Es un día de diario de mil novecientos noventa y cuatro. El año se encuentra en esa época de finales de primavera en la que el frío y los atardeceres que llegan demasiado pronto han pasado a ser un recuerdo reciente y el clima agradable invita a pasar la tarde al aire libre. Alvarito, que tiene seis años y yo, que tengo siete, hemos aceptado dicha invitación y nos encontramos en ese preciso instante a la puerta de su casa.
Minutos antes, la madre de Alvarito se ha presentado a la salida del colegio y me ha hecho saber que sería ella, y no mi padre, la encargada de llevarme de vuelta al barrio aquella tarde, añadiendo que mis padres han tenido que salir a hacer un recado y que volverán un par de horas después, tiempo durante el cual habré de quedar a su cargo.
Esta noticia no me atribula en lo más mínimo. Mi infantil cerebro aún no ha desarrollado el área encargada de preocuparse por gilipolleces y ve en mis padres una madurez de la que yo carezco, por lo que me limito a concluir que tal recado se traduce en "cosas de mayores" y respeto su discreción. Por otra parte, es habitual que padres, madres y tutores legales de los chiquillos que compartimos barrio y centro educativo se turnen a la hora de transportarnos de aquél a éste y de éste a aquél según las circunstancias, gracias a la existencia de un espíritu de comunidad social inimaginable décadas después, debido a que el Capitalismo se encargará de destruir todo lo que huela a colaboración entre seres humanos.
Permitidme que me salga de la historia un momento para decir una cosita: a día de hoy, el Capitalismo es el responsable del noventa y nueve por ciento de vuestros problemas. Y no vais a conseguir que me baje de esa burra.
La calle en la que Alvarito y yo echamos a perder la tibia tarde, de unos cien metros de largo, es una de las más afortunadas de nuestro vecindario de casas molineras desde el punto de vista de la seguridad vial, ya que es raro que por allí pasen más de cinco coches cada día. No es una arteria principal ni cuenta con establecimientos remarcables: a un lado de la misma apenas hay cuatro casas (incluida la de Alvarito) y dos grandes solares invadidos por la maleza, y al otro lado se encuentra una enorme explanada que a los chiquillos nos sirve de campo de fútbol, campo de batalla o campo del juego que se ponga de moda según la época. Una explanada a la que los vecinos, en un alarde de creatividad, siempre han llamado "la explanada". A pesar de ser el escenario de multitud de anécdotas y el lugar en el que se celebran decenas de eventos durante las fiestas del barrio, la explanada no tiene ningún peso en esta historia más allá de que al otro extremo de la misma el sol está comenzando su descenso diario.
De este otro lado, Alvarito y yo ignoramos el fenómeno astronómico, pues los fragmentos de uralita que estamos destrozando a pedradas ocupan toda nuestra atención. Insisto, es una tarde tranquila y nuestros padres saben dónde estamos (no como aquella vez). Es en ese momento cuando la aparición de un tercer personaje rompe la monotonía. Un personaje que tiene cuatro ruedas y un color blanco como la nieve que quienes vivimos en aquella latitud sólo vemos una vez cada tres o cuatro años.
El coche recorre varios metros de la calle de Alvarito en nuestra dirección, y a pesar de que aún se encuentra a sesenta metros y de que su velocidad es inexplicablemente lenta, su conductor llama nuestra atención con un toque de claxon. Alvarito y yo, instintivamente, nos quitamos de enmedio. Alvarito se adentra un par de metros en la explanada, y yo me arrimo a la tapia de uno de los solares anteriormente mencionados.
Permitidme de nuevo que me salga de la historia. Y tranquis, que esta vez no voy a criticar el Capitalismo, no. Lo que quiero es contar un detalle acerca de la tapia que acabo de mencionar. Dicha tapia era decorada cada año por los niños del barrio durante la semana de fiestas. Y yo solía perderme esta actividad, amén del resto de las celebraciones, porque las fiestas caían en julio y era entonces cuando mis padres tenían a bien el decidir que nos fuésemos de vacaciones dos o tres semanas a algún camping de la costa cántabra con la idea de evitar las masificaciones turísticas propias de agosto. Tras nuestro periplo vacacional, yo volvía a Valladolid tan moreno como el clima caprichoso del norte de España hubiese querido, y una de las primeras cosas que solía hacer era fijarme en los dibujos realizados por mis amigos sobre aquella superficie de ladrillos y confirmar, año tras año, que eran una mierda. Pues bien, debido a un desajuste en el calendario laboral de mi madre, en el noventa y siete no nos quedó otra que pillar vacaciones en el octavo mes. Y fue entonces cuando participé por primera y última vez en la decoración de la tapia (a pesar de que la pintura nunca se ha encontrado entre mis actividades favoritas). Hice un dibujo de Mortadelo maravilloso:
Yo pintando
Yo pintando (detalle) Esto que acabo de contar no tiene que ver en absoluto con la historia, pero como soy así de especialito y necesito que todas mis entradas tengan al menos una imagen, pues misión cumplida, oye. En fin, os sigo contando...
El coche se acerca a nosotros un poco más y el chófer del mismo vuelve a tocar el claxon. En esta ocasión lo hace dos veces. Y yo, que creo que el vehículo tiene sitio de sobra para pasar a pesar de que la calle es algo estrecha, me arrimo aún más si cabe a la tapia.
Un par de segundos después, con el vehículo a unos cuarenta metros de distancia, su ocupante vuelve a hacer uso de la bocina eléctrica, y es entonces cuando pienso (sí, pienso en mayúsculas): "PERO... ¿ESTE TÍO ES GILIPOLLAS O QUÉ LE PASA? ¿QUÉ HOSTIAS QUIERE? ¿QUE ME SUBA A LA TAPIA DE LOS COJONES O QUE LA ATRAVIESE COMO SI FUESE UN PUTO FANTASMA?". Porque tendré sólo siete años, pero ya he empezado a hacer uso de palabras que abultan más que yo (al menos en mis monólogos mentales, pues de soltar tales exabruptos en voz alta me arriesgo a que algún adulto me cruce la cara). El conductor, ignorante de la intensidad con la que me estoy cagando en sus muelas mentalmente, prosigue en su aproximación acompañada de constantes toques de pito mientras todo mi cuerpo se halla fundido contra la tapia como si fuese una manoloca. Los pitidos no cesan, y yo estoy a punto de berrearle a este imbécil que está poniendo a prueba mis nervios una retahíla de insultos que harían llorar a una monja cuando, gracias a que el coche ya está tan cerca que puedo atisbar su interior, reparo en quién es su ocupante. Mejor dicho, sus ocupantes.
Mis felices padres, que vienen del concesionario en el flamante Ford Escort que acaban de comprar.
