lunes, 17 de abril de 2017

París bien vale una angustia

¿Pondríais en peligro la vida de vuestra familia por diez euros? Imagino que todos los no catalanes habréis respondido que no, ¿verdad? Pues yo he de reconocer que sí. Y no porque sea un miserable, sino porque es algo que acabo de hacer.

Os meto en el contexto: desde hace unos meses, mi novia y yo hemos estado organizando un viaje a París de media semana. Y como ella quería rememorar la visita a Disneyland que hizo veinte años atrás con su familia y yo quería que mi madre –de quien he heredado mi frikismo por el arte impresionista– visitase el museo de Orsay, decidimos aprovechar que (hasta que Dios quiera) somos clase media, ahorrar un poco más de lo habitual, e incluir a nuestras respectivas familias en esta visita a la ciudad de la luz.

Este detalle complicaba ligeramente la organización, pues había que coordinar nuestro vuelo desde Dublín y su vuelo desde Adolfosuarezmadridbarajas intentando ajustar los horarios al máximo para evitar un desfase muy grande que forzase a unos a pasar demasiado tiempo esperando a otros en el aeropuerto parisino. Que eso es un coñazo, hombre.

Al final, y tras dejar el motor de búsqueda de Skyscanner echando humo, la cosa quedó así: nuestro avión aterrizaría a las 21:15, y el suyo a las 22:50. Una vez reunidos, tomaríamos el cercanías a la Gare du Nord, y de ahí caminaríamos unos metros al hotel.

Visto así, no suena tan mal, peeero... Mis padres tendrían que añadir eso a las tres horas de ALSA desde Valladolid y a otras tres horas de espera en el aeropuerto madrileño. Por ello, conforme se aproximaba el Día D, mi novia y yo estábamos cada vez más convencidos de que sería conveniente hacer un upgrade de última hora y cambiar el cercanías por un taxi que nos dejase en la puerta del hotel. Aunque hubiese que rascarse un poco más el bolsillo.

Vale, ¿rascarse cuánto más el bolsillo? Veamos... Si seis billetes de tren iban a costar casi cuarenta y seis euros, yo creo que como mucho, podríamos aceptar una carrera por sesenta, ¿no? Sí, yo creo que sesenta como tope. Venga, pues sesenta.

Ha llegado el Día D.

En cuanto mi novia y yo hemos tomado tierra y pasado el control de pasaportes, nos hemos acercado a la primera parada de taxis que hemos encontrado en la terminal de llegadas: un rincón lúgubre en el que varios taxistas, cuales traficantes de droga como los que salen en The Wire, nos han mirado con cara desafiante mientras nos hemos acercado a ellos. He preguntado si alguno tenía un taxi con sitio para seis personas, y uno nos ha ofrecido acercarnos a la ciudad por ochenta euros. Mi respuesta ha sido un escueto "gracias, buenas noches", acompañado de una huida a toda prisa de aquel minibronx. A ver si por querer evitar que mis padres se den una paliza, la paliza se la va a llevar mi cartera, no te jode...

Al llegar a la puerta de salida por la que deberían hacer aparición nuestras familias poco más tarde, hemos descubierto que había otra parada, ésta más luminosa y concurrida. Antes de negociar nada, hemos preguntado en información si sabían cuánto podría costar una carrera para seis personas que no incluyese atraco. La respuesta del joven tras el mostrador ha sido "unos ochenta euros", y yo me he llevado una lección de humildad al ser consciente de que aquel taxista chungo no estaba intentando estafarme. Yo y mi manía de pensar que en el mundo sólo hay mala gente. Ay...

Conforme ha ido pasando el tiempo, mi novia y yo hemos ido considerando la opción de subir el presupuesto inicialmente fijado en sesenta euros, pues mañana tenemos que madrugar y tal. Tras esta decisión, nos hemos acercado a los taxistas de la parada concurrida, quienes tenían el aspecto de estibadores portuarios salidos de The Wire (he acabado de ver esa serie hace dos días, no me lo tengáis en cuenta), y uno de ellos, dueño de una barba de varios días y pinta de llevar otros tantos frotándose cada mañana con el pico de una toalla mojado en colonia para no tener que ducharse, ha aceptado llevarnos por setenta euros. A mi novia y a mí nos ha parecido bien y le hemos dicho que no se fuese muy lejos, pues el avión procedente de Madrid estaba al caer. Joder, qué mal rollo da esa última frase. Bueno, da igual, porque al final todo ha salido según lo previsto y nos hemos reunido emotivamente mientras el taxista ha aguardado pacientemente en segundo plano.

En cuanto nos hemos empezado a mover, el conductor, casi echando a correr a través de la multitud en dirección a la parada, se ha escapado de nuestra vista y, como surgido de ninguna parte, ha aparecido un maromo que nos ha ofrecido llevarnos al hotel por sesenta euros. Este nuevo personaje, a diferencia de los taxistas del párrafo anterior, vestía un impecable traje de dos piezas, y mostraba una educación y unas maneras propias de un caballero de mediados del siglo pasado. Teniendo en cuenta semejante descripción, estaréis pensando en alguien de fiar y responsable, ¿verdad?

Pues yo, en ese momento, he pensado en Jarabo.

fuente:murderpedia.org
"Caballeros, les acerco al centro por sesenta euros y la voluntad"

No obstante, y como marineros que se dirigen a las rocas atraídos por el canto de una sirena, hemos echado a andar detrás de este dandi, abandonando al taxista de dudosa higiene. Al llegar al vehículo  –una furgoneta negra con las lunas tintadas situada bastante lejos de la parada–, y mientras el hombre arreglado se ha dedicado a introducir nuestro equipaje en el maletero con tal cuidado que parecía Nicholas Cage en La Roca manejando aquellos misiles to chungos de bolitas verdes, he descubierto el pastel: el techo de la furgo, que debería portar un luminoso con la palabra TAXI bien visible, no contaba con dicho accesorio. En ese momento, una parte de mí ha recordado tooodas las guías de viajes y tooodos los carteles aeroportuarios que avisan de la importancia de utilizar SIEMPRESIEMPRESIEMPRE servicios de taxi oficiales, y de lo imbécil y temerario que es hacer lo contrario; y otra parte de mí ha recordado que aquello iba a salir por sesenta euros. Adivinad qué parte de mí ha ganado la discusión.

La furgoneta, con todos dentro, se ha puesto en marcha camino de la cité, y la parte de mí rata se ha dedicado a pedirle perdón a la parte de mí sensata en cuando he empezado a barajar los diferentes desenlaces de aquella aventura, a cual más descorazonador.

Las cosas como son, una vez que logras meter en tu coche a seis guiris (porque los españoles, cuando salimos de España, nos convertimos en guiris aunque no queramos reconocerlo) despistados a las once de la noche, llevártelos a una nave en la que estén esperándote refuerzos para desplumarles a punta de navaja o pistola, fostiarles de lo lindo y echar a perder sus vacaciones es sencillísimo. Si a mí, que lo más ilegal que he hecho en mi vida ha sido bajarme The Wire por torrent, se me puede ocurrir algo así, imaginad a quien se dedique a ser mala gente de forma profesional.

Al final, por querer evitar una paliza a mi cartera, la paliza nos la íbamos a llevar todos. Hay que joderse.

A los pocos minutos de comenzar el trayecto, mi madre, viendo que yo estaba tenso como la cuerda de una ballesta, me ha dicho bien alto y en perfecto español: "Tú ya has estado en París más veces y te lo conoces bien, ¿verdad?" esperando que eso alejase de la mente del conductor cualquier intento de metérnosla doblada. Por otra parte, dudo que el conductor tuviese ni zorra de la lengua de Cervantes o que mi conocimiento de la capital francesa pudiese influir lo más mínimo es cualquier plan delictivo que estuviese llevando a cabo. Pero agradezco la intención, mamá. En serio.

Poco después, mientras hemos pasado bajo los indicadores de la Autoroute du Nord que avisaban de la proximidad de nuestro destino, el conductor me ha dicho que la carretera de la ruta programada originalmente estaba cortada y que tendría que coger un desvío. Y ahí ya he palidecido, un sudor frío ha recorrido mi espalda y se me ha ido la olla por completo (aunque todo para mis adentros, ojo):
Así que éste es tu plan, ¿eh, cabrón? Con la excusa de un corte de carretera que no existe, vas a meternos en sabe Dios qué barriada de la periferia alejada de la civilización donde otros como tú nos van a inflar a hostias antes y después de quedarse con todo lo que llevamos en las maletas, ¿no? Y yo sin saber cuál es el número de la Police*. Joder, tendría que saberlo, que he venido aquí ya ocho veces. Mírale, otro desvío que ha cogido, el hijolagranputa. Ya está. Estamos muertos. ¿Quién me manda meterme en un puto taxi pirata? Y todo por ahorrarme diez tristes euros. Idiota. Que eres idiota.
Como he estado ocupado con la realización de este ejercicio de calentamiento cerebral, cuando he querido darme cuenta estábamos enfilando la Avenida de Flandre, que me suena bastante, y un par de minutos después la furgoneta se ha detenido en la puerta del hotel. Acto seguido, el hombre del traje ha sacado las maletas con el mismo cuidado con el que las ha metido, nos ha cobrado la cantidad acordada y ha desaparecido calle abajo en su monovolumen mientras nosotros hemos entrado a la recepción del sobrevalorado tres estrellas (París, la ciudad en la que todos los hoteles tienen una estrella de más) antes de dirigirnos a nuestras respectivas habitaciones.

Al final, como podéis ver, no hemos tenido que lamentar ningún incidente, y no vais a descubrir una noticia en Le Monde relatando que han encontrado los cadáveres de seis españoles (uno de ellos demasido confiado y un poco gilipollas) en una nave abandonada de la banlieue parisina. Todo ha sido una película escrita y dirigida por mi flipadísimo cerebro. El mismo cerebro que ha decidido que el susto me dure un poco más, causándome un episodio de insomnio maravilloso que me ha venido de perlas para escribir esta entrada.

*El teléfono de la Police en Francia es el 17. De nada.

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lunes, 10 de abril de 2017

La murciana

La murciana apareció cuando ya no quedaba sitio en el equipo de soporte español y tuvo que hacerse un hueco entre los agentes franceses.

La murciana se presenta con dos besos porque "eso de dar la mano" no lo hace una española.

La murciana decidió que sólo ella puede llamarme "Joselico".

La murciana se dio cuenta de que TODOS los días me llevaba un bocata al trabajo para comer y me dijo "Joselico, ¿qué es eso de comer bocadillos todos los días? Tienes que cocinar" (mientras se comía un tupper de puré de patatas con salchichas, que no tiene ningún mérito). Y, desde entonces, no he vuelto a comer sándwiches.

La murciana tardó dos semanas desde su llegada a Irlanda en elaborar un mapa de bares en los que se había olvidado alguna cosa.

La murciana presenció conmigo la performance de un ruso que bebía vodka y cocacola por separado, preparándose el cubata dentro de la boca, y que nos preguntó si estábamos casados y nos soltó un sermón de diez minutos acerca de las bondades del matrimonio y de "encontrar una mujer por la que proveer".

La murciana escribe en castellano, habla en panocho cuando se cabrea, enseña en inglés y maldice en gabacho.

La murciana dice obelisco en vez de basilisco.

La murciana estuvo a punto de montar una escena en un restaurante porque nos sentamos a tomar un café y la camarera nos pidió que terminásemos rápido y dejásemos la mesa libre para quienes entrasen a cenar.

La murciana me lió para que me tejiese una bufanda.

La murciana empezó a tejerse una bufanda, pero el proyecto se le fue de las manos y acabó tejiéndose una capa.

La murciana hace fotos con flash desde el asiento de detrás del coche, provocando que yo crea que un radar nos ha crujido y que mi novia piense que una tormenta de las que traen riadas que hacen desaparecer a la gente nos va a crujir en cualquier momento.

La murciana me lio para que hiciese kayak un sábado por la tarde en las sucias aguas del estuario de Malahide.

La murciana llama chiquichiqui al detector de proximidad de un Peugeot 1007.

La murciana nos invitó a mi novia y a mí a cenar en su casa, nos preguntó que qué queríamos comer, le dijimos que pizza y preparó una pierna de cordero al horno. Con patatas.

La murciana nos quiso enseñar un montón de detalles de su patio desde la ventana de la cocina, pero la línea de sujetadores que tenía tendida al viento irlandés no nos dejaba ver nada de lo que nos estaba indicando.

La murciana dice piza en vez de pizza.

La murciana niega que diga piza en vez de pizza.

La murciana tuvo una experiencia traumática en el baño de la oficina cuando oyó a una brasileña mear muy fuerte.

La murciana exclama "¡SERÁ VERDAD!" cuando no se cree lo que le estoy contando (lo cual ocurre el ochenta por ciento de las veces que hablamos).

La murciana se emociona si el bed and breakfast en el que vamos a pasar la noche tiene figuritas de ranas en la puerta.

La murciana se pidió un té de hierbas tan intenso que todo el centro comercial estuvo oliendo a bosque hasta el día siguiente.

La murciana estuvo dándome cháchara en el jacuzzi del gimnasio hasta que se nos empezó a caer la piel a tiras.

La murciana se fue a Rusia para comprobar si lo del loco de los cubatas era un caso aislado y descubrió que TODOS los rusos están locos. Empezando por los vendedores de pelapatatas que hacen demostraciones del funcionamiento de sus productos en los vagones del metro de San Petersburgo.

La murciana ha conseguido que los rusos me llamen Joselica.

La murciana llama pelufas a las mondas de las patatas.

La murciana está pensando ahora mismo: "¡Ah! Pero vosotros, ¿no llamáis pelufas a las mondas de las patatas? ¿¿¿EN SERIO???".

La murciana lloró de la risa porque aproveché que su ordenador del trabajo tenía el volumen encendido para enviarle mensajes instantáneos a intervalos que interpretasen La cucaracha a través de las notificaciones.

La murciana estableció como fondo de escritorio del ordenador de su trabajo una foto de la huerta murciana con la leyenda "FOREVER MURCIA" que le pasé por correo interno.

La murciana podría sobrevivir varias semanas a base de shortbreads, hashbrowns y salchichas de las que sirven los viernes en la cantina que hay al lado de la oficina.

La murciana se niega a ver The IT Crowd y Freaks and Geeks aunque se lo haya pedido cuarenta veces.

La murciana levanta una mano cuando suelto alguna burrada, levanta las dos manos cuando suelto alguna burrada muy fuerte y se lleva la cabeza a las manos cuando suelto una burrada denunciable.

La murciana me contó que su perro se llama Manchitas y añadió: "Y ahora suelta una burrada de las tuyas".

La murciana nos hizo viajar de Dublín a Cork y montar en un barco porque quería ver delfines y ballenas. Y valió la pena.

La murciana sabe cuánto odio las notas de voz de Whatsapp y ya ha conseguido que le mande alguna.

La murciana echaba de menos el sol de su tierra y se montó en un avión que dejó Irlanda un poco vacía, llevándose a Murcia la repugnante costumbre de untar ketchup en las tostadas.

La murciana se marchó dejando a deber un paseo a caballo.

Y la murciana, que gusta mucho de tocarme las narices, ha decidido cumplir años un martes, así que esta felicitación le va a llegar con seis días de retraso.

La murciana trisca como un chivo en una playa irlandesa

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lunes, 3 de abril de 2017

Eclesiastés 3:1-8

¿Alguna vez os habéis involucrado en una relación de pareja tóxica? Eso de estar con alguien que os da mala vida, que invade vuestro espacio personal, que exige todo vuestro tiempo y vuestra atención, que os aparta de vuestras amistades, que os juzga negativamente, que os da demasiado poco a cambio de todo lo que estáis dando vosotros... Pues bien, yo puedo hablar de ello desde la experiencia porque lo que acabo de enumerar describe con bastante precisión la relación que mantengo con este blog.

Y claro, una de las peores fases por las que se pasa en una relación tóxica es aquella en la que tienes que decirle a tus padres: "os presento a X". Porque en el mejor de los casos tus padres te lanzarán una mirada vacía en la que podrá leerse algo así como "hijo, no te hemos criado para que acabes así". Por ello es normal el intentar evitar a toda costa esa primera interacción entre tus progenitores y el origen de todos tus males.

En mi caso, he retrasado el encuentro treinta entradas. No obstante, cuando hablé del affaire Lexibook (por última vez, que no me ocurrió a mí), consideré que quizá mis padres podrían encontrar divertido (o al menos entrañable) recordar una historia que ya les conté en su momento, el mismo día que tuvo lugar, durante una de las largas conversaciones a cobro revertido vía España Directo de Telefónica (el servicio de conferencia con el tono de espera más deprimente de la Historia) que manteníamos cada tarde durante mi primera estancia en Lille.

Así que le pasé a mi madre el enlace a la entrada por Whatsapp. Y mi madre se lo enseñó a mi padre.

Y, joder, les ha gustado. No sólo les ha gustado, sino que mi madre se ha leído TODAS LAS DEMÁS y ahora tiene un acceso directo a mi blog en su móvil (y otro a la cuenta de Instagram de mi gata, pero no voy a hablaros de eso) y mi padre, que ha comparado mi estilo de escritura con el de Pérez-Reverte (sí, se ha columpiado un poco, pero me ha hecho ilusión), cada vez que me oye decir algo gracioso no puede evitar soltarme un "deberías contar eso en lo que escribes tú los lunes". Así que, con semejante feedback aún llenándome de orgullo y satisfacción, voy a seguir actualizando esto cada semana. Y si no os gusta, me importa una mierda del tamaño del barco del autor de Alatriste.

Aunque, para mierda gorda, mi segunda estancia en Lille. Y es que, echando la vista atrás ahora que estoy a casi veinte años de ello, no puedo evitar sacudir la cabeza ante lo patético de mi reacción a todo lo que me ocurrió durante aquel corto fin de semana en tierras francesas en el que podría haber disfrutado de lo lindo de haber tenido la experiencia en otro momento de mi vida. Pero, qué se le va a hacer, yo era muy pringao por aquel entonces.

Para empezar, mi correspondiente francés era un friki de Pokémon. Repito y lo pongo en mayúsculas: DE POKÉMON. Estáis leyendo a un pavo que posee una colección mastodóntica de cartas de Pokémon (y que gusta de jugar a las mismas con su novia de cuando en cuando a pesar del mal perder que ambos tenemos), que no para de acortar la vida útil de la batería de su teléfono BQ Aquaris E4.5 (La E es de "Ébola") a base de abrir Pokémon GO varias veces al día, que se deformó los pulgares intentando pasarse el Pokémon Pinball en la Game Boy Pocket y que se ha hecho el equivalente al Camino de Santiago con el podómetro de Pikachu enganchado en la cintura.

Esperad, que hay más. El gabachillo también era fan de la Guerra de las Galaxias. Permitidme one more time lo de repetir en mayúsculas: LA GUERRA DE LAS GALAXIAS (bueno, La Guerre des Étoiles, en su caso). No voy a enumerar hazañas que detallen el nivel de idolatría que he desarrollado en los últimos años hacia el universo de George Lucas. Sólo os diré, para que os hagáis una idea, que durante la visualización de Rogue One en IMAX 3D hace un par de meses me resultó casi imposible controlar mis esfínteres ante la emoción que sentía.

El problema es que por aquella época yo consideraba que Pokémon, al igual que todo lo llegado desde Japón, era una bazofia. Y respecto a la Guerra de las Galaxias, sólo conocía el episodio IV porque pusieron la cinta en el autocar durante una excursión de catequesis a Pancorbo y me pasé media película durmiendo. Así que, cuando el muchacho me enseñó la habitación que habría de compartir con él durante el fin de semana y contemplé aquel muestrario de figuritas, pósters, cintas, videojuegos y demás parafernalia, en lugar de decirle "cierra por dentro, que tú y yo no vamos a salir de aquí en sesenta horas", pensé "qué puto horror de habitación" y me juré a mí mismo que no pasaría dentro de aquel sitio más tiempo del estrictamente necesario.

Claro que el resto de la casa no ayudaba mucho a que la situación mejorase: nada más cruzar la puerta de entrada, un enorme ojo fabricado con el globo de una farola daba la bienvenida a los visitantes. Y esperad, que eso no es todo. En medio del salón, sobre la mesita, una jaula del tamaño de una televisión contenía varias muñecas desnudas con los brazos ligeramente serrados para poder atravesar los barrotes. Había mucha más bazofia por el estilo, y me duele muchísimo que el subconsciente de aquel criajo vallisoletano enterrase bajo siete llaves los recuerdos del resto de decoración expresionista bohemia francesa que adornaba la casa de mi correspondiente. Y es que, por aquel entonces, yo aún no sabía reconocer que el verdadero valor de las artes plásticas no reside en lo elaborado de las obras, o en la perfección a la hora de plasmar aquello que pretenden representar, sino en la capacidad del artista para vendernos sus mierdas. Mierdas, por cierto, que en el caso que os estoy relatando hoy, habían sido realizadas por la madre del crío, artista de profesión, quien me enseñó varias fotos de espantajos similares mientras cenábamos ante las que, debido a los limitadísimos conocimientos acerca del arte del siglo XX que yo poseía, sólo pude decir "señora, es usted como Picasso", dando por zanjada una conversación que, de haber tenido lugar hoy, habría sido fantástica y culturalmente muy enriquecedora.

He de aclarar que en aquella casa no había padre, e ignoro el porqué. Lo que sí que había era una segunda mujer de mediana edad, a la que desde ahora me referiré como "amiga de la madre", ya que no averigüé la relación que había entre ellas. Y es que no tuve huevos de indagar al respecto, pues semejante estructura familiar, sin llegar a parecerme inadecuada o incorrecta (que quede claro), sí que se me antojaba "rara de cojones", habida cuenta de lo ignorante que yo era en el año dos mil. Las cosas como son, me hubiese encantado sentarme con ambas mujeres en torno a la jaula de las muñecas y, en el caso en el que aquello fuese una relación lésbica, conocer un poco cómo era su día a día en un país en el que cientos de miles de personas son capaces de dejarse en casa la liberté, la égalité y la fraternité y echarse a la calle para protestar contra el matrimonio igualitario. A mi yo de hoy en día le habría interesado muchísimo hablar de todo aquello, en serio. Al imbécil de mi yo del año dos mil, no.

Y si mi llegada a aquel hogar fue desastrosa, el resto de la estancia con la familia no se quedó atrás, pues yo era más mierdas que Son Gohan en los primeros capítulos de Bola de Dragón Z y no supe apreciar el haber pasado un fin de semana celebrando un cumpleaños en un puto castillo. Os voy a dar detalles pero os advierto que lo de inventar una máquina del tiempo para viajar a esa época y darme la hostia que me merecía me lo he pedido yo primero.

Mi correspondiente, su madre, la amiga de su madre y yo nos metimos en un coche diminuto con el maletero lleno hasta los topes de cintas de casete, paramos ante la puerta de la casa de una segunda amiga que cargaba con un macuto del tamaño de una mesa camilla y que se acomodó, sin abandonar su gigantesco macuto, entre mi correspondiente y yo en la parte de atrás del vehículo y nos hicimos a la carretera. Y la amiga de la madre se encendió el primer porro.

Si queréis saber lo que pienso de semejante panorama, os diré que así es como deberían empezar todos los planes, joder. Si me lo hubiéseis preguntado entonces, no os habría contestado porque estaba demasiado ocupado con la cara pegada a la ventanilla, aguantándome las lágrimas y deseando que aquel trayecto acabase cuanto antes. O, al menos, que mi correspondiente y su madre dejasen de corear en bucle la sintonía de Pokémon y se callasen de una puta vez.

Arribamos al castillo al mismo tiempo que la amiga de la madre finiquitaba su tercer truja de la tarde. Recuerdo que el castillo era enorme, recuerdo que había muchísima gente, recuerdo que todos los asistentes se conocían entre ellos y que yo no conocía a nadie, recuerdo que la segunda amiga se dedicó a recorrer las dependencias del lugar balanceando un incensario encendido, y recuerdo que el dormitorio era una sala enorme con un montón de camas que me hizo evocar los barracones de un campo de concentración nazi (doce años después me vería obligado a pasar tres meses maldurmiendo con mi novia en diferentes albergues de Dublín y la habitación de aquel castillo francés era una suite en comparación, pero no quiero desviarme de la historia). Lo que no recuerdo es dónde estaba aquella fortaleza. He buscado en Google Maps y no he logrado dar con el sitio, así que no os queda más remedio que creer lo que estoy contando.

En cuanto dejamos nuestras cosas en el dormitorio, alguien empezó a decir que la puesta de sol desde allí era muy bonita, así que tuve que reprimir las ganas que tenía de meterme en la cama hasta el día siguiente y todos nos dirigimos hacia la muralla como si fuésemos un rebaño del que sobresalía mi correspondiente, blandiendo un palo que había recogido del suelo a modo de sable láser, y gritando que era Obi Wan Kenobi. Visto con perspectiva, tendría que haberme hecho yo con otro palo, haber gritado que era Darth Vader y (spoiler alert) haberle endosado una hostia a la altura del bajo vientre con la excusa de estar representando mi papel. Por echar unas risas, más que nada. Pero no lo hice. Otra oportunidad perdida, macho.

Llegados a la mencionada muralla y pude comprobar que las vistas eran preciosas, las cosas como son. De hecho, no recordaba haber visto nada tan bonito desde aquellos viajes por el Desfiladero de la Hermida en el Renault 5 de mis padres en las vacaciones veraniegas a Asturias de mi infancia durante los cuales siempre acababa echando la pota. Considerando las pintas y la mentalidad del grupo de hippies new age que me rodeaba (en la muralla, no en el Renault 5) tendría que haber aprovechado la ocasión para llevar a cabo alguna performance troleadora que tanto me gusta protagonizar ahora que tengo treinta años y me da todo igual, como sacarme la chorra y mear al sol poniente al grito de "¡Estoy en comunión con la Madre Naturaleza!" o algo por el estilo. Sé que me habría convertido en su dios de haberlo hecho, pero yo era un chiquillo muy apocado y me limité a sacar una foto con la cámara que mi padrino me regaló cuando hice la comunión que no hace justicia a la belleza de lo que estaba presenciando:

Sí, es una foto hecha con el móvil de una foto que ni me he molestado de sacar del álbum. Así soy

Una vez desaparecido el sol por occidente, nos adentramos en el castillo de nuevo y yo, con el ánimo a varios metros bajo tierra, le dije a la madre de mi correspondiente que estaba muy cansado y que me quería ir a dormir. Y la madre, sabiendo que apenas había comido nada en todo el día y preocupada ante la idea de que acabase desfalleciendo por el hambre o algo, insistió en que cenase un poco y acabó sentándome a la mesa ante un plato de chili con carne que, la verdad sea dicha, sabía de puta madre. Llenarme el estómago me levantó ligeeeramente el espíritu y decidí darle una oportunidad a lo de participar en la fiesta, así que terminé de sacar brillo al plato y partí tras la madre artista al gran salón reconvertido en discoteca en el que los gabachos hippies conversaban animadamente. Uno de ellos, bastante simpático, se me acercó y, con la intención de sacarme algo de conversación, me dijo que la música que estaba sonando en aquel momento la había traido él y que también tenía varias cintas en español que no entendía, que si podía traducírselas cuando las pusiera más adelante.

Y yo recordé que Asunción, nuestra profesora de francés, nos había dicho que a los franceses les chiflaban los Celtas Cortos (en serio, usó la expresión "chiflar" porque entonces aún se usaba). Le respondí al chico que me encantaría ayudarle con esas traducciones y le pregunté si conocía a la banda de Valladolid. "Les Celtas quoi?" fue todo lo que obtuve por respuesta, así que pensé "a la mierda. Lo he intentado" y me fui a la cama sin decirle nada a nadie. Afortunadamente, la habitación estaba lo suficientemente lejos del barullo y la música, por lo que no me costó demasiado quedarme roque en la soledad de aquel dormitorio-barracón auschwitziano.

Me desperté en mitad de la noche y descubrí que el lugar estaba ahora poblado de seres que dormían a pierna suelta (algunos de ellos roncando) y, en los quince minutos que tardé en recuperar el sueño (con lo especialito que soy yo para eso), tuve tiempo de cagarme en mi estampa varias veces por haberme empeñado en participar en aquel intercambio, con lo bien que podría haber estado yo aquel fin de semana en mi cama de Valladolid, abrazado a mi oso de peluche Tili (sí, a los trece años aún dormía con un oso de peluche, lo que puede explicar muchas cosas. Pero no quiero darle vueltas a eso ahora).

Una vez la noche tocó a su fin, y poco antes de despedirnos de aquel castillo y poner rumbo a Lille de nuevo, todos los participantes en la fiesta de cumpleaños (si es que a lo que yo hice se le puede llamar "participar") nos juntamos en la cocina para disfrutar del desayuno. El problema es que, ignoro si debido a un fallo de cálculo logístico o a que los que allí estaban habían preferido gastarse la pasta en bebida que trincarse durante el guateque de la víspera, todo lo que había para desayunar eran tres cruasanes a repartir entre unas quince personas.

Llevando a cabo un bellísimo gesto de cortesía, los franceses me dieron a mí uno de los cruasanes, y no recuerdo haber probado un cruasán tan delicioso como aquél. Bueno, si pasamos por alto los que vendían en Continente antes de que pasase a llamarse Carrefour y los que mis padres compraban cuando parábamos en Frómista camino de nuestras vacaciones en Asturias y que yo, como ya he relatado hace unos párrafos, me encargaba de vomitar en alguna curva de la carretera entre Potes y Panes. La cuestión es que, tras paladear tan sabrosísima pieza de repostería, hice algo que, cada vez que lo recuerdo, me hace pasar por alto todos los errores que cometí durante aquellos días y me reconcilia con mi yo treceañero gilipollas.

Mientras aquellos hippies gabachos se pasaban el segundo cruasán dándole pequeños pellizcos, cual grupo de pastores extremeños en la posguerra compartiendo un mendrugo de pan, localicé el tercer y último de los cruasanes reposando sobre la mesa en torno a la cual estábamos y, antes de que nadie pudiese decir "Mon Dieu", alargué el brazo para trincarlo y jalármelo de dos bocados, procediendo entonces a exhibir una sonrisa de oreja a oreja que contrastaba con las caras de consternacion de quienes aún no se creían lo que aquel criajo mierdas español acababa de hacerles.

Teniendo en cuenta la velocidad a la que perpetré mi fechoría, imagino que mis dientes estarían llenos de migas de hojaldre, algo que habría tratado de ocultar en otras circunstancias. Pero es que, en aquel momento, por primera vez en mi vida, me importaba una mierda lo que pensasen los demás. Sí, lo habéis adivinado. Una mierda tan grande como el barco de Arturo Pérez-Reverte.

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