A ver, os comento.
Resulta que en mi empresa hay una especie de comité o asociación que de forma muy noble se dedica a ayudar y orientar a todos los que hemos llegado aquí desde otro país y necesitamos enfrentarnos a la burocracia local (algún día hablaré de ello largo y tendido, porque telita). Además, la buena gente de dicho grupo realiza actividades cada cierto tiempo para que no decaiga el espíritu colaborativo y el buen rollo dentro de la oficina, y entre sus últimos puntazos se encuentra el haber lanzado una intranet que posee información útil acerca del país y la ciudad, amén de una sección en la que caben aquellas anécdotas protagonizadas por nosotros. De ésas que, debido al choque cultural, dan vergüencita ajena y terminan en risa colectiva.
Y alguien ha metido ahí mi blog.
Que tiene sentido, pues es cierto que ya son cuatro (y lo que te rondaré, morena) las historias que he publicado en las que relato lo que pasa cuando uno se muda a un país sin conocer la lengua local y yo mismo he llegado a narrarlas entre mis compañeros de confianza confesándoles que aquí las podrían encontrar con la gracia que no tengo cuando hablo. Peeero... no sólo de cagarla con el alemán vive mi blog. Por ello, y con la mente puesta en el hecho de que ahora la gente de la que depende que reciba una nómina cada mes puede leerme, he revisado entradas antiguas en busca de contenido no apropiado para un entorno laboral, y me he llevado las manos a la cabeza MUCHAS veces ante el aluvión de barbaridades alojadas en este blog que podrían perfectamente costarme un billete de ida al departamento de Recursos Humanos.
Lo suyo sería resolver este problemón, ¿no? (y ahora es cuando mi novia estará pensando: "tronco, que no es para tanto") Por ello, tengo en mis manos tres opciones:
1 - Solicitar que el enlace a mi blog sea retirado de la intranet del curro para poder seguir siendo un miserable en las sombras.
2 - Modificar el contenido de aquellas entradas más irreverentes, eliminando chistes inapropiados y siendo políticamente correcto.
3 - Intentar alcanzar por enésima vez en en mi vida el más difícil todavía y aprovechar esta coyuntura para echar más leña al fuego y ver el mundo arder con un regocijo a la altura de mi miserabilidad.
Pues bien, os voy a dar una serie de pistas para que adivinéis cuál ha sido mi decisión final: el enlace a mi blog sigue en la intranet, no he modificado ni una coma de mis anteriores entradas y en el post de hoy voy a hablaros de... la ETA.
Eso sí, antes de comenzar y para decepcionar a aquellos que hayan empezado a marcar el número de teléfono de la Fiscalía, quiero aclarar que aquí no va a haber apología de ningún tipo ni se va a ensalzar a nada ni a nadie. Lo que ocurre es que el otro día dejé caer que me faltaba el visto bueno de mi padre para contar una anécdota protagonizada por él, y mi padre ha dicho que a qué estoy esperando. Por ello toca colocar algo de paja que aclare conceptos (porque algunos de vosotros, por juventud o por no haber crecido en mi país ignoráis de qué van las siglas del párrafo anterior) y me ayude a mantenerme a flote, pues intuyo que me voy a enfangar de lo lindo.
Resumiendo mucho y mal, la ETA fue una banda terrorista que, desde finales de los cincuenta hasta hace pocos años, se dedicó a abrir telediarios en España (aunque otros países como Francia también tuvieron lo suyo) con una frecuencia tristemente alta a base de coches bomba, secuestros y tiros en la nuca. Con la excusa de buscar la autodeterminación del País Vasco, la actividad de la organización dejó a sus espaldas un despreciable recuento consistente en ochenta y seis secuestros, más de tres mil heridos y el asesinato de 853 personas y de Carrero Blanco.
Quienes acabaron sufriendo más que nadie fueron los propios vascos. La mayor parte de los actos de ETA tuvieron lugar en las provincias vascongadas, y sé de boca de amigos y conocidos de la región que el miedo campaba por allí a sus anchas. Quienes éramos testigos de todo esto desde Valladolid, a doscientos kilómetros de Euskadi, podíamos considerarnos afortunados. Dejando a un lado los carteles con fotos de etarras en busca y captura que decoraban la comisaría en la que tocaba renovarse el DNI, o que en dos mil cuatro estalló un artefacto en una cafetería de la Plaza Mayor vallisoletana de la que nadie había oído hablar hasta ese día, la ETA no era para nosotros más que una mención en las noticias cada cierto tiempo. Los vallisoletanos teníamos problemas más importantes que la banda terrorista de los que ocuparnos, como sufrir ante el enésimo amago de descenso a segunda división del equipo de júrgol local o que nuestro anterior alcalde volviese a declarar alguna imbecilidad de las suyas. Afortunados, insisto.
Puede que no hubiese miedo como tal en Valladolid, pero lo que sí que había era mucha ignorancia. Muchísima. Algo en plan aquel hilarante capítulo de MacGyver pero sin tener ni puta gracia. El más que justificado odio hacia el terrorismo creció y se deformó hasta convertirse en odio hacia todo lo vasco, y no eran pocos los paisanos convencidos de que todo aquel nacido en Euskal Herria era en realidad un terrorista que se dedicaba a calzarse un pasamontañas para cargarse españoles de bien en sus ratos libres; y que no había una sola tapia en Euskadi que no contase con agujeros de bala o restos de titadine.
Y no exagero. Recuerdo que en el noventa y ocho, durante mi primer intercambio con Francia, y mientras el autocar enfilaba la autopista por tierras vascas en dirección a los Pirineos, un compañero no dejó de cagarse en todo lo cagable ante la idea de tener que cruzar por allí, como si nuestro bus fuese a ser asaltado por etarras cual diligencia en el lejano oeste o a pisar una mina colocada por un comando en medio de la AP-1. Dos años después, durante otro intercambio, se repitió la historia, siendo en esta ocasión una compañera (que de hecho fue la que sale en esta otra entrada) la protagonista del absurdo berrinche. Sin embargo, ella fue más moderada, cambiando los exabruptos por un leve ataque de nervios que la acompañó hasta que cruzamos la frontera francesa y dejamos atrás sólo ella sabía qué.
Y lo peor es que a nadie parecía interesarle arrojar algo de luz y al menos hacer un esfuerzo por intentar comprender qué coño estaba pasando y por qué. Para que os hagáis una idea, varios compañeros propusimos dedicar la clase de tutoría de bachillerato a ver la película Operación Ogro y (aquí viene lo importante) debatir sobre el tema después. Pues bien, tras concluir la primera mitad, no pocos alumnos le montaron un pollo de padre y muy señor mío al tutor porque consideraron que aquello rozaba el enaltecimiento terrorista y exigieron que se dejase de reproducir la cinta, so pena de abandonar el aula como medida de protesta. El tutor, que no quería líos (y con razón, habida cuenta del panorama) decidió que la siguiente tutoría estaría libre de películas controvertidas y aquellos alumnos se salieron con la suya... hasta el año siguiente, pues la profe de Historia (la misma que me dijo esa cosa tan graciosa que conté hace no mucho) incluyó como actividad obligatoria en su asignatura ver ésta entre otras películas (algo que, dejando a un lado controversias, agradecí mucho porque sus apuntes eran un poco coñazo).
Otro ejemplo, éste buceando directamente en el absurdo, tuvo lugar durante mi último viaje a Francia (que a veces parece que todo lo que me ha pasado en la vida ha tenido lugar durante intercambios, pero chico, es lo que hay). En aquella ocasión llevé conmigo La pelota vasca, la piel contra la piedra, un libro con entrevistas a diferentes personajes involucrados de una forma u otra en el conflicto. Tengo que reconocer que el libro de marras resultó ser un tostón infumable que me hacía añorar los apuntes de Historia cada vez que lo abría. No obstante, hice el esfuerzo por ver si sacaba algo de información útil de ahí, y mientras dedicaba un rato libre a repasar el texto, un compañero de la habitación del albergue me preguntó si leía "aquello" porque estaba a favor de la ETA. Tal cual. Y no me dio opción a responderle que lo que acababa de soltar era una subnormalidad absoluta, pues salió corriendo en cuanto levanté la mirada del tocho, creyendo que lo iba a matar o algo, no sé.
En definitiva, que salvo honrosas excepciones, los vallisoletanos no podían ver a los vascos ni en pintura. ¿Se daba este sentimiento en el sentido contrario? ¿Le tenían ganas los vascos al resto de españoles en general y a los pucelanos en particular? Pues no cuento con ejemplos de primera mano que lo nieguen, pero sí con noticias que lo afirman. Como por ejemplo, la de aquella boda con invitados de Valladolid y San Sebastián que acabó como el rosario de la aurora en cuanto ambas partes se metieron en política. De todas formas, ¿sabéis dónde no se atisbaba ni pizca de todo este odio absurdo?
En mi casa.
Mis padres tuvieron dos dedos de frente y no dejaron que prejuicios de ningún tipo cruzasen nuestra puerta, al tiempo que pusieron a mi disposición herramientas para que formase mis valores morales y mi pensamiento crítico con imparcialidad (la única vez que me dieron un toque fue durante una visita a mis familiares de Bilbao, pues aunque yo tenía seis o siete años ya era el bufón oficial de la familia y allí esperaban mis chanzas como agua de mayo; y mis padres me advirtieron que, para evitar liarla, si sabía algún chiste de ETA me aguantase las ganas de contarlo). En mi casa no se hablaba de política, por lo que mis padres no tienen en absoluto la culpa de que a día de hoy, cada vez que en una reunión del curro un jefazo se las da de guay y pregunta que qué necesitamos los empleados para llevar mejor el trabajar durante la pandemia, me quede con ganas de responder "los medios de producción".
Habiendo soltado ya toda esa chapa, voy a centrarme ahora en la anécdota que os quería contar. Mi padre, aparte de ser apolítico, cuenta con (entre otras) dos cualidades que casi siempre ha poseído y que tienen relevancia en esta historia: su corpulencia y un fantástico bigotón que casi puede verse desde el espacio. La combinación de ambas, unida a un gesto por defecto serio (porque los vallisoletanos, odiemos o no a los vascos, tenemos todos cara de palo), le da a mi padre un aspecto de guardia civil que te cagas (y no lo digo yo, que el segurata de la estación de Chamartín se lo dijo personalmente mientras cruzaba el control de acceso al Alvia, aunque creo que esto ya lo he mencionado alguna vez). Y, las cosas como son, teniendo en cuenta el clima malrollero que he descrito más arriba, cuando alguien con pinta de picoleto se da un paseo por un pueblecito de Euskal Herria para comprar el periódico y después tomarse un vino en un bar local se expone a que, como mínimo, le pongan mala cara. O algo peor.
Pues mi padre, mientras pasábamos unos días visitando a la familia de allí, con toda su pinta de picoleto, decidió darse un paseo por un pueblecito de Euskal Herria para comprar el periódico y después tomarse un vino en un bar local.
Que vale que toda la morralla política que tengo en la cabeza no la he heredado de él, pero estoy convencido de que lo de buscar el más difícil todavía sí. Pues al hombre no le bastaba con haber comprado cualquier periódico, no. Se hizo con el ABC. Repito, con el ABC:
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Insisto. El ABC:
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Dejadme que comparta otra portada, que me empieza a dar morbo:
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La última, la última. Os lo prometo:
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Y es que existen tres motivos por los que alguien puede hacerse con un diario tan facha: seguir su línea editorial, haberse quedado sin papel higiénico o que el periódico incluya algún regalo o suplemento. Teniendo en cuenta lo que llevo un rato contando, que en mi familia tenemos la suerte de no haber sufrido nunca escasez de papel de culo y que mi padre siempre ha sido de dejarse engatusar por toda clase de fascículos y colecciones (algo que yo también he heredado), podemos concluir que en este caso la tercera opción fue la correcta.
Y ¿adónde se dirigió una vez adquirido el panfleto y su correspondiente suplemento? Pues considerando que el arranque masdificiltodaviyesco no había llegado a su fin, mi padre no pudo elegir un diáfano y neutro establecimiento, sino que acabó metido en una herriko taberna. Que no enlazo a la Wikipedia porque os quiero contar directamente lo que es a quienes no lo sabíais ya:
Herriko taberna (del euskera, «taberna del pueblo») es el nombre que reciben los bares donde se reúnen los afiliados y simpatizantes de la izquierda abertzale (la izquierda independentista vasca).
Así que imaginad la escena que tuvo lugar: mi padre y su bigotón, con el ABC bajo el brazo, adentrándose en un lugar empapelado de ikurriñas, pancartas pidiendo el acercamiento de presos etarras y demás parafernalia al uso y aproximándose a la barra. Tras ésta, el encargado del local pasando de la estupefacción a la mala hostia ante semejante aparición. Mi padre, que no sé yo si tenía muy claro dónde se acababa de meter, aguardando a que el mozo le preguntase que qué quería tomar y no recibiendo más respuesta que un silencio tenso de cojones. Tras unos segundos, el euscaldún, clavando en el castellano unos ojos encendidos como dos contenedores ardiendo en el centro de Hernani, espetó entre dientes:
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
Y entonces mi padre, con tono sosegado pero firme, tuvo los huevazos de soltar el siguiente órdago:
—No. Soy de Valladolid.
¿Os suena esa escena de Hermanos de Sangre en la que el teniente Speirs se cruza dos veces las líneas enemigas a la carrera sin que ningún nazi le meta un tiro porque no se creen que alguien sea capaz de cometer una locura de tal calibre? Pues yo creo que al de la barra le debió pasar algún pensamiento similar por la cabeza. Y es que aquel inocente con pinta de picoleto que se metió en una herriko taberna con el ABC debajo del brazo pregonando su origen vallisoletano, contra todo pronóstico, no se llevó ninguna hostia.
