lunes, 26 de junio de 2017

Esta vez, de buenas

Hay que hacer caso a los padres, hombre. Vale que hay veces que se equivocan, como cuando mi padre soltó una vez que los Beatles no tienen ninguna canción mala. Sé que lo dijo porque no había escuchado Revolution #9, del White Album (papá, juraría que tengo ese disco en el lateral izquierdo de mi mesa del ordenador. Es la penúltima canción del segundo CD. Verás qué decepción). Sin embargo, he de reconocer que no le faltó razón cuando el otro día me dijo, durante una de las videoconferencias que mantengo con mis progenitores cada lunes y viernes, que me había pasado con las palabrotas al redactar mi última entrada.

Que sí, que la frustración producida por tener que enfrentarse a un mundo asolado por las perneras skinny puede dar lugar a cierta actitud y cierto lenguaje, pero es que he hecho un repaso por mis últimos escritos y joder, me paso todo el blog quejándome. Que cualquiera diría que estáis leyendo a Pumares en vez de a un joven de treinta años al que le va más o menos bien en la vida.

Así que me he tomado como desafío el hablaros hoy sobre algo positivo que me haya ocurrido recientemente. Y he decidido que ese algo va a ser la visita a Potes rodeando por Unquera que hice con mi familia durante mi última estancia en Valladolid. Además, así cumplo el deseo de mi madre, con quien mantuve la siguiente conversación al poco de arrancar el coche aquel día:

—Podrías hablar en tu blog de lo que vamos a hacer hoy. 
—Pues yo espero no tener que hacerlo. 
—¿Por qué? 
—Porque contar cosas que salen bien no tiene gracia.

Avisados quedáis, y si no os reís con lo que vais a leer a continuación, sabed una cosa:

fuente: memecrunch
Pues eso

La idea de meter a mis padres y a mi hermano en el Citröen C3 familiar y echar kilómetros desde Valladolid hasta Cantabria fue evidentemente de un servidor; el mismo lumbreras al que hace unos meses se le ocurrió un viaje de ida y vuelta Dublín-Valladolid de cuarenta y dos horas. Pero es que, mientras planificaba mi semana de vacaciones a orillas del Pisuerga, descubrí que había un domingo en el que no iba a poder dedicarme a buscar pantalones desesperadamente por encontrarse las tiendas cerradas, así que sugerí en casa lo de la escapada y a todos les pareció bien. Además, considerando que en estas fechas está haciendo un calor DE LA HOSTIA de Picos de Europa para abajo, no vendría mal pasar unas horas a menos temperatura, ¿no?

La primera parada en el camino tuvo lugar en Frómista, pues de todos es sabido que es OBLIGATORIO cuando se pasa por allí hacer un alto para comprar los mejores cruasanes del mundo. En esta ocasión cayó medio kilo, pero no guardo testimonio gráfico de mi adquisición porque antes de abandonar la provincia de Palencia ya me los había jalado todos.

El camino continuó Castilla arriba hasta que el cruce del túnel de Las Caldas hizo que pasásemos de sufrir un solazo abrasador a vernos inmersos en una niebla espesísima acompañada de una caída de diez grados de temperatura que me hizo temer que hubiésemos viajado a otra dimensión o algo. Pero esto es algo normal, así que os podéis ahorrar el avisar a Íker Jiménez. Poco después, y tras girar a la izquierda en Torrelavega, llegamos a Unquera.

No tenía pensado hacer parada aquí, pero resultó que se estaba celebrando la Fiesta de la Gaita. Y como soy de la misma opinión que Quequé, quien afirmó en La vida moderna eso de "una gaita mal, cien gaitas bien" (lo cual puedo corroborar porque me encontré con algo parecido cuando visité Edimburgo con mi novia), tocó aparcar y bajarse del coche para poder disfrutar del evento:

Que sí, que los escoceses también tendrán gaitas, pero ellos no tienen ALMADREÑAS

Por cierto, aquí aproveché para hacerme con un libro acerca de las incursiones cántabras en Irlanda que no he tenido tiempo de leerme, y la mujer que me lo vendió fue muy amable y me hizo entrega un póster más feo que un bizco inflando un globo. Pero a caballo regalado... Y no, no compré ni corbatas ni palmeras gigantes, que aún tenía los cruasanes de Frómista dedicándome un cariñoso empacho a aquella altura y pensar en comida me lo revolvía todo por dentro.

Y ahora os voy a revelar los dos motivos que me llevaron a planificar esta escapada. El primero fue poder recorrer el que considero hasta la fecha el tramo de carretera más bonito de España: el Desfiladero de la Hermida (evidentemente, no hice fotos que poder compartir con vosotros porque me encontraba al volante del coche y soy un conductor responsable, no un gilipollas temerario), a pesar de que la presencia del hotel-balneario que hay allí le siente al paisaje como una mierda de pájaro a la carrocería de un coche nuevo. El segundo motivo fue éste:

Ñam

Como lo véis. Si hace unos meses volé a España únicamente para ver una puta película en el cine, en esta ocasión no he querido quedarme corto y me he comido un viaje en carretera de quinientos kilómetros para poder sentarme en la terraza de un restaurante con vistas a un aparcamiento y meterme una fabada entre pecho y espalda. Que vosotros diréis "pero Potes está en Cantabria. A lo mejor no es el sitio más adecuado para pedir una fabada ASTURIANA". Y yo os respondo por segunda vez en lo que va de entrada:

fuente: memecrunch
PUES ESO

Por cierto, por si el viaje no estuviese saliendo lo suficientemente redondo, he de añadir que mientras mi padre adquiría en una tienda de recuerdos del lugar la enésima lámina de la Ruta del Cares que colocar en el pasillo, yo me acerqué al gimnasio Pokémon de la Torre del Infantado y dejé allí a un rihorn que aguantó tres días como un jabato.

Hay veces que adoro mi vida.

Venga, y como no quiero decepcionar a quienes se meten aquí únicamente para verme pasarlo mal (que sois la mayoría, cabrones), os diré que a ninguno de los que íbamos en aquel Citröen se nos ocurrió aprovisionarnos de música con la que alimentar el reproductor del coche antes de salir. Y como Rock FM (emisora que se escucha por defecto en mi casa) no tiene recepción de Cubillas de Santa Marta para arriba, nos tocó hacer malabarismos con las emisoras para poder romper el clásico silencio que caracteriza a mi castellana familia durante el viaje. Bueno, pues fue durante la vuelta a casa, atravesando Piedrasluengas, que en Radio Nacional estaba sonando Tenía tanto que Darte, de Nena Daconte. Y desde entonces no hay dios que me quite esa canción de la cabeza. Claro que ahora a vosotros tampoco. Os jodéis como yo.

¿No os parece suficientemente terrible? Tranquilos, que seguro que en menos de siete días me vuelve a pasar alguna desgracia con la que nos podremos reír todos juntos.


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lunes, 19 de junio de 2017

No me valen

Hoy vengo indignado y un poquito de mala hostia. Venga, os doy un par de minutos para que vayáis a preparar palomitas. Pero que sea un paquete pequeño, que no es para tanto.

Resulta que la empresa para la que trabajo es lo suficienteme seria como para exigir a sus trabajadores un código de vestimenta. Tal exigencia se agradece cuando uno vive en un país en el que parece que a algunos les paguen por ir en chándal (y no sé qué pensaréis vosotros, pero yo veo a un tío vistiendo el clásico pantalón de felpa gris y no puedo evitar pensar que se le ha estropeado la ducha de casa hace por lo menos un par de días). El problema es que yo he llevado el dress code un pelín lejos: de lunes a jueves, mi vestuario de cara a la jornada laboral consiste en un pantalón de traje gris oscuro o azul marino, una camisa azul o rosa cuya fila de botones tiende a abrirse a la altura del ombligo porque no estoy lo bastante gordo como para rellenarla y un par de mocasines negros.

Vamos, que parezco el camarero de un mesón pijo de Traspinedo. O el muñeco de una tarta de boda.

Ojo, quiero dejar bien claro que siento verdadera admiración por los camareros de mesones pijos de Traspinedo y los muñecos de tartas de boda, pues ambas profesiones me parecen de lo más respetable. Sin embargo, nunca he terminado de sentirme a gusto portando semejante atuendo. Por ello, he querido aprovechar mi última visita a Valladolid para llevar a cabo un "alivio de luto" y adquirir un par de pares de pantalones chinos en alguna de las muchas tiendas de la capital vallisoletana. Acompañado por mi señora madre, que ella también gusta de ir de compras de cuando en cuando.

¿Podría comprar los pantalones en Dublín? Sí. ¿Estoy dispuesto a pagar bastante más por el mismo producto, puesto que a los irlandeses se les está empezando a subir la recuperación a la cabeza y en muchos sitios ya te cobran lo que yo denomino "la pijotasa"? Por supuesto que no.

Pensaréis que eso de comprar pantalones es algo tan sencillo como entrar en un establecimiento, elegir un par que se adapte a mis gustos, comprobar que me quede bien, pagar  en caja y salir por  la puerta con la prenda metida en una bolsa, ¿verdad?

LOS COJONES.

Veréis. Resulta que hasta hace unos años el patalón de caballero era un elemento de vestimenta que cubría la parte del hombre que va desde la cintura hasta los tobillos, con una bragueta (de cremallera o botones) que facilitaba lo de mear de pie y un cinturón rodeando el conjunto en la parte superior. Y el mundo era un lugar feliz (incluso teniendo en cuenta que Margaret Thatcher no había dejado de fumar aún, ojo). No obstante, a algún hijo de la gran puta se le ocurrió que eso de que los pantalones cubriesen las piernas con holgura y comodidad era un sinsentido, y desarrolló dos conceptos con la finalidad de joder a la mitad de la población mundial: slim y skinny.

Desde entonces, es imposible encontrar un puto pantalón de caballero que no se retuerza en torno a la pantorrilla y la maltrate como si de un ebrio Ernesto Neyra se tratase. A ver, que no es que yo tenga los gemelacos de Roberto Carlos, pero tampoco soy el saltamontes de Basket Fever.

fuente: superene.com
Hopper, el Javier Botet animado

Por otra parte, mis padres me quisieron lo suficiente como para ponerme la vacuna antipolio cuando era pequeño (hablando del tema, si la imbécil antivacunas con la que tuve bronca por Facebook el otro día está leyendo esto, me reafirmo: si crees que es válido tu argumento contra las vacunas basado en blogs de opinión de curanderos argentinos que apenas saben escribir, mi respuesta consistente en un "vete a tomar por culo a una isla desierta muy lejos de aquí y llévate a los que piensan como tú" es igualmente válida), por lo que mis piernas tienen un tamaño que podría considerarse "dentro de la media". Bueno, pues encontrar un pantalón con una pernera más ancha que la manga de un jersey ha sido una odisea. Os lo juro.

He perdido la cuenta del número de establecimientos en los que me he adentrado a lo largo de la semana con la ilusión de encontrar un pantalón decente para poco después salir decepcionado, y no tengo muy claro cuántas prendas he llegado a probarme, pero no exagero si os digo que más de veinte. Mención especial merecen los pantalones del H&M que me tuvieron encerrado en los probadores durante cinco minutos, pues no había forma de sacarlos una vez me los había puesto (he tenido en mis manos trozos de fuet más fáciles de pelar). Vale, tengo que reconocer que la culpa fue mía, pues yo ya sabía que la mitad de la ropa de caballero de un H&M consiste en chándals de felpa y la otra mitad tiene un tallaje destinado a yonkis con dinero, pero mi malahostiómetro estaba alcanzando un nivel realmente nocivo para mi salud mental y entré allí a la desesperda. Esto ocurrió, por cierto, poco después de haber estado en el Corte Inglés y haberle dejado bien claro a la dependienta que buscaba "un pantalón chino no muy justo de pata", instrucción a la que respondió alcanzándome cuatro pares escogidos por aquí y por allá y la invitación a pasar a los probadores a ver cómo me quedaban, ya que "me iba a costar decidirme por sólo uno". La frase "no sé cuál de los cuatro me hace parecerme más al tonto de pueblo" debía leerse en mis ojos cuando salí, pues la pobre empleada me vio y en lugar de soltarme el clásico "bueno, ¿qué tal?" previo al consiguiente paso por caja, decidió darse media vuelta y largarse a tratar asuntos más importantes en la otra punta de la planta.

Pero bueno, al final el C&A me ha salvado el culo y he encontrado allí dos pares de pantalones bastante decentes que (estoy casi seguro) no me van a provocar gangrena. Otra cosa es que me permitan llevarlos en la oficina, pues mi contrato los prohíbe. Ah, ¿que no os lo había dicho? Pues sí, soy así de lumbreras.

Deseadme suerte

En fin, habida cuenta de lo que ha supuesto hacerme con la parte de abajo, comprenderéis que lo de renovar camisas lo deje para otra ocasión, ¿no? Por ahora me conformo con desearle a todo los diseñadores de pantallones slim y skinny de hombre unas vacaciones permanentes allá donde no puedan hacer más daño a la humanidad. Y que le hagan compañía a los putos antivacunas.

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lunes, 12 de junio de 2017

El imperio de los sentidos

No os voy a preguntar si os ha pasado alguna vez porque sé que sí: de repente, mientras estáis tranquilamente viendo la televisión, o dando un paseo por los jardines del barrio, o intentando robar Kitkat en el Día sin que os pille la cajera, un olor muy particular provoca que recuperéis de lo más recóndito de vuestra memoria un recuerdo hasta entonces olvidado. Cuanto más intenso es el olor, más detallado se revela aquel momento del pasado. Si es que el cerebro es la hostia.

Tendría yo unos nueve o diez años. El hecho de pertenecer a una generación afortunada con toda clase de opciones de ocio a mi alcance hacía que me aburriese como una ostra con demasiada frecuencia. Y aquella tarde de verano no fue una excepción. Además, esto ocurrió a la hora de la siesta, que es cuando los críos están más activos y porculeros. En un arranque de creatividad alquímica fruto de la inspiración recibida a partes iguales por los espíritus de Antoine Lavoisier y la bruja Avería, decidí que la siguiente hora iba a desentramar los secretos de la química y a investigar el resultado de combinar distintos tipos de compuestos. Vamos, que trinqué un tarro de Nescafé vacío y me dediqué a recorrer la casa echando dentro del mismo cualquier mierda líquida o en polvo que caía en mis manos.

Empecé por la cocina, añadiendo a mi pócima leche, cocacola, pan rallado, café, mayonesa, aceite (de girasol, que si me llegan a pillar malgastando el de oliva se me cae el pelo Y CON RAZÓN), tomate frito, harina, maizena, azúcar, sal y especias de toda clase, desde perejil a ajo en polvo pasando por pimentón y comino, que no sé por qué teníamos comino si mi madre nunca lo añadía a la comida. Aquel puto bote de comino llevaba en mi casa más años que yo, y al final era yo precisamente el único que lo aprovechaba. Ironías de la vida.

Por cierto, aunque suene temerario, los productos de limpieza también estaban en la cocina. A ras de suelo, para más inri. Aproveché esta circunstancia y añadí a mi mezcla unos cuantos chorros de lejía y limpiacristales, amén de algo de volvone y lavavajillas.

De la cocina pasé al baño, donde pude disponer de champú, gel, alcohol, colonia, aftershave, espuma de afeitar, mercromina (porque aún no había betadine) y agua oxigenada que incluir en mi creación.

Debido a que el cuarto en el que mi padre jugaba a presentar Bricomanía se encontraba al otro lado del patio, aproveché que tenía que cruzar el mismo para acercarme a uno de sus rincones, donde reposaba un enorme montón de arena de playa. El motivo por el que dicho montón se encontraba en un lugar alejado doscientos kilómetros del mar más cercano no tenía ningún misterio: el facultativo de la ortopedia Cañamares encargado de tratar mis pies planos (espera, ¿eran planos o cavos? Bueno, da igual) le había dicho a mis padres que sería beneficioso para mi condición caminar sobre este tipo de terreno, y mi padre encargó a un constructor del barrio que convirtiese el fondo de mi patio en una recreación en miniatura de El Sardinero. Así, mientras yo disponía de un rincón para levantar castillos y fuertes de arena los doce meses del año sin necesidad de viajar a la costa, todos los gatos del barrio disponían de un bonito emplazamiento en el que poder cagar por las noches. Pues bien, un poco de aquella arena no necesariamente libre de deposiciones felinas también acabó dentro del tarro. Con el recipiente bastante lleno a aquellas alturas, alcancé la zona de bricolaje y reparaciones de mi hogar e incluí algo de pintura, barniz y aguarrás.

Como colofón, rocié a gusto aquel mejunje con spray matacucarachas del que había en el garaje hasta que empecé a sentir frío en el dedo con el que presionaba el pulverizador. Satisfecho con el resultado, cerré la tapa del frasco y escondí mi creación bajo una mesa de la cochera durante un par de semanas, confiando en que el tiempo y la paciencia trabajasen todos aquellos ingredientes. Muy mal se tendría que dar la cosa para que aquel año el Nobel de Química no llevase mi nombre.

Pasados quince días rescaté el bote de su reposo y descubrí que el potingue había tomado un color negruzco brillante de lo más sospechoso, casi hipnótico. Encontrándome poseído por el embriagador encanto de aquella producción y por mi gilipollecez infantil, sentí la imperiosa necesidad de averiguar a qué olía la mezcla. Desestimando todas las precauciones que hubiesen podido frenar mi curiosidad y dejando a un lado por enésima vez en mi vida el sentido común, abrí la tapa, arrimé los hocicos al frasco y aspiré con fuerza por la nariz.

Vomité tres veces seguidas (la última estando ya al borde de la inconsciencia) mientras sufría un mareo atroz que me hizo tambalearme en todas direcciones sin que pudiese distinguir si las superficies contra las que me estaba fostiando pertenecían a las paredes o al suelo del garaje. Vamos, como cuando configurabas el salvapantallas del laberinto de Windows 98 con las texturas cambiadas, pero pasando un mal rato de cojones.

fuente: youtube
A tope sin drogas

Apenas pude recuperar el equilibrio, gateé malamente de vuelta hacia el frasco infernal y, casi a tientas (pues mis ojos llorosos e irritados apenas me permitían ver), cerré la tapa y pasé el resto de la tarde con el estómago revuelto y aquella pestilencia grabada a fuego en mis fosas nasales.

¿Que qué me ha hecho recordar una escena de mi infancia tan desagradable? Pues el pavo que tengo sentado a mi lado en el avión, que huele igual que aquel puto mejunje, el tío gorrino. Cuando pase el azafato con el carrito de las colonias le pienso comprar TODAS y convertir nuestra fila en la planta baja del Corte Inglés. No me jodas, tan tiquismiquis que se ponen con las dimensiones de las maletas y los líquidos y chorradas por el estilo, y a la gente que se presenta en la cola de embarque oliendo a rayos la dejan pasar como si nada. Que vale que este detalle no supone una amenaza terrorista, pero yo ahora mismo me siento como si estuviese en plena batalla de Ypres.

En serio, Ryanair, en tus manos está convertir en realidad mi utopía:

fuente: ryanair
Un mundo feliz

Aunque también sería todo un avance de la tecnología el desarrollar auriculares nasales. Igual que ahora llevo uno en cada oído atronando con Los Beatles para no tener que escuchar al criajo llorón que hay dos filas por delante, podría existir un dispositivo similar que, incrustado en la tocha, nos permitiese sintonizar lavanda o vainilla en situaciones como la que estoy viviendo en este momento.

Mientras tanto, la única solución que se me ocurre es tirarme las dos horas de vuelo respirando por la boca.

Virgen santa, lo que hay que oler.

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lunes, 5 de junio de 2017

Mejorando en todo momento

Una mañana de Reyes de mil novecientos noventa y mucho el salón de mi casa amaneció con, entre otros regalos, una minicadena con dople pletina y capacidad para tres cedés que llevaba mi nombre, amén de los discos Please Please Me, With The Beatles y A Hard Day's Night. Era la primera vez que un trasto capaz de reproducir música en ese formato entraba en mi hogar, por lo que las siguientes semanas no se oyó en mi cuarto otra cosa que no fuesen aquellos tres álbumes de los Beatles. Bueno, y el International Hits que me regalaron con la Pepsi y que no tenía nada que ver con el cuarteto de Liverpool, pero es que era el otro CD que yo tenía por aquel entonces. Y tampoco es que me hiciese especial gracia, la verdad.

Una vez hube trillado aquella tríada, dediqué los meses siguientes a ampliar mi colección, acercándome cada cierto tiempo al Eroski a comprar nuevos discos, generalmente de dos en dos: primero adquirí Beatles for Sale y Help!, semanas después cayeron Rubber Soul y Revolver, a los que siguieron el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y el Magical Mystery Tour y, para terminar, el White Album y Let It Be.

El último disco que compré fue el Yellow Submarine, y lo hice precisamente el veintinueve de noviembre de dos mil uno, el mismo día que George Harrison dejó de fumar. Se quedaron fuera de mi colección Abbey Road y Hey Jude, además de toda clase de rarities, recopilatorios y demás morralla que ha venido apareciendo en los últimos años para que Yoko Ono pueda seguir viviendo de las rentas. En parte porque por aquel entonces yo ya no tenía un puto duro, y en parte porque mi padre se presentó un día en casa con una larguísima relación de títulos de software pirata que un compañero de trabajo le había pasado, indicándole que podría encargar lo que quisiera de dicha lista por un módico precio. Esto me permitió disfrutar de la discografía de los Beatles desde mi ordenador, con letras de canciones y todo.

fuente: taringa
Lo que hace la tecnología, ¿eh?

Pues eso, que podría decirse que soy un friki de los Beatles. Es más, me dolió MUCHO no reconocer el otro día que el hombre con pintas de muñeca pepona que aparece en la última de Piratas del Caribe haciendo de Uncle Jack es el mismísimo Paul McCartney. Pero es que estaba demasiado concentrado en intentar entender a Johnny Depp durante toda la película, coño.

Dicho esto, hoy quiero centrarme en el Sargento Pimienta, no sólo por su reciente quincuagésimo aniversario, sino porque está directamente relacionado con una cosita carente de gracia que me ocurrió en clase de música mientras cursaba Tercero de ESO.

Antes de empezar, debo dejar claro cuál era el nivel general en cuanto a gustos musicales de aquel grupo de alumnos. Seamos bondadosos e incluyamos en una lista con el título "música decente" toda clase de estilos que se nos puedan ocurrir: rock, pop, heavy, jazz... Y, ¿por qué no? Un poco de disco, hiphop o de electrónica también cabe. Bueno, pues aún habiendo dejado el listón a esa altura, el gusto musical de mis compañeros era, salvo honrosas excepciones, una puta mierda. De hecho, cuando la profesora dedicó el primer día de curso a preguntarnos uno por uno qué tipo de géneros nos gustaba escuchar y yo solté que no le hacía ascos a la música clásica, más de uno me miró como si yo acabase de entrar por la ventana montado en un ovni.

Aún así, viendo que de aquella tierra tan yerma en lo que a cultura musical se refiere no había nada que recoger, la pobre docente tuvo la infeliz ocurrencia de sugerir que, quienes quisiésemos, llevásemos canciones a clase para reproducir y comentar.

Y yo, que a aquellas alturas de mi vida aún creía inocentemente que compartir con el resto de los mortales los gustos personales es un sano ejercicio, tuve la infeliz ocurrencia de ser uno de los que dijo que vale, que de acuerdo, que contase conmigo para esa actividad.

Así que una semana después de que alguno de mis compañeros presentase una canción de Estopa y una semana antes de que otro presentase la mierda que estuviesen poniendo entonces en los 40 Principales, fui culpable de que los Beatles se escuchasen en mi clase.

Elegí la canción Getting Better, la cuarta pista del Sgt. Pepper, que me gustaba bastante a pesar de que incluyese la frase "Solía ser cruel con mi mujer. La pegaba y mantenía alejada de aquello que le gustaba". Que ahora por suerte somos mejores (o eso creo) y semejante burrada no tiene cabida entre las letras de una canción (salvo que estemos hablando de reguetón, ese reducto de la misoginia que resiste el avance del sentido común como si fuese la aldea de Astérix ante los romanos), pero por aquel entonces era habitual que Académica Palanca se pasease por los platós de televisión cantando "Sólo porque la cosí a navajazos y los niños la miraban desangrarse y como me daban pena fui también y los maté. Muy bien" sin que nadie levantase una ceja por ello. Chavales, recordad: si miráis al pasado con los ojos del presente, lo más seguro es que la acabéis cagando.

Total, que tras dar una breve introducción acerca del cuarteto de Liverpool a la que sólo prestó atención la profesora, metí la cinta en el estéreo del aula y le di al botón de play. Segundos después, la guitarra de John Lennon nos introdujo en una pieza pop rock ligeramente experimental con letra en inglés.

Pop rock. Ligeramente experimental. Con letra en inglés. Vamos, lo menos adecuado para la gente que me rodeaba.

Al poco de comenzar a escucharse la pieza, se extendió por todo el aula un rebuzno de desaprobación de lo más lamentable que tardó en disiparse algo más de los dos minutos y cuarenta y siete segundos de duración de la cuarta pista del Sgt. Pepper. Hubo quienes rieron considerando que aquello era ridículo, pues no tenía nada que ver con los DJs de polígono que acostumbraban a escuchar en sus walkmans. Otros torcieron el gesto en una mueca de desagrado como si acabasen de probar un yogur aderezado por error con sal... La reacción menos negativa que aprecié vino de la mano de una compañera que me preguntó con timidez si aquella canción era la que se oía de fondo en un anuncio de Philips que había visto en la tele recientemente.

En definitiva, un puto fiasco. Cuando finalizó el tema y me acerqué a sacar la cinta, oyéndose aún comentarios cachondeándose del "rarito al que le gustaba la música clásica", pasé junto a la profesora, quien sí había apreciado lo que acababa de poner. Juraría que la oí mascullar entre dientes un "no se hizo la miel para la boca del asno". Instantes después, con el ambiente ya relajado, la maestra me preguntó si tenía algo más que decir.

Pues sí, mira. Tengo que decir que ninguno tenéis, no habéis tenido y no tendréis ni puta idea de música, que os tragáis la primera basura que os cuelan por la radio como si fuéseis borregos metiendo el hocico en un cuenco de pienso sin criterio alguno y que es la última vez que me ofrezco a participar en una mierda de actividad voluntaria que para lo único que me ha servido es para quedar como un gilipollas delante de gente a la que aún voy a tener que soportar durante varios meses. A tomar por culo, hombre ya. 

Evidente, NO dije eso. Me limité a pensarlo, a negar con la cabeza y a volver a mi sitio deseando que llegase la hora de largarme a casa, donde reflexionaría acerca de qué hacer a partir de ese momento: podría deshacerme de aquella discografía, dejarme arrastrar por la masa y, como dicen los Mamá Ladilla en Música Cursi, "entregar mi intelecto a esa música tan lerda" (al año siguiente aparecería Operación Triunfo, lo cual me facilitaría mucho la tarea) y dejar de ser el rarito; o podría dejar que la situación vivida en clase de música me resbalase, pasar olímpicamente de los demás y continuar disfrutando de una beatlemanía y de un criterio musical propio e independiente que podría dar paso en el futuro al descubrimiento de toda clase de géneros, a cual más enriquecedor desde el punto de vista cultural. Y entonces tomé una decisión al respecto que he mantenido hasta el día de hoy.

Sí, exactamente hasta el día de hoy, pues acabo de salir de la tienda de discos con esta criatura tan hermosa debajo del brazo:

Alguien tiene que mantener a Yoko Ono

Así que, si me disculpáis, voy a retirarme a escuchar este disco mientras me siento orgulloso de aquel chaval rarito de Tercero de ESO que decidió no traicionarse a sí mismo y a quien hoy debo el placer de tener un gusto musical en el que no cabe ni uno solo de los 40 Principales.

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