Resulta que la empresa para la que trabajo es lo suficienteme seria como para exigir a sus trabajadores un código de vestimenta. Tal exigencia se agradece cuando uno vive en un país en el que parece que a algunos les paguen por ir en chándal (y no sé qué pensaréis vosotros, pero yo veo a un tío vistiendo el clásico pantalón de felpa gris y no puedo evitar pensar que se le ha estropeado la ducha de casa hace por lo menos un par de días). El problema es que yo he llevado el dress code un pelín lejos: de lunes a jueves, mi vestuario de cara a la jornada laboral consiste en un pantalón de traje gris oscuro o azul marino, una camisa azul o rosa cuya fila de botones tiende a abrirse a la altura del ombligo porque no estoy lo bastante gordo como para rellenarla y un par de mocasines negros.
Vamos, que parezco el camarero de un mesón pijo de Traspinedo. O el muñeco de una tarta de boda.
Ojo, quiero dejar bien claro que siento verdadera admiración por los camareros de mesones pijos de Traspinedo y los muñecos de tartas de boda, pues ambas profesiones me parecen de lo más respetable. Sin embargo, nunca he terminado de sentirme a gusto portando semejante atuendo. Por ello, he querido aprovechar mi última visita a Valladolid para llevar a cabo un "alivio de luto" y adquirir un par de pares de pantalones chinos en alguna de las muchas tiendas de la capital vallisoletana. Acompañado por mi señora madre, que ella también gusta de ir de compras de cuando en cuando.
¿Podría comprar los pantalones en Dublín? Sí. ¿Estoy dispuesto a pagar bastante más por el mismo producto, puesto que a los irlandeses se les está empezando a subir la recuperación a la cabeza y en muchos sitios ya te cobran lo que yo denomino "la pijotasa"? Por supuesto que no.
Pensaréis que eso de comprar pantalones es algo tan sencillo como entrar en un establecimiento, elegir un par que se adapte a mis gustos, comprobar que me quede bien, pagar en caja y salir por la puerta con la prenda metida en una bolsa, ¿verdad?
LOS COJONES.
Veréis. Resulta que hasta hace unos años el patalón de caballero era un elemento de vestimenta que cubría la parte del hombre que va desde la cintura hasta los tobillos, con una bragueta (de cremallera o botones) que facilitaba lo de mear de pie y un cinturón rodeando el conjunto en la parte superior. Y el mundo era un lugar feliz (incluso teniendo en cuenta que Margaret Thatcher no había dejado de fumar aún, ojo). No obstante, a algún hijo de la gran puta se le ocurrió que eso de que los pantalones cubriesen las piernas con holgura y comodidad era un sinsentido, y desarrolló dos conceptos con la finalidad de joder a la mitad de la población mundial: slim y skinny.
Desde entonces, es imposible encontrar un puto pantalón de caballero que no se retuerza en torno a la pantorrilla y la maltrate como si de un ebrio Ernesto Neyra se tratase. A ver, que no es que yo tenga los gemelacos de Roberto Carlos, pero tampoco soy el saltamontes de Basket Fever.
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fuente: superene.com
Hopper, el Javier Botet animado |
Por otra parte, mis padres me quisieron lo suficiente como para ponerme la vacuna antipolio cuando era pequeño (hablando del tema, si la imbécil antivacunas con la que tuve bronca por Facebook el otro día está leyendo esto, me reafirmo: si crees que es válido tu argumento contra las vacunas basado en blogs de opinión de curanderos argentinos que apenas saben escribir, mi respuesta consistente en un "vete a tomar por culo a una isla desierta muy lejos de aquí y llévate a los que piensan como tú" es igualmente válida), por lo que mis piernas tienen un tamaño que podría considerarse "dentro de la media". Bueno, pues encontrar un pantalón con una pernera más ancha que la manga de un jersey ha sido una odisea. Os lo juro.
He perdido la cuenta del número de establecimientos en los que me he adentrado a lo largo de la semana con la ilusión de encontrar un pantalón decente para poco después salir decepcionado, y no tengo muy claro cuántas prendas he llegado a probarme, pero no exagero si os digo que más de veinte. Mención especial merecen los pantalones del H&M que me tuvieron encerrado en los probadores durante cinco minutos, pues no había forma de sacarlos una vez me los había puesto (he tenido en mis manos trozos de fuet más fáciles de pelar). Vale, tengo que reconocer que la culpa fue mía, pues yo ya sabía que la mitad de la ropa de caballero de un H&M consiste en chándals de felpa y la otra mitad tiene un tallaje destinado a yonkis con dinero, pero mi malahostiómetro estaba alcanzando un nivel realmente nocivo para mi salud mental y entré allí a la desesperda. Esto ocurrió, por cierto, poco después de haber estado en el Corte Inglés y haberle dejado bien claro a la dependienta que buscaba "un pantalón chino no muy justo de pata", instrucción a la que respondió alcanzándome cuatro pares escogidos por aquí y por allá y la invitación a pasar a los probadores a ver cómo me quedaban, ya que "me iba a costar decidirme por sólo uno". La frase "no sé cuál de los cuatro me hace parecerme más al tonto de pueblo" debía leerse en mis ojos cuando salí, pues la pobre empleada me vio y en lugar de soltarme el clásico "bueno, ¿qué tal?" previo al consiguiente paso por caja, decidió darse media vuelta y largarse a tratar asuntos más importantes en la otra punta de la planta.
Pero bueno, al final el C&A me ha salvado el culo y he encontrado allí dos pares de pantalones bastante decentes que (estoy casi seguro) no me van a provocar gangrena. Otra cosa es que me permitan llevarlos en la oficina, pues mi contrato los prohíbe. Ah, ¿que no os lo había dicho? Pues sí, soy así de lumbreras.
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Deseadme suerte |
En fin, habida cuenta de lo que ha supuesto hacerme con la parte de abajo, comprenderéis que lo de renovar camisas lo deje para otra ocasión, ¿no? Por ahora me conformo con desearle a todo los diseñadores de pantallones slim y skinny de hombre unas vacaciones permanentes allá donde no puedan hacer más daño a la humanidad. Y que le hagan compañía a los putos antivacunas.

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