómo que no comen pescado pero si esto es una isla" y tal), aprovechando que mi padre es tan friki de la Historia como yo y aprovechando que para el poco tiempo que llevan siendo un país, los irlandeses han tenido tiempo de sobra para armarla unas cuantas veces, pasamos por Derry y por Belfast, donde pudimos ver los murales alusivos a los conflictos que se traen por allá arriba.

Permitidme otro pequeño apunte para destacar que la restauración de dichos murales se ha podido llevar a cabo gracias a... Efectivamente, el Fondo Europeo de Desarrollo Regional de la Unión Europea. Feliz Brexit, muchachos (y van dos).

También entramos en un pub localizado en una de las zonas más chungas de la ciudad, en el que se estaba celebrando una boda cuyos invitados, tras haber agotado la mitad de las existencias de alcohol del condado, comenzaban a mostrar ganas de liarse a hostias con todo aquello que levantase un metro del suelo. Mis padres y mi novia dicen que exagero, pero yo sigo pensando que si aquel día llegamos a Dublín con todos los dientes, fue de puro milagro.

Debido a lo que acabo de contar en el anterior párrafo, no es de extrañar que mi quinto paso por la ciudad del río Lagan fuese rapidito y con las ventanillas subidas. Y sin paradas en pubs decadentes, que ya habíamos tentado a la suerte una vez.

Y así llegamos a la sexta y, por el momento, última visita (ya os dije que habían sido pocas), la cual tuvo lugar hace apenas una semana y se debió a la necesidad por mi parte de abastecerme de ropa impermeable para encarar el mal tiempo irlandés cuando vaya en mi flamante bici. ¿Que por qué Belfast? Pues porque es el único lugar en toda la isla que cuenta con un Decathlon, el cual se encuentra, por cierto, junto al aeropuerto de la ciudad. Así que con esta única indicación en mente me dirigí por la autopista que sale de Dublín, parando eso sí a tomar un desayuno irlandés en un cottage de Naul. Para los que no lo sepan, un cottage es una construcción muy pintoresca en la que yo no viviría ni de coña, porque no veo diferencia entre un cottage y un pajar. De todas formas, mejor no digo nada, porque con el precio que están alcanzando los alquileres en Dublín, no me extrañaría acabar viviendo en un zulo como el de Don Pimpón de aquí a un par de años.

En fin, una vez desayunado, me volví a poner en camino. Conforme me iba acercando a Belfast, comencé a seguir las indicaciones de la carretera que me llevaban al aeropuerto, pero no podía evitar mosquearme, ya que había mirado el mapa antes de salir de casa y sabía que tendría que cruzar la ciudad para alcanzar mi destino, pero el aeropuerto se acercaba y las feas casas belfastianas (si es que se dice así) no aparecían por ninguna parte. De hecho, el paisaje era tan verde y bucólico que estaba empezando a disfrutar del viaje.

Total, que llego al aeropuerto y allí no hay ningún Decathlon. Por ello, decido dar media vuelta y poner rumbo a una gasolinera que he visto hace más o menos quince minutos y que tiene un cartel enorme con la palabra "CAFÉ", lo cual conquista mi corazón para siempre. Una vez allí, mi novia y yo comentamos a la camarera que no hemos logrado encontrar la tienda de deportes gabacha; y ella nos dice, tratando de no reírse, que Belfast tiene dos aeropuertos. Y que hemos ido al que no es. Y a mí se me queda esta cara:

fuente: Studio Nova
"Belfast tiene dos aeropuertos"

Después de unos minutos reflexionando acerca de lo gilipollas que he sido por no haberme preparado un poquito más la ruta (para los que estéis pensando que podría haber buscado en internet cómo encontrarme, mi compañía de móvil no me da cobertura en Irlanda del Norte), me termino el café y el cuenco de porridge y ponemos rumbo, ahora sí, al aeropuerto adecuado, junto al que podemos ver el Decathlon, que está esperando a que nos gastemos un montón de libras considerablemente devaluadas con respecto al euro.
Hola otra vez. Sólo quería decir que el gráfico del valor de la libra se parece a lo que hace el Dragon Kahn del Port Aventura justo antes del primer looping, y todo gracias al Brexit. Así que nada, enhorabuena a los premiados una vez más. Perdón por interrumpiros por tercera vez, pero es que me lo ponen a huevo.
Y ya que estamos, entramos en una tienda que hay al lado y nos llevamos tres jardineras que van a quedar monísimas en el patio, ya veréis.

¿Eso es todo? No, porque mientras volvemos a casa y yo pienso en que de aquí se puede sacar una entrada para el blog, le pido a mi novia que tire una foto desde el coche que pueda acompañar a estas líneas, y mientras busco fugazmente algún punto especialmente feo que retratar, me pierdo otra vez, eligiendo la desviación que no es y malgastando media hora entre ida y vuelta porque aquí los cambios de sentido son más bien escasos. Pero aquí tenéis la puta foto, eso sí:

Lo más bonito de la escena es el quitamiedos, os lo aseguro

¿Conclusión? A ver cómo os digo esto... Los que hayáis ido alguna vez al Ikea habréis visto, junto a la línea de cajas, un rincón destinado a productos con defectos o a los que les faltan piezas. Pues Belfast es al Reino Unido lo que ese rincón es al Ikea. Salvo que en dicho rincón no han tenido que levantar muros para evitar que los muebles se maten entre ellos.

También podría deciros que Belfast es la Paquirrín de los hermanos Rivera, pero no lo voy a hacer. Más que nada, porque esa comparación la ha hecho mi novia (quien, por otra parte, no tiene ningún tipo de interés por el mundo del corazón, pero que ha hecho el esfuerzo de informarse acerca del tema para dejar claro que esta ciudad le gusta tanto como a mí), y considero que es ella quien se merece el crédito por semejante comparación tan acertada.

Claro que a estas alturas podríais decirme "No es justo. No conoces Belfast lo suficiente como para hablar tan mal de ella y no deberías criticar algo sin saber".

¿Que no? Pues acabo de hacerlo.

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lunes, 10 de octubre de 2016

Carta abierta a un ciudadano de Dublín en particular

Estimado habitante de la capital irlandesa:

No tengo el placer de conocerte en persona, y hasta es posible que no entiendas el castellano y esta carta sea una pérdida de tiempo. Cierto es que podría escribir la misma en inglés, pero me da una pereza horrible. Así que, con tu permiso, voy a dejar el English para otra ocasión.

El motivo por el que te dedico estas líneas es, principalmente, el darte una buena noticia: ya tengo bici.

Reconozco que no ha sido nada fácil. Desde que empecé a tramitarlo con mi empresa (porque una de las cosas buenas que tiene Irlanda es el programa bike2work) hasta que he podido por fin calentar el sillín de mi burra han pasado varias semanas en las que no he sabido nada del proceso. Y a mí, que para algunas cosas soy un cagaprisas (por cierto, estoy intentando extender el término hurryshitter entre los angloparlantes con poco éxito por el momento), no me ha venido nada bien tener que esperar tanto tiempo.

Pero no pasa nada, porque mi bici ya está aquí. Es una flamante híbrida cuya estética combina perfectamente con el otoño permanente de Irlanda, y lo mejor de todo es que me ha salido baratísima si tenemos en cuenta que es casi imposible encontrar un modelo decente en toda la isla por menos de ochocientos euros.

Así que ya puedo disfrutar de esa sensación de libertad que da pedalear por el asfalto de camino al trabajo cada mañana. Bueno, la verdad es que no, que el recorrido es cuesta arriba y me cuesta un cojón llegar a la oficina. Pero la vuelta a casa... ¡Ay, la vuelta a casa! Es una maravilla dejarse llevar por las pendientes sin tener que hacer el más mínimo esfuerzo. De hecho, hay algunos tramos en los que me veo obligado a apretar los frenos mientras pienso "No hagas locuras, que tienes una familia".

Mi familia. Tengo que ponerme esta pegatina en la bici

Y quien dice ir al trabajo dice acercarse a Phoenix Park, a Dun Laoghaire, a Bray, a Howth... A cientos de lugares en esta maravillosa ciudad en los que poder comerme un desayuno irlandés, que es el motivo por el que salgo de casa una de cada cinco veces. Sí, podría haber enlazado cada sitio a su entrada en Wikipedia pero, por segunda vez en lo que va de carta, me da una pereza horrible.

¿Que qué voy a hacer los días que llueva (es decir, casi todos los días)? Esa pregunta tiene fácil respuesta porque he pensado en todo: me he hecho con un pantalón y una cazadora del Decathlon de Belfast (el viaje que hice a la capital de Irlanda del Norte merece ser relatado, por otra parte) que prometen ser impermeables. La verdad es que el tiempo ha sido benévolo conmigo en los últimos días, pero tarde o temprano (más bien temprano. La gente que lee mi blog sabe que las desgracias me rondan habitualmente) me tocará disfrazarme de condón gigante y podré confirmar la supuesta impermeabilidad del material. Hasta entonces, cazadora y pantalón aguardan pacientemente en las alforjas situadas sobre la rueda trasera, junto con el almuerzo que llevo al trabajo y la ropa del gimnasio. ¿Ves? Todo pensado.

Vota PACMA

Además, la bici tiene incorporados guardabarros (de plasticorro, sí, pero guardabarros) que van a venirme de perlas cuando tenga que pedalear in the rain y los charcos del eficientemente pavimentado suelo irlandés intenten atacarme con sus mortales zurraspas.

STOP zurraspas

Sí, también he tenido en cuenta el hecho de que aquí se hace de noche a las cuatro de la tarde la mayor parte del año. La bici incluye luz trasera y luz delantera, y poco a poco iré añadiendo más artilugios luminescentes y/o fosforitos. Quizá este raro fetiche por la iluminación artificial tenga que ver con el hecho de que pasé todas las noches de mi infancia durmiendo con un gusiluz en mi mesilla, o que el contemplar un grupo de luciérnagas en un cámping de los Picos de Europa a los seis años me provocase un ligero síndrome de Stendhal, pero la idea que tengo en mente es que la bici acabe pareciendo un puticlub ambulante. Todo se andará.

A estas alturas de la carta, me imagino que ya estarás tan ilusionado como yo, o incluso más, ante el hecho de que me haya hecho con la bicicleta. Y no es de extrañar, pues tú y yo sabemos que vas a intentar robármela.

Ignoro si fuiste tú quien me levantó mi anterior bici hace un par de años pues, teniendo en cuenta que en Dublín roban una media de catorce bicis al día, que tu fueses el único responsable de los robos te convertiría en una especie de Papá Noel del mal, y habría que darte un premio por el esfuerzo en vez de castigarte. Lo que sí tengo claro es que eres tú quien va a intentar apropiarse de la que tengo ahora. La vez anterior fue sencillo, ya que la dejé aparcada en un lugar mal vigilado y estaba atada con un candado de mierda que me costó dos o tres euros en el Tiger.

Pero ahora es diferente. Para empezar, mi bici tiene un color "cagalera de señor mayor enfermo" que la hace poco atractiva y, por consiguiente, menos susceptible de ser robada; duerme en un cuarto vigilado por cámaras de seguridad al que no es nada fácil acceder (de hecho, a mí me ha costado dos semanas de peleas con la management company de mi comunidad de vecinos el conseguir que me activasen correctamente la tarjeta de acceso); el tiempo que estoy en la oficina la dejo en una jaula (vigilada también por cámaras) cerrada con varios candados cuyas combinaciones tengo dificultad para recordar. Por otra parte, cuando dejo la bici en la calle es porque yo me encuentro en algún sitio cercano desde donde puedo verla poniendo la misma cara que Clint Eastwood cuando toma café sin azúcar y, por si fuera poco, he sustituido la mierda de cadenita del Tiger por un candado gordo que no puede joderse así como así.

Candado gordo

Me imagino que a ti todo esto no te supondrá ningún problema a la hora de afanarme el vehículo, pues debes estar ya curtido en este arte. Vamos, que eres el Houdini del mangoneo. Sólo voy a pedirte una cosa: cuando vayas a robarme la bici, procura que yo no te vea, porque si llego a pillarte, pienso cortarte los huevos y ponerlos en el manillar para disuadir a quien pretenda seguir tus pasos. Entre la luz delantera y el timbre, para más señas.

Colocar huevos aquí

Eso es todo, creo. Sólo me queda desearte suerte en la difícil tarea que tienes por delante, aunque confío en que, siendo tan buen profesional como eres, esta vez tampoco vas a defraudarme.

Recibe un afectuoso saludo, hijo de la gran puta.

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lunes, 3 de octubre de 2016

Se oye tó

Se cumplen cuatro años de mi emigración a Irlanda, y una de las cosas que he hecho un número considerable de veces durante este tiempo ha sido volver de visita a la ciudad que me vio nacer, crecer y largarme.

La verdad es que resulta agradable poder pasar unos días en Valladolid cada cierto tiempo y disfrutar de todo aquello que, en mi día a día allende el Cantábrico, no es más que un nostálgico recuerdo. Y es que, por muy bien que se viva en la Isla Esmeralda, allí no hay una niebla como la que fabrica el Pisuerga y se abraza a mi ropa de abrigo durante los nueve meses de invierno (lo sé, soy un bohemio), el Sol que apenas brilla tan al norte no tiene la fuerza con la que pega en Castilla durante los tres meses de infierno (lo sé, soy un masoca), y las napolitanas de chocolate que venden en Dublín son una mierda seca de tamaño irrisorio que no tiene nada que hacer frente a las delicias gastronómicas de cualquier pastelería vallisoletana (lo sé, soy un zampabollos). Pain au chocolat, llaman allí a las napolitanas. No tienen huevos ni de ponerle un nombre en inglés, de la vergüenza que les da vender semejante bazofia, para que os hagáis una idea.

Cuánta belleza en una sola foto

Y es que Maquiavelo tenía razón (por una vez) cuando afirmaba en El Príncipe que, para poder apreciar un valle en su totalidad es necesario subir a lo más alto de una montaña y viceversa (en la versión original dice Per apreciare la casa della Heidi è neccesario arriva arriva va bailar tu puta madre non ti preocupare non ti preocupare na Pierluigi Collina e anche. Buscadlo, que no me lo estoy inventando), pues ha sido necesario que yo me haya alejado dos mil kilómetros para encontrar el encanto que tienen actividades tales como pasear por el casco histórico de Valladolid, perderme durante horas en los pasillos de sus librerías, desayunar un cruasán a la plancha (lo de zampabollos ya me lo he llamado en el párrafo de arriba, tranquilos) mientras veo en la tele del bar cómo TVE nos intenta vender que Mariano Rajoy es LA POLLA, o pasar una tarde al calor de un café con leche y algunos amigos. Bueno, amigos no, que de eso no tengo. Aunque casi mejor, que así me tomo el café sin que nadie me dé el coñazo. Y todo esto, mientras el My city, my town de los Scorpions suena en mi cabeza. Qué bonito, joder.

Si es que la calidad de la cámara de mi móvil no le hace justicia a Valladolid

Estaréis pensando "Uf, esto es horrible. ¿Por qué tiene que hablar de cosas que le gustan y le hacen feliz? Nosotros queremos que sufra y lo pase mal, que es lo divertido del blog". Pues no os preocupéis, que no todo es de color de rosa para este expatriado que vuelve a casa vueeelve por Navidad (en realidad nunca vuelvo por Navidad para evitar, entre otras cosas, el atraco a mano armada que perpetra Ryanair contra sus pasajeros durante esas fechas). De hecho, y partiendo del axioma de que nada es perfecto, al igual que las rosas tienen espinas, el chocolate tiene muchas calorías y el planeta Tierra tiene a Salvador Sostres, hay algo que me toca sufrir inevitablemente cada vez que vengo a Valladolid: mis antiguos vecinos.

Pensaba que en esta ocasión me iba a librar, pero las paredes del piso de protección oficial de mis padres son como altavoces, así que durante mi última visita he sido víctima, one more time, de la mierda de construcciones que se levantan hoy en día desde el punto de vista del aislamiento acústico. Esta vez en concreto ha sido mientras hacía un sudoku en la cocina, cuya pared colinda con el cuarto de baño del piso adyacente (estoy usando palabras que no habíais oído en vuestra vida, ¿verdad?), en el que el hijo de mis vecinos estaba dándose una ducha más larga de lo ecológicamente recomendable.

Y mientras se duchaba, cantaba. Empezó con Coldplay, pero cuando cerró el grifo y procedió (me imagino) al secado, empezó a cantar, wait for it, NESSUN DORMA. Como lo leéis. El cabrón se la sabía entera, y pronunciaba con un arte que me dieron ganas de llamarle al timbre para aplaudirle y lanzarle flores cuando abriese la puerta. Me sorprendió, más que nada, por la fase en la que está: tras conocerle siendo un niño (de hecho, lo primero que hicieron sus padres fue echar abajo medio piso para convertirlo en un pseudoloft de protección oficial, ganándose mi odio por haberme jodido la siesta con las obras durante tres semanas) al que mi madre decía en el ascensor cuando coincidían "Hola. ¡Vaya! ¡Qué niño más tímido!" y digievolucionar a prepúber al que mi madre decía en el ascensor cuando coincidían "Hola. ¡Vaya mozo te estás haciendo!" (lo de las madres usando la palabra "mozo" es una tradición que deberíamos conservar, y no la mierda de las corridas de toros), ahora está en la etapa en la que mi madre no le dice nada en el ascensor cuando coinciden porque coincidir con un adolescente en un ascensor es tan agradable como encontrarte un condón usado (y no por ti) dentro del portal.

He juntado un condón usado y a mi madre en el mismo párrafo. Si hay algún psicólogo leyendo esto, estará frotándose las manos en estos momentos.

En fin, que descubrir a un alumno de instituto interpretando a Puccini me sorprendió bastante, pero eso no evitó que se me quitasen las ganas de seguir haciendo el puto sudoku, así que me fui a la otra punta de la casa (que tampoco está tan lejos. No os penséis que mis padres viven en una mansión) para no tener que oírle mientras recordaba a todos aquellos vecinos que, de una forma u otra, se metieron en mi vida sin pedir permiso.

El que me pilla más cerca es un vividor. Lo de vividor lo digo porque el tío vive solo, físicamente es una fusión de los tres miembros de Café Quijano en su etapa fucker y tiene una Harley Davidson en el párking. Además, debe de tener otra casa, porque no siempre está en el piso (la forma de saber si está o no es por el olor. Fuma como un carretero y no sólo los ruidos pasan de piso a piso en este Rue 13 del Percebe en el que se han hipotecado mis padres). Y una vez montó un fiestón con drag queens a quienes dio mal la dirección (intuyo que a propósito, el muy cachondo), ya que no paraban de llamar a nuestro telefonillo y, posteriormente a nuestro timbre. ¿Alguna vez le habéis abierto la puerta de vuestra casa a quince o veinte drags a lo largo de una tarde? Salvo que vuestra vida sea interesantísima o seáis el portero de la Moncloa, vuestra respuesta será "no". Por cierto, en aquel momento me dio apuro, pero os juro que, como vuelva a pasar algo así, me uno a la fiesta.

Hablando de fiesta, ¿qué es lo que sale de unir a una madre histérica y tres hijas en la edad del pavo que compiten con la madre por ver quién discute a más decibelios? Fácil: un padre que se está quedando calvo a mayor velocidad que la que dicta su material genético (toma fiesta). A esta familia la tengo debajo, y no ha habido día que no se les haya oído tener bronca al menos una vez. De hecho, dicha bronca diaria suele coincidir con el momento en el que estoy sentado en el váter, y es muy desaconsejable desde un punto de vista médico el tener que soportar un capítulo de Al salir de clase mientras llevo a cabo una tarea que requiere tal nivel de concentración.

Más silenciosa era la familia con hijo único que teníamos encima. Y digo "era" y "teníamos" porque se mudaron justo cuando el niño empezaba a tocar la flauta en el colegio (Dios es misericordioso a veces). Cierto es que, de vez en cuando, al crío le daba por ponerse a pegar saltos y gritos en su habitación (que estaba justo encima de la mía), pero bastaba con que yo reprodujese a todo volumen un video porno al azar en mi ordenador conectado a mi potente equipo de sonido para que, a los primeros gemidos, la madre entrase en el cuarto del niño y le pidiese que se estuviese tranquilo. Y sin necesidad de subir a pedir las cosas. Gracias, Pavlov.

El padre del crío (poseedor de dos cochazos, por cierto) me hacía paradójica gracia porque no he visto a nadie tan estirado y serio en mi vida. Parecía que se hubiese tragado el palo de una escoba, el colega. Y a padre y madre les oía con claridad cada vez que le daban al tema (bueno, se les oía a ella y al colchón. A él, no), en un evento que tenía lugar cada seis meses (y duraba unos dos minutos). Voy a dejar que vosotros saquéis las conclusiones que queráis al respecto porque considero que no es correcto relacionar el comportamiento de las personas con su falta o exceso de vida sexual.

Por cierto, que debe haber unas instrucciones en ese piso explicando que el balcón se barre siempre hacia afuera, dejando que toda la mierda se cuele por el hueco del borde y así pueda caernos a nosotros. Los follapoco seguían dichas instrucciones a rajatabla, y los nuevos vecinos (a quienes no conozco) hacen lo mismo. Reconozco que a veces he deseado que la actividad barredora de mis vecinos me pillase comiéndome una napolitana asomado al balcón, para así poder subir con la misma llena de polvo y pelusas y arrojársela a la cara a quien me abriese la puerta, fuese madre, padre o niño. Pero nunca todavía no se ha dado el caso.

Y esto es lo más destacable en el edificio (que me pille cerca, quiero decir). También puedo deciros que en el bloque de enfrente hay al menos tres vecinos en pisos diferentes que gustan de pasearse en bolas por sus casas. El hecho de que sus estores y persianas no estén bajados del todo cuando esto ocurre, unido a la puntualidad británica con la que dichos vecinos nudistas se muestran a diario, hace que pueda responder a la pregunta "¿Qué se ve desde tu habitación?" con "El Big Ben, varias veces". Lo sé, soy un cachondo.

Para terminar con la visita, y como bonus, he de mencionar (porque mi hermano me lo ha recordado), a una niña que a todas horas llora que llora por los rincones. Desde hace ocho años. A veces pienso que en realidad es una psicofonía, o el teléfono de algún vecino con mucha guasa. Se trate de un bebé que no crece, o de una broma que está durando ya demasiado, la molestia que produce es la guinda de este pastel vecinal que me ayuda a echar menos de menos mi ciudad cuando no estoy en mi ciudad.

Those mighty wheels keep rollin' on...

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