Yo pensaba empezar esta entrada con un "Si todo va bien...", pero teniendo en cuenta lo cerca que debemos estar ya del fin del mundo, va a ser mejor que me replantee mi primera frase.
Si todo no va demasiado mal, viajaré a Valladolid dentro de una semana. Ya han pasado ocho meses desde que estuve allí por última vez, y creo que nunca me había tirado tanto tiempo sin pisar la capital del Pisuerga. Digo esto porque ocho meses son muchos meses si tenemos en cuenta que yo me había propuesto sacar ocho entradas contando la mierda que me fui encontrando conforme hacía limpieza y hasta hoy sólo he escrito una. Que vale que mi vida es un no parar, pero yo creo que ya va tocando continuar la serie. Así que no me enrollo más y paso a hablaros de...
Estas muelas
Sólo se me ocurren dos razones por las que guardar partes del cuerpo. La primera es la misma que mueve a Faemino y Cansado a hacer sus espectáculos: la pasta. Me vienen a la cabeza Gunther von Hagens, cuya exposición Bodies le ha servido a él para forrarse y a mí para poder decir que tuve en mis manos un corazón humano cuando fui a verla a Madrid; y la Iglesia Católica, pues con el cuento de las reliquias se la ha colado a todo Dios. Desde curitas de pueblos en los que se veneran prepucios hasta el mismísimo Franco.
La segunda razón es fardar de algo, y en mi caso, de tener unas muelas del juicio grandes como los colmillos de un jabalí. Y no lo digo yo. Lo dicen todos los dentistas que en algún momento han tenido que enfrentarse a la extracción de las mismas.
Las que veis en la foto (acompañadas de una regla como si fuesen parte de un alijo incautado por la Guardia Civil para demostrar lo del tamaño) son las dos de abajo. Mi ortodoncista recomendó su extracción so pena de que mi dentadura terminase como cualquiera de las mierdas que ha diseñado Calatrava, lo cual sería una tragedia porque mis padres se dejaron un dinero en corregirme la mordida durante mi niñez y adolescencia. Siguiendo esta orden, la primera salió vía Seguridad Social, y en el hospital se quedaron un poquito cortos con la anestesia. Recuerdo que el sacamuelas encargado de la tarea, mientras hacía unos movimientos rarísimos en mi boca como si fuese Charles Chaplin en Tiempos Modernos, me preguntó si aquello me estaba doliendo. Yo le dije que sí (bueno, yo le dije que jí porque tenía la boca ligeramente dormida y llena de instrumental) y él replicó que aquello no era dolor, sino presión. Y entonces yo le dije "vede a domá bo gulo", y él mostró todo un alarde de profesionalidad y paciencia al no responder nada. Para deshacerme de la otra recurrí a un dentista privado, y la cosa fue tan bien (y eso que le tocó abrir encía) que la ausencia de trauma hace que no me acuerde ni de quién fue, ni de dónde.
Las dos de arriba también abandonaron mi boca, años después, pues me las clavaba en las encías inferiores durante el sueño y me despertaba jodidísimo. En esta ocasión, la actividad tuvo lugar en una clínica bastante pija (de ésas que te descubren cuarenta caries y te pretenden cobrar una cosa llamada "curetaje", que no tengo ni zorra de lo que es pero que suena a algo que se han inventado para sangrarte el bolsillo aún más si cabe). Originalmente querían extraerme una muela por sesión, pero les dije que al día siguiente me tenía que volver a Irlanda y entonces decidieron doblar la dosis de anestesia y hacerme un dos por uno. Y lo único que me dolió fue que las dos piezas acabaron en la basura de la consulta antes de que pudiese decir "bo favó, ¿be dah buedo guedá?".
Este mono
Chorrada de todo a cien, por supuesto, pero una chorrada la mar de salada. El plan original siempre fue que dicho muñeco colgase del retrovisor de mi coche. Sin embargo, como sabéis quienes me conocéis, yo nunca he contado con vehículo a motor propio. No tuve ingresos con los que poder permitírmelo cuando estudiaba en Valladolid, la fugaz y estúpida idea de comprar uno en Irlanda duró lo que el vendedor de aquel concesionario tardó en decir "estamos cerrando" y no me da la gana comprarme uno ahora que mi novia y yo vivimos en Austria, pues nuestras bicis, la eficiente red de transporte público de la ciudad y lo poco vagos que somos cuando de caminar cuarenta minutos se trata nos bastan y nos sobran para realizar la mayoría de desplazamientos.
Por ello, el monito se ha pasado los últimos diez años colgando del flexo que ilumina la mesa de mi habitación vallisoletana por las noches. Por cierto, una vez descubrí que es posible tirar del mismo, pues su cabezón y esa cabecica pequeña que tiene en lo alto están unidos por un cordel. Tras hacer esto y soltar el mono, el mismo asciende recogiendo cable mientras todo su cuerpo y su boca tiemblan haciendo un ruido espantoso que estuvo a punto de provocar un infarto a mi hermano.
Esta lámpara de lava
Durante mi infancia y juventud odié y amé cada septiembre a partes iguales. Mi odio era causado por la vuelta al cole (o al instituto o a la universidad) pues yo, aunque no sea idiota, siempre fui mal estudiante. Por ejemplo, mis notas de matemáticas durante la ESO y bachillerato siguen una función decreciente en la que es fácil apreciar la negatividad o nulidad de su derivada a lo largo de todo el dominio. Es más, diría que la función es estrictamente decreciente, pues no hay un momento posterior a otro en el que mis notas incrementen o igualen su valor. Ya os he dicho que no soy idiota.
Inciso gracioso que a lo mejor ya he contado pero me da igual: mientras cursaba primero de ESO, nuestra profesora de matemáticas y a la vez tutora nos ofreció participar en el Canguro matemático, una prueba para chiquillos de todos los institutos de Valladolid en la que había que resolver una serie de problemas con opciones a, b, c o d. Me apunté, a pesar de que por aquel entonces ya me empezaba a costar subir del seis en las notas de los controles y exámenes de la asignatura. Pues bien, cuando los resultados fueron enviados al centro, la profe de mates me llamó vago cinco veces seguidas delante de todos mis compañeros, ya que había terminado la prueba en segundo lugar, sacando un puto 96 sobre 100.Que a lo mejor no es que yo fuese un vago, sino que ella era una pésima profesora. Quién sabe...
Mi amor por el noveno mes era debido a la celebración, año tras año, de las ferias y fiestas de San Mateo (hasta que pasaron a ser de Nuestra Señora de San Lorenzo, lo cual mencioné brevemente aquí), pues a la multitud de actividades organizada por el ayuntamiento se unía la llegada de atracciones y casetas de tiro al recinto ferial ubicado junto al estadio Nuevo José Zorrilla. Y muchos coincidiréis conmigo en que montar en las atracciones, atiborrarse de churros y de algodón de azúcar y tratar de hacerse con mierdas de toda índole probando puntería entre humo de fritanga, escuchando de fondo el piribiribiribiribiribí de los coches de choque y las chorradas que sueltan los tomboleros mola QUE TE CAGAS.
Llegó un punto en mi adolescencia en el que me especialicé en determinadas casetas de tiro. Por un lado estaban las de reventar globos con dardos (o colar los mismos en aros sujetos a un trozo de madera), en las cuales tenía más o menos suerte, pero es que había un par en las que mi maña y mi paciencia jugaban a mi favor. Una contaba con figuras representando a porteros que, moviéndose a derecha e izquierda, trataban de impedir que colases tres minibalones en una diminuta portería; y otra de ellas tenía varias filas de payasos de madera decorados con plumas a derribar con pesadas pelotas. Pues como digo: maña y paciencia. Resultaba de lo más reconfortante abandonar el puesto con un peluche gigante, un pequeño e inútil electrodoméstico o la lámpara de la foto tras haber logrado el objetivo mientras una horda de canis fallaba estrepitosamente al tirar con demasiada fuerza y torpeza minibalones y pelotas como si fuesen chimpancés arrojando sus propias heces.
Esta pitillera
He de confesar que no tengo ni puñetera idea de cómo terminó este objeto en mi habitación. No sé si lo compré en un mercadillo, si alguien me lo regaló o si he sido capaz de viajar en el tiempo (en sueños, porque no me consta) y robársela al mismísimo Stalin. Lo que sí sé es que si alguna vez me da por fumar (Dios no lo quiera), puede que la use porque a dar la nota no me gana nadie. De todas formas, si alguien la quiere, se la regalo.
No, esperad.
De todas formas, si alguien la quiere, se la vendo.
Este tamtam
Mis viajes a Francia son un tema recurrente en este blog, ¿verdad? ¿¿¿Verdad???. Todos ellos tuvieron en común que, además de la estancia de varios días en Lille conviviendo con familias, los mismos incluían una visita de un día a un parque temático, a elegir entre el Parque Astérix, Eurodisney o Futuroscope. A éste último fui en dos ocasiones, lo que me permite recordar detalles loquísimos de lo que hay allí. El sitio tiene (o tenía, que igual lo han cambiado todo pero paso de comprobarlo) diferentes pabellones en los que proyectan vídeos. Uno de ellos es una sala 3D en plan IMAX (algo que a estas alturas ya no impresiona a nadie pero por lo que se nos escapaba el pis en los noventa), otro cuenta con una pantalla enorme al frente y otra a los pies que muestra un vídeo sobre la migración de las mariposas monarcas. Otro es un simulador de fórmula uno y los asientos se mueven (asientos duros como piedras, por cierto. Que le dije al que estaba a mi lado que pegase bien la cabeza al reposaídems para evitar sacudidas y el primer meneo nos arreó una hostia que casi nos deja inconscientes). Otro tiene un huevo de monitores de tubo formando una cuadrícula y se sincronizan para mostrar una única imagen... Pues eso, que están locos estos galos.
Además de los pabellones y las representaciones en sí, hay otros dos detalles que guardo en la memoria con respecto a mi segunda y última visita a Futuroscope. El primero es que, mientras el grupo de estudiantes y profesoras al que pertenecía hacía cola en uno de los restaurantes del lugar, podíamos ver el menú del día impreso en la pared. Al apreciar que el mismo contenía un sinfín de florituras y detalles pomposos que hacían que cada plato contase con tres líneas de descripción (omelette de no se qué con esencia de esto otro y aroma de tal sobre lecho de salteado de temporada y un toque de...) mascullé "para un puto filete que nos van a servir, y encima tienes que tratarlo de usted". Ante tal barrabasada, mi profesora de francés (uno de los adultos a quien más he admirado en mi vida) me miró con gesto decepcionado y me dijo muy seria: "José, a algunos nos gusta que en el mundo haya cosas bonitas". Y me sentí dolido. No tanto por su reprimenda sino por tener que reconocer, para mis adentros, que estaba reciclando el chiste. Y es que muchos años atrás, mientras la profe de inglés nos explicaba que aunque con los animales hay que usar "it", los de compañía suelen venir con "he" o "she" según lo que tengan entre las patas de atrás, yo solté "vamos, no me jodas. Un puto perro sarnoso y encima hay que tratarlo de usted". Eso sí, en aquella ocasión no me cayó un reproche. Me cayó un guantazo ganado a pulso.
El segundo detalle es la compra del tamtam de marras. En una de las tiendas de souvenirs y cachivaches tecnológicos del lugar se podían adquirir dos tipos de instrumentos musicales, y el otro era un trozo de tubo flexible protegecables que al ser girado nerviosamente hacía el mismo sonido que el que se escucha al principio de la canción Soir de fête, de Yann Tiersen. Y yo sabía que no valía la pena comprar el puñetero tubo porque podía conseguir gratis todos los que quisiera si me colaba en cualquier recinto en obras. Vale, tampoco valía la pena comprar el tamtam, todo sea dicho, pero lo hice igualmente. ¿Que por qué? Pues porque si se deja dinero a mi alcance, está claro que tarde o temprano voy a acabar gastándolo en chorradas. Y ésta es la segunda entrada que lo demuestra.
Hala, ya he cumplido. Hasta otra.
