viernes, 3 de mayo de 2024

Confesando delitos

Hace un par de días, una amiga austriaca y yo participamos en una carrera que tuvo lugar en un pueblecito a una hora en coche de la ciudad en la que vivimos actualmente. De la carrera en sí no tengo mucho que contar aquí: me gustó la organización de la misma, hubo muy buen ambiente entre los asistentes y a todos los participantes se nos animó con ganas desde que abandonamos la línea de salida hasta que cruzamos la meta. De hecho, mientras corría descubrí que los austriacos, cuando jalean, gritan "op op op op op op op op!" como si fuesen un cazo con agua hirviendo o algo así.

Sin embargo, el detalle más sorprendente para mí no fue la animada onomatopeya, sino averiguar el motivo por el que la bolsa de corredor que se nos entregó al recoger nuestros dorsales pesaba tanto. Y es que, amén de batido de proteínas, polvitos de magnesio, caramelos y demás parafernalia atlética, el saco contenía este inesperado presente:

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¿Qué motivo había llevado a los organizadores de la competición a meter un paquete (XXL, ojo) de pastillas para lavavajillas en cada bolsa de corredor? Ni lo sé, ni quiero averiguarlo, pues hace ya varias entradas que decidí dejar de intentar entender a este país. No obstante, celebré el hecho con gran alegría porque, además de haberlo pasado bien corriendo, ahora voy a poder lavar los cacharros por la cara durante dos semanas.

A estas alturas de la narración, quienes me conocéis os estaréis extrañando de que no me haya quejado aún. Yo, que soy un experto en sacarle pegas a todo. Pero ya que insistís, admito que un detalle de la prueba me chirrió un poquito (y he de decir en mi defensa, que a mi amiga austriaca también): la misma estaba programada para las tres de la tarde. Muy mala hora. Esto provocaba que, teniendo en cuenta el trayecto en coche y que había que estar allí al menos una hora antes para hacernos con los dorsales, nos tocase incluir la comida en nuestro plan. Por ello, decidimos hacer un alto en el camino para tal fin en otro pueblo que nos pillaba a mano; pero descubrimos que, por ser primero de mayo, sus restaurantes estaban cerrados.

Al final terminamos por recurrir al McDonalds para dar cuenta del almuerzo, el cual incluyó medio litro de refresco por cabeza y sendos cafés de tamaño inesperadamente grande. A raíz de ello, una ligera preocupación se adueñó de nosotros, pues no teníamos muy claro cómo iban a gestionar nuestros organismos semejante ingestión de líquido cuando, un par de horas más tarde, de completar los cuatro kilómetros a la carrera se tratase. Esto me hizo recordar una anécdota que ocurrió tiempo ha cuando mi frikismo por correr se encontraba en su máximo apogeo. Ya que ese mismo frikismo actualmente está invadiendo a mi amiga y ésta recibe de muy buen grado mis experiencias y consejos corredores, procedí a contarle la susodicha anécdota. Y la misma le hizo tanta gracia que me dije "esto, para el blog". Y en ello estoy ahora mismo.

El tiempo y el lugar bailan en mi memoria, así que no puedo ser muy preciso y he de decir que yo tenía entre catorce y dieciséis años y que la historia tuvo lugar en Palencia o en Zamora. Y es que ambas ciudades, al igual que muchas otras localidades de la geografía castellana, solían organizar cada año una milla popular y a estas alturas de la vida todas aquellas en las que participé me parecen la misma. Y no es de extrañar, pues estaban cortadas por el mismo patrón: una calle más o menos ancha o un paseo hacían las veces de circuito durante un par de horas en las que se nos congregaba a los atletas para recorrer a toda hostia los mil seiscientos metros reglamentarios.

Calculo (porque, insisto, no lo recuerdo muy bien) que aquella mañana o tarde seríamos seis o siete los chavales de mi equipo que íbamos a correr juntos por tener la misma edad, y a pocos minutos de que tuviese lugar el pistoletazo de salida, trotábamos por las callejuelas cercanas al circuito con el objetivo de calentar músculos y articulaciones. Los nervios y el hecho de que todos éramos seres vivos con funciones biológicas básicas provocaron que necesitásemos llevar a cabo una urgente liberación de líquidos so pena de padecer una incomodidad nada deseable al tener que correr con la vejiga llena.

Era muy raro que los organizadores de estas pruebas tuviesen a bien instalar urinarios portátiles en el lugar, y aquella no fue una excepción. Podríamos haber optado por colarnos en algún bar y hacer uso de sus baños, pero ya habíamos sufrido experiencias desagradables en el pasado protagonizadas por el camarero borde de turno que nos echaba del local con cajas destempladas por ser tan aprovechados, así que la única opción que nos quedaba era la de cometer una ilegalidad muy cerda (si incluyese emoticonos en mis entradas, aquí pondría ahora el que se encoge de hombros, porque es como me sentí entonces y como me siento ahora).

Los integrantes del grupo, buscando un lugar en el que poder llevar a cabo la colectiva micción, dimos con el lugar perfecto cuando de mear al abrigo de miradas indiscretas se trataba: un callejoncito que no sólo quedaba en pendiente, sino que además, a los pocos metros torcía hacia la derecha. Y es que dicho callejón era en realidad la salida de un garaje. Además, el final de la rampa contaba con una rejilla al pie de la puerta del parking que haría que nuestros orines, así como nuestras preocupaciones, desapareciesen. El crimen perfecto, ¿no?

Pues no. Y es que no hace falta ser un experto para saber que un crimen deja de ser perfecto cuando aparecen... Testigos. Atención a la escena: seis o siete adolescentes en pantaloncitos cortos, contra la puerta de un garaje y buscando la mayor separación posible entre ellos para evitar salpicaduras, que chorra en mano y en pleno ejercicio evacuatorio, escuchan un desagradable zumbido como de... Sí, como de puerta de garage que se abre. A tenor de las caras que se nos pusieron en ese instante, me atrevería a decir que parecíamos los protagonistas de El fusilamiento de Torrijos, si a ese cuadro se le pudiese quitar toda la épica:

fuente: wikipedia
Y nosotros no teníamos las manos atadas

Pero la cara que aquel día quedó para enmarcar y colgar en alguna pared del Museo del Prado no fue la de ninguno de nosotros, no. Fue la de la dueña del coche que, esperando del otro lado de la puerta a que ésta se abriese y a que la luz del día regase sus retinas, se topó con otro tipo de riego en forma de fuente versallesca de malísimo gusto.

Hace poco leí que casi todos los mamíferos, independientemente de su tamaño, tardan unos treinta segundos en vaciar sus vejigas. Treinta INTERMINABLES segundos, añadiría yo. Y también añadiría que seis o siete de dichos mamíferos, en cierta ocasión y pasados esos treinta segundos, salieron corriendo del lugar como si fuesen cucarachas, los muy miserables.

Decidme, ¿a vosotros también os ha hecho tanta gracia como a mi amiga?

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