Hoy, 8 de marzo, ese día en el que se llevan a cabo toda clase de acciones y actividades reivindicativas a nivel internacional y en el que los italianos, que tienen una forma peculiar (por no decir otra cosa) de entender el feminismo, regalan flores a las mujeres.
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fuente: newz-of-the-world
He buscado "Italian facepalm" en Google y el primer resultado no me ha defraudado en absoluto
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Al tema. El año pasado, aprovechando otra efeméride (la mudanza de Franco de El Pardo a un edificio que hace puto daño a la vista de lo feo que es), publiqué una entrada en la que enumeraba a muchos de aquellos cuentachistes y graciosos profesionales (aquí es donde podría soltar "no están todos los que son ni son todos los que están", como hacía Luis María Ansón en cada edición de Miss España. Aunque yo no babearía como un perro con hambre al decirlo) que me alegraron la infancia y la adolescencia hasta el punto en el que consideré que sería divertido ser divertido (incluso sin ver un duro por ello, cuidao ahí). Poco tiempo después de publicar tal entrada me di cuenta de algo: los cómicos a los que mencioné eran todos tíos (y a quienes, tras leer esto último, estén pensando "buah, ya estamos" les sugiero amablemente que se piren de mi blog).
Volveré a este último detalle en un momento. Antes quiero reconocer que, aunque aquellos personajes y tantos otros me ayudaron (y me ayudan) muchísimo con la teoría en esto de comportarme como un payaso a diario y dejarlo por escrito cada semana hasta que este blog entró en pausa, lo de la práctica ha sido siempre cosa mía.
Y es que, para conseguir que los demás se rían contigo, hacia ti y de ti porque tú lo has decidido de antemano hay que entrenar mucho. Cada día. Durante muchos años. En mi caso, esta forma de ser empezó cuando yo era un párvulo que hacía callar a toda mi familia para que pudiesen escuchar mis chistes, los cuales jaleaban y aplaudían acto seguido aunque (ojo al dato) no tuviesen ni puta gracia. Otra actividad que llevaba a cabo con frecuencia, hasta que determiné que lo de dibujar no va conmigo, consistía en plasmar sobre papel toda clase de caricaturas y memeces que obtenían la misma calificación que mis mediocres chistes por parte de quienes me rodeaban. Los ratos de cuentachistes organizados y los garabatos de coña dieron paso a comentarios jocosos que encajaba en conversaciones entre amigos y conocidos CUANDO ME DABA LA GANA, importándome un bledo si la situación daba pie a la comedia o no. Bueno, pues seguí en ese plan durante toda la edad del pavo y mi paso por el dentista para sacarme las muelas del juicio. Y a día de hoy, con treinta y un tacos a cuestas, ni siquiera el trabajo serio que desempeño cada día, de los de llevar camisa y llamar de usted a mucha gente, me impide comportarme como un imbécil con una frecuencia de hasta diez chorradas por minuto con el objetivo de escuchar algún que otro "jaja" a mi alrededor (o "haha", que fuera de España la gente pronuncia las cosas de forma distinta).
He de reconocer que todo lo anterior no habría sido posible si no hubiese contado con una alfombra roja bajo mis pies a cada paso que daba por el camino del gracioseo, extendida por quienes apoyaban en todo momento que hiciese el bobo, y sobre la que a veces han desfilado, en plan estrellas invitadas, amigos y conocidos que me han acompañado en mis tropelías.
Una vez más, y salvo honrosas excepciones, todo tíos (he de destacar que tuve una compañera en bachillerato que era una cachonda mental, y junto a ella llevé a cabo actividades tales como tocar un tamtam y bailar cariocas en una plaza de Poitiers, entrar a un centro de ocio familiar y comportarnos como si aquello fuese un concierto de heavy metal o saltarnos una clase para ir a comernos un potito de frutas a un parque próximo al instituto).
Porque cuando yo era niño, a las niñas no se les permitía hacer el gamba. Era habitual que nosotros rompiésemos cosas, mientras que ellas debían ser cuidadosas con todo aquello que cayese en sus manos. Nosotros salíamos en las fotos haciendo muecas y ellas con cara angelical. Nosotros explorábamos, experimentábamos y nos llenábamos la ropa de mierda cuando no la rompíamos directamente (mi madre tuvo que echar tantos viajes a la mercería para hacerse con rodilleras que pegar en mis pantalones de chándal que acabaron llamándola por su nombre a cada nueva visita), pero ellas debían mantener sus vestiditos marca Mayoral impolutos, so pena de bronca gorda. A nosotros se nos permitía errar entre risas, mientras que a ellas se les penalizaba por salirse del camino recto... No era de extrañar, pues, que niños y niñas fuésemos diferenciándonos cada vez más en nuestra forma de entender el ocio.
Y claro, al igual que una planta que no se tuerce porque ha crecido atada a un palo, o un perrillo de circo que camina sobre dos patas porque ha recibido hostias durante toda su vida para ello (los perros que andan sobre dos patas NO son graciosos. Erradiquemos eso) las niñas de mi generación que habían sido educadas en unos valores que las apartaban del noble arte de hacer el tonto (al tiempo que nosotros, siempre que no cayésemos en el vandalismo, contábamos con el beneplácito de los adultos en nuestro desarrollo como potenciales cabroncetes) entraban en primero de la ESO con la disciplina de un soldado que, por otra parte, no sabe lo que es pisar un charco. Su actitud seria (y el hecho de que, de la noche a la mañana, la mayoría nos sacasen a los chicos una cabeza de estatura, aunque eso es otra historia) se justificaba con un "es que las chicas maduran antes". Y yo ante esta frase sólo puedo responder "los cojones".
Si ellas hubiesen podido disfrutar de nuestro privilegio, quizá nos habrían ayudado a mis colegas y a mí cuando, por ejemplo, hicimos que lloviesen manzanas dentro de clase. O, ¿por qué no? Podría haber sido una chica, y no yo, quien sacase de quicio a mi profesora de filosofía. Pero no. A aquellas alturas, las directrices recibidas desde su infancia causaban que nuestra dedicación en pos de la trastada (y por consiguiente de la comedia, pues ésta es hija de aquélla) fuese vista con recelo (e incluso con odio) por parte de nuestras compañeras. Una pena.
Decidme ahora si las cosas han cambiado lo más mínimo desde que yo era un chiquillo y mi abuela, cada vez que yo la liaba, soltaba un "Ay qué niño, si fuera niña...", porque yo creo que no. En aquella época, las únicas cómicas que aparecían por los platós se contaban con los dedos de una mano: Las Virtudes, Mari Carmen y sus muñecos, Lina Morgan (que hizo reír tanto a mi madre durante una actuación en el teatro La Latina que le curó la gripe), Paz Padilla... Y tengo que reconocer que no me acuerdo de más.
Vale, los tiempos cambian y cada vez son más las que se abren paso en este campo de nabos cómico, como Patricia Sornosa, Ana Morgade o, fuera de nuestras fronteras, Rachel Parris o Kristen Schaal (y, si queréis más, buscad en internet, que yo no he hecho los deberes. Pero me comprometo a investigar y dedicarle una entrada en el futuro, la cual llamaré "Humor con chocho"). Sigue sin ser suficiente, ya que esto de las gracietas aún constituye un terreno generalmente vedado al sector femenino de la población, y eso impide que puedan surgir maravillas como este chiste de Sornosa, que no deja de hacerme gracia por muchas veces que lo escuche o lo lea:
En una pelea entre un machista y una feminista, ¿quién gana?
Depende. Si la pelea es dialéctica, gana la feminista porque tiene razón.
Ahora bien, que si la pelea es a hostias, gana el machista porque tiene práctica.
Me quito el sombrero.
Y para terminar este peñazo quiero pedirle a todo aquel adulto responsable con el cuajo de haber llegado leyendo hasta aquí y que tenga en sus manos el poder de afearle la conducta a una niña o a una adolescente la próxima vez que haga una trastada, que se pregunte qué haría si el personaje a reñir tuviese algo colgando entre las piernas y actúe en consecuencia. ¿Quién sabe? Quizá salve así a la comedia y nos podamos reír todos dentro de unos años.
Dicho esto, me vuelvo a la tumbona. Hasta dentro de quién sabe cuánto.
