Uff... La de tiempo que no pasaba yo por aquí, ¿no? Que tiene sentido, pues llevo meses siguiendo una feliz rutina en la que alterno trabajo, ocio y deporte y las actividades del día a día no me dan para entrada. Por ello, voy a recurrir a mis recuerdos traumáticos y os voy a dejar caer una, que ya iba tocando.
Para entrar en harina, abro debate con una pregunta: ¿sois buenos invitados/convidados/huéspedes? Es decir, ¿qué tal os portáis en casa ajena? Yo he de reconocer que de puta madre: no mancho nada, no rompo nada y no hago un ruido que permita a los vecinos percatarse de mi presencia. Para que os hagáis una idea, la semana que pasé hace un par de años en el piso de Frau Pfefferoni cuando mi novia y yo estábamos tanteando Austria, limpiaba la bañera con tanto esmero tras cada ducha matutina, que el par de veces que la Pfefferoni se pasó por sus dominios y contempló el impoluto baño, llegó a sospechar que yo era un cerdo que no se lavaba, pues allí no había ningún indicio de abluciones.
Esta manía por el decoro a domicilio me viene bien para quedar bien, pero ha habido ocasiones en las que las circunstancias me la han jugado y aquí es donde os empiezo a contar la traumanécdota™ de turno, presentando antes el siguiente postre:
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Delicioso manjar, oye |
El lácteo de la foto viajó hace unas semanas del Lidl a la mesa de mi cocina y de ahí a mi estómago tras el ataque de nostalgia que me provocó descubrirlo mientras hacía la compra. Para los que no tengáis aún claro el mecanismo del producto, se trata de un yogur cuyo envase, dividido en dos compartimentos, posee en el mayor de ellos la leche fermentada (con sabor a vainilla, creo recordar), y en el otro, que ocupa una esquinica, un montón de cerealitos bañados en chocolate. Las instrucciones de uso son muy sencillas: tras retirar (y lamer, por supuesto) la tapa, cada compartimento se sujeta con una mano, y a continuación se "dobla" el yogur por la troquelada división entre ambos, levantando el de los cerealitos hasta el punto en el que éstos se vuelcan en el yogur. Una vez unidos yogur y copitos en sagrado matrimonio, se remueve todo con la cucharilla y a jalar. Fácil, ¿no? Pues igual no tanto. Ya veréis.
La primera vez que probé el susodicho postre fue hace décadas. A nivel de lácteos, el supermercado que proporcionaba viandas a mi familia sólo disponía de yogures de las marcas Danone y Chambourcy, petitsuises que yo me jalaba de seis en seis, y copas de chocolate Dalky. Por ello, cuando tan extravagante elemento apareció un día en la sección sin avisar me hizo OBLIGAR a mi pobre madre a que se hiciese con él (lo mismo me pasó con otros productos como la Fanta de piña o los cereales de estrellitas Nestlé, que a mí todo lo que huela a novedad siempre me ha seducido irremediablemente), pues lo de los cerealitos cubiertos de chocolate prometía. Y así fue. La merienda de aquel día fue una gozada.
Y ahora viene la parte en la que la historia se vuelve triste. Al menos para mí, insensibles. No volví a divisar el postre en ninguna sección de refrigerados de ningún supermercado, y tuve que esperar años y viajar a otro país para que se produjese nuestro reencuentro. Podría decirse que mi tercer intercambio con el país galo, comparado con el segundo, supuso un upgrade DE LA HOSTIA en lo que a familia de alojamiento se trataba. Charlotte, mi correspondiente, era la menor de dos hijas de un matrimonio con bastante pasta. La madre era representante, y en cuanto puse un pie en el chaletazo en el que vivían me hizo entrega de un montón de bolis, pins, chapas y demás parafernalia de distintas empresas, amén de un reloj de pulsera precioso que no supe conservar como es debido y creo que acabó en la basura durante la limpieza de la que os hablé en su día y que dio para una serie en este blog que aún no he acabado. De la profesión del padre no me acuerdo, pero sí que recuerdo que una tarde nos metió en el coche a Charlotte y a mí, nos llevó a Bruselas, y tras enseñarnos el Atomium por dentro (vaya mierda de sitio, por otra parte), nos invitó a merendar la crêpe de chocolate más deliciosa que he probado hasta la fecha en una cafetería de lo más pijo. Y no sólo eso. Otra de las actividades que llevé a cabo aquella famille fue una visita de un día a la entrada del Eurotunnel, pasando por el Nausicaa (lugar que ya me había fascinado cuando lo visité dos años atrás con el instituto, por lo que celebré esta nueva ocasión) y por un área de servicio en el que la mère compró tres barquitos de madera que me regaló por mi puta cara mientras me decía "Y, ¿no quieres nada más?" "Non, non, que me estáis agasajando mucho". "¿Seguro que non?" "Seguro, seguro. Merci beaucoup, pero ya vale".
De hecho, cuando aquellos cinco días mágicos acabaron y los españoles volvimos a reunirnos para pasar otros tantos en París, la profe de francés me dio un amistoso golpe en la espalda y me soltó "José, me ha dicho un pajarito que te han tratado como a un rajá", y yo sólo pude responder con media sonrisa a lo Harrison Ford y un leve encogimiento de hombros. EXACTAMENTE el mismo gesto que reproduciría años antes de todo esto. Pero no adelantemos acontecimientos...
En fin, lo del yogur, que me he vuelto a ir por las ramas.
Fue durante una de las cenas en el chaletazo cuando, llegado el momento de los postres, la mère plantó sobre la mesa varios productos entre los que destacaba (lo habéis adivinado) el yogur de los cerealitos. Recordé mi primera vez con ilusión y me lancé a por él dispuesto a aprovechar y rebañar hasta la última gota del mismo como si yo fuese Ana Rosa Quintana y el yogur fuese un niño muerto. Tras arrebatar (y lamer, bien sûr) la tapa, me dispuse a volcar cerealitos en yogur con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, un fallo de troquelado en el envase acabó en tragedia. A ver, en tragedia PARA MÍ, que tampoco fue para tanto. Resulta que el "clac" se produjo antes de lo previsto, provocando que el contenido chocolateado, en lugar de aterrizar felizmente sobre el yogur, saltase por los aires, fumigando medio salón de cerealitos.
Por aquel entonces yo ya tenía esta obsesión por caer bien fuera de casa de la que os he hablado al principio, así que me arrojé literalmente al suelo como si fuese un diputado del Congreso la noche del 23F y procedí a recoger cerealitos a toda velocidad mientras que por una parte pensaba "qué vergüenza, qué vergüenza", y por otra me cagaba en todo, pues acababa de echar a perder un manjar que no había podido trincarme en años. Y es que, EVIDENTEMENTE, no pensaba comerme NADA que hubiese tocado el suelo de una casa francesa. Ni regla de los cinco segundos ni hostias.
Y ya está. Ésa es la anécdota.
Mientras pensaba en como escribir todo esto, no podía evitar pensar que la entrada quedaría coja, con un final un poco soso y tal. Y así ha sido, ¿verdad? Pues no os preocupéis, que mi novia me dio la solución a este problema el otro día mientras bocetaba en voz alta lo que pensaba contar y la usaba, una vez más, como patito de goma. Le comenté que hablaría acerca de mi comportamiento en casas que no son la mía, y le bastó con decirme que contase también "lo del estornudo" para ayudarme a cerrar todo esto de forma redonda. Bravo por ella.
"Lo del estornudo" fue un acontecimiento que protagonicé cuando era un mocoso de cuatro o cinco años que aún no había descubierto las bondades del yogur con cerealitos y a quien le importaba una soberana mierda caer bien o mal en la casa de otro. De hecho, le he relatado la historia a mi novia en más de una ocasión y, cada vez que lo he hecho, ella ha encontrado una forma diferente de llamarme "cerdo". Os cuento.
Resulta que una tarde de verano a primerísimos de los noventa me encontraba en casa de mi amigo de infancia y vecino, otro mocoso de mi edad, haciendo vete a saber qué. Quizá estábamos viendo los dibujos de Oliver y Benji, o jugando a la Super Nintendo de su hermano mayor. O quizá simplemente habíamos entrado al hogar a beber agua y en realidad pasamos la tarde en las calles libres de coches del barrio de mi niñez. El qué era lo de menos. Lo importante era el dónde. Y el dónde era el largo pasillo de la casa de mi amigo de infancia y vecino.
Allí fue donde, fíjate tú, me entraron unas ganar TERRIBLES de estornudar. Y a mí, tengo que reconocer, lo de estornudar siempre me ha dado gustito. No sufro alergias ni ataques estornudatorios que me dejen las vías nasales como si fuesen un Primark un sábado a la hora del cierre, por lo que disfruto del cosquilleo que me produce la explosiva salida de aire de los pulmones. Esto ha provocado que disponga de un ligeramente variado repertorio estornudil, según la circunstancia: por ejemplo, está el tímido "achís" que viene con control de salida y se pierde levemente en la sangría del codo, el divertido "lengua fuera", cuya técnica me enseñó un compañero de clase que siempre sacaba malas notas y que yo a su vez transmití a otra compañera en el instituto (la cual me llamó de todo al día siguiente de adquirir tal conocimiento, pues puso en práctica el método ese mismo día durante la comida y la colosal pedorreta que soltó al estornudar con la lengua fuera provocó que llenase de babas su plato y los de todos los familiares que se hallaban sentados a la mesa con ella), y el mejor de todos, al que llamo "estornudo de padre". Ése que se lleva a cabo con la boca abierta, a pleno pulmón y soltando un sonoro ¡¡¡AJÁAAAA!!! que nace en lo más hondo de la garganta y se pierde en la inmensidad del cosmos tras dejar medio sordos a quienes se encuentren en un radio próximo.
Pues fue este último tipo el que elegí para deleitar al papá de mi amigo que, casualidades de la vida, pasaba también por el pasillo y fue testigo excepcional de los acontecimientos: mi parada en seco, la mueca de mi rostro fruto del picor en la nariz, el llenado de mis infantiles pulmones y el sonoro bramido que solté al estornudar. Un bramido que, al estar llenísimo de la letra jota, me rebañó la faringe de lo lindo, provocando que mi estornudo llegase a este mundo con una flema ENORME y reluciente de regalo. Semejante monstruo viscoso se estrelló en el suelo entre el padre y yo, a escasos centímetros del rodapié. Si hubiese llegado a girar la cabeza unos pocos grados hacia la derecha durante mi estornudo, la pared de pasillo habría acabado decorada con un Jackson Pollock verde aquella tarde, os lo juro.
El hombre, incapaz de creer que semejante atentado a la urbanidad acababa de cometerse en su propia casa, pasó unos segundos mirando con incredulidad ora al jardo, ora a mí, y finalmente soltó un "¡Pero bueno! ¿Y esto?". Y yo, sin ser muy consciente de que acababa de cometer una marranada de semejante calibre, me limité a encogerme de hombros (sí, con media sonrisa a lo Harrison Ford incluida), como queriendo decir "pues os acabo de decorar el suelo del pasillo. Y gratis". No dije nada. Ni perdón, ni leches. De hecho, tuve los huevazos de quedarme clavado en el sitio con la intención de supervisar al pobre señor mientras se adentraba en el cuarto de baño para acto seguido salir del mismo, papel higiénico en ristre, y agacharse a retirar aquel cadáver de flubber del suelo del pasillo.
Visto lo visto, he cambiado a mejor, ¿no?
